EL PROFESOR
GAVIOTA Y SU BIÓGRAFO
Por Carlos Yusti
El universo de la literatura produce seres amasados con la materia inaudita de la imaginación, o como lo anotaba Shakespeare, forjados con ese dúctil material con el cual están hechos los sueños; seres que trascienden a la categoría de personajes y a los que se le notan las costuras del realismo mágico.
En el ámbito literario escribir y pretender que se escribe son actitudes
perfectamente distintas. De allí esos casos peculiares de autores que se quedan
a medio camino, de autores que se vieron paralizados ante la hoja en blanco sea
por la falta de talento, de tiempo o debido a que su vida bohemia es el obstáculo
principal para emprender la escritura de forma metódica.
Por ese motivo no es extraño conseguir autores que escriben (y publican)
de manera compulsiva, también los hay parcos que se toman su tiempo entre obra
y obra. Así mismo tenemos los escritores que de repente, y sin motivo aparente,
dejan de escribir. De igual forma se presenta el caso de muchos escritores
apabullados por la obra que bulle, hormiguea, perfecta y bien escrita, solo en
su mente, pero que jamás llega a concretarse en el papel. Este fue el caso de
Joe Gould, o el profesor Gaviota como se le conocía en la zona bohemia y
cultural del Greenwich Village. Joe Gould era una especie de vagabundo y bohemio
que vivía llenando cuadernos tras cuaderno en el banco de la plaza, en la mesa
de algún café. Decía estar escribiendo un libro monumental titulado “La
historia oral” y a la que comparaba, sin titubeos, con el libro “Historia de
la decadencia y caída del imperio Romano” de Gibbon. La existencia azarosa de
Gould toca de alguna manera a su biógrafo y primer mitificador Joseph Mitchell.
En 1929 Mitchell
dejó su pueblo para irse a Nueva York y convertirse en periodista. Veintiún años
y todo ese caudal de sueños llenando los bolsillos de su alma. Llegó un día
después del desplome de la bolsa, que es el punto de partida de lo que históricamente
se conoce como la Gran Depresión. A pesar de este mal augurio consiguió empleo
en el diario “The World”. Se inició como aprendiz de sucesos. Durante ocho
años hizo de todo en algunos otros periódicos. Luego le ofrecieron un puesto
mejor en el “New Yorker”, donde permaneció hasta su muerte a la edad de 86
años.
A diferencia del profesor Gaviota, Joseph Mitchell si escribió varias
buenas crónicas y reportajes. Su libro “El secreto de Joe Gould” recopila
la historia de este insólito escritor del no. Compuesto por dos reportajes
escritos en épocas distintas el libro nos acerca una personalidad literaria
extraña, mitomanía y vital.
Joe Gould no era un sobresaliente en nada. Su vida era tan desabrida y
gris como su sitio natal Norwood, en Massachusettes. Cursó estudios en Harvard.
Después de graduarse comunicó a su madre su disposición de pasear y meditar.
Así paso tres años dando largos paseos sumido en sus pensamientos, en un
rancho de un pariente en Canadá. Luego fundó una organización para recolectar
fondos en pro de la independencia de Albania. Al poco tiempo se interesó por la
eugenesia y decidió especializarse en indios. Se fue a Dakota del Norte y midió
las cabezas de un millar de indios Chippewas. Como no logra conseguir nuevos
fondos para continuar sus investigaciones se va a Nueva York y consigue empleo
en un diario como ayudante de reportero en la jefatura de policía (los
paralelismos con Mitchell son pasmosamente coincidentes). Llevaba un año
redactando crónicas intrascendentes cuando una mañana, tratando de sobrevivir
a una resaca, un fogonazo de inspiración le iluminó la mirada. Decide dejar
todo y convertirse en vagabundo con la idea de escribir la historia oral de
Norteamérica.
El
escenario ideal para su debut, en su nuevo rol de historiador itinerante, fue la
zona del Greenwich Village lleno de artistas, cafeterías, bares y tugurios. Con
el correr de los años Joe Gould se convierte en un personaje imprescindible de
todo aquel tinglado cultural y bohemio. En el ambiente se le conoce como
profesor gaviota, mangosta o el chico de Bellevue.
El reportaje de Joseph Mitchell acrecienta el mito. Algunos
pasajes de este primer reportaje poseen este tono:
“Rarísima vez
se ve a Gould sin el maletín. Para comer se lo pone sobre las rodillas y cuando
duerme en albergues lo usa de almohada. El
maletín suele contener una masa de manuscritos, apuntes viejos, cartas,
recortes y fotocopias de oscuras revistillas, un frasco de tinta, un
diccionario, una bolsa de papel con colillas, otra con migas de pan y una
tercera de esos duros caramelos baratos conocidos como canicas. «Con las
canicas ácidas combato el cansancio», explica. Las migas son para las palomas;
como a muchos otros excéntricos, a Gould le encanta darles de comer.
Es devoto de una bandada que tiene su cuartel general arriba y alrededor
de la estatua de Garibaldi, en Washington Square. Esas palomas lo conocen. En
cuanto se sienta en el pedestal de la estatua van en un revuelo a posársele en
la cabeza y los hombros, esperando que abra la bolsa de migas.” A través del
artículo de Mitchell la gente se entera de la simpatía y amistad que le
profesan a Gould poetas de la talla de Pound, de William Carlos Williams y E. E.
Cummings. La gran obra de Joe Gould siempre estuvo en su cabeza. Como gran
conversador relataba lo que era la Historia Oral y parte de su contenido, donde
aparecían infinidad de personas de la vida callejera. Mitchell no leyó la obra, ni siquiera fragmentos. Todo lo escuchó de
labios de Gould y por esa razón escribe: “La Historia oral es
casi tan prolija como el Tristram Shandy.
Hay un capítulo, «Los hombres buenos mueren como moscas», donde
Gould empieza la biografía de un dueño de bar y corredor de apuestas llamado
Benny Hipódromo Altschuler, que se clavó en la mano un punzón para
hielo oxidado y murió de tétanos; pero al cabo de unos párrafos salta al
relato de un marino que cuenta haber visto un grupo de leprosos bebiendo y
bailando en una playa de Puerto España; de allí pasa a describir una
manifestación de 1915, organizada frente a un cine de Boston para protestar
contra El nacimiento de una nación, y
en la cual él le dio una patada a un policía; luego, a narrar la visita que en
una ocasión hizo al manicomio de Islip, durante la cual una mujer lo señaló
mientras gritaba: «¡Ahí va! ¡El ladrón! ¡El que me arrancó los geranios y
le robó a mi madre la mula y la calesa!»; luego a la anécdota de un vagabundo
que una noche, sentado en un umbral de Great Jones Street, vislumbró las llamas
azules y negras del infierno y horas más tarde, al norte del mercado de la
pesca de Fulton, vio dos sirenas jugando en el East River; y a la explicación
dada por un cura de la antigua catedral de San Patricio, situada en Mott Street
(en la parte más vieja de Little Italy), de por qué tantas mujeres italianas
visten de negro; para volver por fin a Benny Hipódromo, el
tabernero con tétanos”.
En el segundo reportaje de Mitchell, escrito luego de la muerte de Gould,
se devela toda la patraña urdida en torno de la Historia Oral. Una obra que
sumaba millones de palabras, un libro veinte veces más extenso que la Biblia.
Gould urdió lo de la historia oral para sobrevivir y hacer lo que siempre le
gustó: pasear y pensar. Quizá en un principio la idea de escribir un libro
sobre la vida y hazañas de la gente de la calle, a partir de sus relatos
orales, tenía cierta lógica. Sólo que Gould no tuvo el talento ni la
disposición suficiente para acometer semejante empresa intelectual. Su mitomanía
y su exaltación no sólo lo llevaron a conversar con las gaviotas, sino a
magnificar una mentira que incluso el mismo creía. Para mantener la farsa Gould
se creó un método de trabajo tan pintoresco como su aspecto de mendigo con
barba, trajes usados y un maletín. Mitchell escribe: “Gould escribía casi
siempre en cuadernos escolares, de esos mal cosidos que tienen líneas pautadas,
lomo de papel y la tabla de multiplicar impresa detrás.
Habitualmente, al acabar un cuaderno se lo entregaba a la primera persona
de confianza que encontraba en su deambular—un cajero de restaurante, un dueño
de bar, un conserje de hotel o de albergue—y le pedía que se lo guardara.
Después, cada pocos meses, iba de un lugar a otro recogiendo los
cuadernos que había acumulado. Si alguien mostraba curiosidad, le decía que
pensaba almacenarlos en el apartamento de un conocido o el estudio de un viejo
amigo. Casi nunca identificaba a
estas personas por el nombre,...”. Gould aseguraba que los cuadernos reposaban
en un sótano en la granja de una amiga. Ya Joseph Mitchell sospechaba algo. En
las primeras entrevista que sostuvo con Gould este le indicó que había llevado
la Historia Oral a varios editores y estos la rechazaron. Mitchell investigó
entre sus amigos editores y le indicaron que en efecto Gould, había llevado
algunos cuadernos para su evaluación, pero la cosa no había pasado de allí.
Después de muerto Gould muchos editores mostraron interés en publicar
la Historia Oral, pero los cuadernos no aparecían por ningún lado. Mitchell en
una oportunidad se topó con cinco cuadernos. Así escribe su hallazgo: “Gould
no estaba. Mirando la habitación desde la puerta, vi unos cuadernos sobre el
armario y me acerqué a echarles un vistazo. Había cinco. Me tomé la libertad
de abrir el primero de la pila. En la primera página se leía el título
conocido: «MUERTE DEL DR. CLARKE
STORER GOULD. UN
CAPÍTULO DE LA HISTORIA ORAL DE JOE GOULD». Abrí el cuarto. El título decía:
«MUERTE DEL DR. CLARKE
STORER GOULD. UN
CAPÍTULO DE LA HISTORIA ORAL DE JOE GOULD». Abrí el quinto. El título decía:
«MUERTE DEL DR. CLARKE
STORER GOULD. UN
CAPÍTULO DE LA HISTORIA ORAL DE JOE GOULD». Devolví los cuadernos a su sitio
y salí”. En todos los cuadernos Gould escribía la misma historia. Variaba
los hechos del relato y las digresiones una otra vez.
A
pesar de esto Mitchell no quiso poner en evidencia a Gould. Desde cierta
perspectiva creía comprenderlo y por ese motivo escribe: “El mecanismo me era
fácil de entender, porque me recordaba que una vez yo había pensado escribir
una novela. Por entonces tenía veinticuatro años y acababa de caer bajo el
hechizo del Ulises de Joyce. Mi novela
iba a ser «sobre» Nueva York. También iba a tratar de un día y una noche en
la vida de un joven reportero neoyorquino.(...) Está enamorado de una chica
escandinava que ha conocido en la ciudad, y es tan diferente de las muchachas
que ha conocido en el Sur que le resulta misteriosa, como misteriosa le resulta
la ciudad; en su mente la chica y la ciudad se mezclan por completo.” La
novela de Mitchell no salió jamás de su cabeza, pero en sus ensoñaciones
juveniles la había terminado e incluso veía la cubierta verde con letras
doradas. Gould y Mitchell en ciertos aspectos fueron espíritus afines.
La
historia de Gould y Mitchell demuestra que la literatura es una extraña red que
interconecta a los seres más disimiles y que posee sus reglas mágicas, sus
malabarismos inquietantes donde los escritores ( o los que tienen la firme
pretensión de serlo) se ven entrampados como moscas. Gould lo intuyó siempre y
estuvo de vagabundo huyendo. Aparentar escribir un libro durante cuarenta años
es más difícil que escribir un libro en un año o dos. Y eso Gould fue un
genio consumado. Al final a Mitchell le pasa como a Sancho Panza, o sea el biógrafo
se traspapeló con Gould y descubrió que se escribe para dejar constancia de
nuestras carencias, de nuestra incompetencia al trabajar con las palabras y la
imaginación. Se escribe para dejar en claro que la vida, a fin de cuentas, es
la verdadera literatura y que esta es en muchos casos un eneblinado espejo, su
incompetente remedo.
Volver a Editoriales y Discusión