Andrés Frega destapó la cacerola y, tenedor en mano, controló la cocción del pucherito. Aspiró el perfume glamoroso que el vapor adosaba a los azulejos de la cocina y comprobó que faltaba un poco de sal. Quince minutos más, de cocción lenta. Las papas, bien cocidas pero que no se deshagan, las zanahorias, tiernas, el zapallo, más bien durito, la carne, desgrasada. O tendría que hacer todo de nuevo y escuchar, persistentes y punzantes, los reproches.
La
radio, gritona, aullaba una versión estereotipada y gangosa de Grisel,
en la interpretación sugerente de Andrea Valeria, un homúnculo con forma de
mujer, ordinario como mancha de tuco, con voz de fumar habanos y tomar ginebra,
con el sentido musical de un camello. Ni tango se puede escuchar, pensó. Giró
el dial, sorteó con premura el rock’n roll bastardo, la cumbia villera, el
folclore nazionalista, los valsesitos con moquillo, los sorteos afónicos y
el fútbol canalla, hasta detenerse en la suave y melancólica cantilena de un
violín, esplendoroso como una gema.
Se terminó de escuchar la Partita número dos de Juan Sebastián Bach en la interpretación del violinista guatemalteco Piñeiro Cifuentes...
-
¡Nene! ¡Nene!
... Escucharemos a continuación, por el mismo intérprete...
-
¡Ah! ¡Nene! ¡Ah! ¡Contestá, nene!
...la sonata para violín solo de Sergei Prokofiev, cuyos movimientos son...
No
importa saber los nombres de los movimientos, pensó Andrés, mientras salía de
la cocina, cruzaba el patio esquivando al gato y entraba en la pieza semioscura.
-
¡Nene! ¿Dónde estabas?
-
En la cocina, mamá. Preparando la comida.
-
¿Qué hora es?
-
Las once cuarenta y cinco.
-
No te olvides de calentar el pan porque no me gusta húmedo. Desgrasá la carne,
las papas bien cocidas pero que no se deshagan, las zanahorias, tiernas, el
zapallo más bien durito...
-
Ya sé, mamá.
-
Sí, sí. “Ya sé, ya sé”. ¡Porqué, Dios mío, tengo que estar así,
postrada! ¡Porqué no me mandará la muerte!
-
No diga eso, mamá.
No
tengo tanta suerte, pensó Andrés. ¿Podría salir, o no? ¿Le permitiría
volver a la cocina? El violín, juguetón, lo llamaba desde el aparato de radio.
Dio un paso atrás.
-
¿Adónde vas? ¿Porqué me dejás sola?
-
Tengo que controlar el puchero, mamá.
-
Bueno. Para lo que me sirve comer. Mejor no como nada así me muero.
Silencio.
Otro paso atrás. Por fin, afuera de la habitación.
Tema
con variaciones, había dicho el locutor. Voz timbrada, profunda, suave y tersa.
Así
que un violinista guatemalteco.
La
semana anterior, durante la cocción de una suculenta buseca, pudo apreciar la
colorida expresión, el consumado virtuosismo, la autoridad estilística, de un
músico americano, de origen chino, que ejecutaba un violonchelo italiano,
donado, cortésmente, por el gobierno polaco, rescatado, milagrosamente, de las
ruinas de una ciudad francesa por soldados ingleses que avanzaban sobre Bélgica,
en plena Primera Guerra Mundial. La música, una bella obra de Kodaly, autor húngaro.
La audición, en la feria Internacional de Osaka, Japón, en el pabellón de
arquitectura de la delegación alemana.
Ya
no saben qué inventar.
Listo
el puchero. Apagar la hornalla, volcar, en el plato, para que se enfríe un
poco, tostar el pan, doblar la servilleta, servir dos dedos de vino tinto en el
vaso verde...
El
timbre. Me cago en Dios, les dije que
no tocaran el timbre, que los estaría
esperando en la puerta.
-
¡Nene! ¡El timbre! ¿A quién esperás? ¿Quién viene? ¿Para qué?
-
No sé, mamá. Puede ser el correo.
-
¡Que lo tiren por debajo de la puerta! ¡No atiendas! ¡No salgas! ¡No vayas!
¡Que se caguen tocando el timbre!
-
Voy a ver.
Largo,
el pasillo. Allá, adelante, a través del vidrio translúcido, la figura de
alguien, dispuesto a tocar nuevamente el timbre. Por favor, no. Lo hizo, nomás.
Atrás, los gritos.
-
¡Volvé, Andrés! ¡Que se caguen tocando! ¡Me muero! ¡La comida! ¡Traeme la
comida!
Andrés
llega hasta la puerta. Abre. Un muchacho gordo, de bigotito, transpirado, con
cara de no haber comido bien, de no haber dormido bien, de no haber cogido bien,
de no...
-
Frega – dijo el gordito.
-
Sí.
-
Lo ayudo a llevar las cajas.
-
Sin hacer ruido, por favor. Mi madre está muy enferma.
-
Bueno.
Otra
vez el largo pasillo. Seguido por el gordito. Dejar las cajas a un costado para
que no las vea. Acá, gordito.
-
Firme acá – dijo el gordito.
-
¡La comida, nene! ¡Me muero!
A
la cocina. Me cago en la puta madre, se quemó el pan. A poner otro. La bandeja
está limpia. Servilleta, vino, pan. Está todo. Rumbo a la semipenumbra de la
habitación.
-
El pan no estará húmedo, ¿no?
-
No, mamá. Lo calenté en la hornalla.
-
Leeme los chismes.
La modelo Moira Festa espera un bebé para mediados de abril. Ella, junto a su nueva pareja, el empresario Tony Ussachevsky, posan, felices, en su casa de Punta del Este.
-
Una puta. Eso es lo que es. Son todas unas putas. Se embarazan y luego largan al
marido. Ahí anda, revoleando el culo. Puta. Las papas se deshacen.
La locutora Carmen del Valle Pinto viajó a Europa con sus hijos.
-
¿Dónde compraste la carne? Está dura. Seguro que fuiste a lo del gallego.
-
No, mamá. Fui a lo de Fermín.
-
Fermín no vende carne dura.
-
La compré en lo de Fermín, mamá.
-
Muy dura. Fermín no vende carne dura. Te olvidaste, pensando en estupideces, y
la pusiste con el agua caliente, entonces. Está dura. Siempre el mismo inútil.
Una habla, explica, al divino botón. ¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Porqué no
habré parido un chancho! Seguí leyendo.
Inhumaron los restos del cantante Antonio del Río, quien falleciera tras una penosa enfermedad...
-
Pobrecito, Antonio. Y la de plata que habrá ganado. Ya ves: mucha plata pero
igual se lo comen los gusanos.
-
Como a todos, mamá.
-
¡No contestés, guacho! ¡Guacho, igual a tu padre! Llevate todo y cerrá el
postigo que quiero dormir. Quiero dormirme para siempre. Igual que Antonio del Río.
Por
fin. Tres horas de paz. Demasiado, para ser un sábado. ¿Porqué no buscar un
trabajo de sábados y domingos? A pasar las cajas, con suavidad. Personal
Computer Inc. Sus buenos mangos costó.
Una
hora después, cómodamente instalado, café caliente y medialunas, Andrés
enciende la computadora. Windows 98. Ejecutar. Setup.exe. Este es el programa de
instalación de...
Ya
está. Ahora, a volar. ¿Qué hora es? La puta madre. La merienda.
La
leche caliente, primero. Luego, el café. Dos vainillas, nada más. Tres
cucharadas de azúcar. Así me sube la
diabetes y me muero. Un vasito con soda, a temperatura ambiente.
-
¿Qué hacías mientras yo estaba dormida?
-
Nada, mamá. Leía.
-
Sí, seguro. Vos te creés que yo soy estúpida. ¿Qué eran, esas cajas?
Largo
silencio.
La
mujer es una ballena enroscada en cuatro frazadas. La boca, un rictus amargo,
desvencijado, salivoso y eructante. Los dientes, pequeños y apretados,
amarillos. Los ojos, entrecerrados y viscosos, como un pescado. Los pocos pelos
de la cabeza, húmedos y grasientos. Las manos, gordas, de uñas mal pintadas,
plagadas de sabañones. Olor a falta de higiene, a amoníaco, a intercambio
gaseoso con la atmósfera, a sobaco, a pies repletos de juanetes y padrastros, a
mal aliento, a cera en los oídos, a eructos reprimidos, a vino regurgitado, a
papas que se deshacen, a putas veraneando en Punta del Este.
-
Algo que compré, mamá.
-
Siempre escondiendo, siempre mintiendo...
-
Una computadora.
-
¡Ja! ¿Y para qué mierda queremos una computadora? ¿Te agarró la locura,
ahora?
-
Es para mí, mamá. Para estudiar.
-
¿Desde cuándo estudiás, vos? ¿No te dijo, la monja, que no te daba la
cabeza?
-
Eso fue hace muchos años, mamá.
-
Peor aún. Con los años no se mejora, infeliz.
Qué
gran verdad. Aquella monja hija de su madre, que no soltaba el rosario ni para
cagar. “Andresito
es bueno, señora, pero no le da mucho la cabeza. Que aprenda un oficio. Y que
no deje de venir a misa”.
- Colá el caldo del puchero, antes de hacer la sopa de la noche. No me gusta la grasa. Agregale un poco más de queso y de pimienta. Así me sube la presión y me muero. Y encendé la televisión, el programa de los chismes. Así me entretengo un poco.
Dos
horas más de paz. Bastante, para un sábado.
Bien.
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a gozar! Andrés Frega, edad, cuarenta y dos, soltero. Pelotudo, también.
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Y
sin embargo, la monja tenía razón. No le daba la cabeza. Hubiera querido
agarrar sus cosas, empaquetar prolijamente sus pocos libros, y mandarse a mudar.
Que grite todo lo que quiera. Que se desgañite gritando. Que la garganta se le
endurezca de tanto gritar. Que transpire como una foca. Que le agarre un síncope
y se quede inválida y se la coman las ratas. Que se ahogue en su propio vómito.
Que agonice durante tres días, con el televisor encendido. Pero no le daba la
cabeza. No podía.
Y
hoy a la noche vendría Delia, la paraguaya. La única que no emitía ni un
gemido mientras él saltaba con cuidado para que los flejes de la cama, que
chorreaban aceite, no lo delataran.
Puta
que es lindo esto. Mirá lo que le hacen a la negra esa. ¿De dónde sacarán
estos tipos semejantes...?
-
¡Andrés! ¡Andrés! ¡Una polilla! ¡Matala! ¡Me da asco! ¡Andrés! ¡Nene!
A
los cuarenta y dos años, y persiguiendo una polilla.
-
Contra la pared no, que queda manchada y me da asco.
-
La espanto, mamá.
-
¡No! ¡Matala! ¡Matala! ¡Inútil!
-
Ya la espanté, mamá.
-
Subí el volumen del televisor.
-
Mamá, usted tiene el control remoto en la mesita de luz.
-
No sé manejarlo.
-
Se lo expliqué cien veces, mamá.
-
¡No sé manejarlo, te digo! ¡Ay, cómo me hacés sufrir!
-
Ya subo el volumen, mamá.
-
Quiero tomar mate.
A
la cocina. Colar la yerba, para quitar el polvillo. Colocar dos cáscaras de
naranja. El agua bien caliente, casi a punto de hervir, así me revienta el hígado y me muero. La pava, al costado de la
hornalla, para que el agua se mantenga caliente. Ir y venir. Ir y venir. Ir y
venir. Ir y venir.
-
Tiene polvillo. No colaste bien la yerba.
-
La colé bien, mamá.
-
No importa. Así se me tapa la vesícula y me muero.
-
No diga eso, mamá.
-
Sos lo único que tengo.
-
Ya lo sé, mamá.
Ya
está oscureciendo. A preparar la sopa. Colar bien el caldo. Echar los fideos
municiones. Con la espumadera, retirar los restos de grasa que se forman en la
superficie. Un poco más de pimienta. Servir y espolvorear con queso rallado muy
fino. Dos dedos de vino tinto. Pan crocante. Servilleta.
Media
hora más de tranquilidad.
Un
baño bien caliente, que afloje los músculos. El agua, cayendo por la espalda.
El
grito.
-
¡Ya terminé! ¡Llevate el plato! ¡Llevate todo que me molesta!
-
¡Me estoy bañando, mamá!
-
¡Llevate todo! ¡Apagá el televisor y traé la Biblia!
-
¡Me estoy bañando, mamá! ¡Espere!
-
¡La Biblia! ¡La Biblia! ¡No me quiero morir sin leer la Biblia!
Ruido
de platos. Otra vez rompió todo. No se gana para vajilla.
Salir
apresuradamente del baño. Vestirse con lo primero que se encuentra. Tomar la
Biblia de la biblioteca y entrar en la habitación. Juntar el plato roto, el
vaso roto, la bandeja desparramada junto a los cubiertos, la servilleta.
-
¡Limpiá todo! ¡Rápido, que vienen las ratas!
Pobre
piso. Ha recibido más comida que el Patronato de la Infancia.
Secar
el piso, juntar las migas. Llevar todo a la cocina y limpiar. Casi, casi, todo
se termina, por hoy. Mañana se verá.
Una
hora para que llegue Delia. El café.
-
Hoy no quiero café. Vos estás esperando algo.
-
No se imagine cosas, mamá.
-
Tapame bien, que me muero de frío. O, mejor, no me tapés, así me agarro una
pulmonía y me muero. Tengo sueño. La comida me cayó mal.
-
Descanse, mamá. Apago la luz.
-
Vos esperás algo.
Desconfiar
de esa sonrisa cómplice. De la mano que acaricia la frente. Del guiño y del
beso tosco en la mejilla. Desconfiar, Andrés.
-
Yo sé que sos hombre y tenés tus necesidades.
-
Descanse, mamá.
-
Hacés bien. Con el trabajo que te doy. Porqué no se morirá, pensás, ¿eh?
Tenés razón, hijo. También tenés que disfrutar un poco de la vida. Yo no
puedo, pero vos, sí. Vaya, m’hijo. Ya me van a comer los gusanos, a mí también.
-
No diga eso, mamá.
-
Un día de éstos, cuando no estés, me bajo de la cama, me arrastro hasta la
calle y me tiro debajo de un camión.
-
Descanse, mamá. No diga esas cosas.
Apagar
la luz, cerrar el postigo, salir cuidadosamente al pasillo para esperar a Delia.
La
noche es fría, pero así fuera helada, así cayeran ladrillos de hielo, así
pasara un tornado, es delicioso estar parado en la puerta de calle, fumando,
bajo el rumor de los árboles. Llega Delia. No es gran cosa, pero... es la única
que tiene paciencia. Se saca los tacos. Caminando en puntas de pie, llegan hasta
la casa. Cruzan el patio. Entran en el dormitorio de Andrés. Se desvisten sin
decir mu. Ni un gemido.
Por
más que Andrés empuja, olvidándose de los flejes de la cama, Delia no suelta
ni un gemido. Si fuera como los
tipos de Internet, ¿verdad? Si tuviera, como ellos, una...
-
¡Nene! ¡Nene! ¡Una pesadilla! ¡Voy a vomitar! ¡Me muero!
Morite.
Golpes
en la pared. Gritos y más gritos. Delia, como si nada. Apurarse. La puta madre,
no puedo pensar. Más gritos. Ni un gemido, esta Delia. Salir al patio, abrir el
postigo.
-
Qué pasa, mamá.
-
¡Me muero! ¡Soñé con la muerte!
-
No se muere, mamá. Come demasiado y después tiene pesadillas.
-
Quedate conmigo.
-
Mamá, tengo sueño.
-
Ya te voy a dejar tranquilo. Ya me voy a tirar debajo de un camión.
-
Está bien, mamá. Me quedo al lado suyo.
Delia
es tan silenciosa para vestirse que, salvo Andrés, nadie podría saber que ya
está cruzando el patio, saliendo al largo pasillo y mandándose a mudar. Qué
silenciosa, esta Delia. Ya se fue. Sin un gemido.
-
Andá, querido. Estás cansado. Yo me arreglo sola.
Qué
duda cabe, piensa Andrés.
Mañana
es domingo.
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