Autor: Luis Torregrosa
SECRETO POSTAL Cabe preguntarse si el cartero quebrantó el secreto de la correspondencia, si las palabras recién escritas y depositadas en sobre cerrado en la estafeta, palabras que invitaban al desenfreno de la carne, que enumeraban los susurros precisos, los sabios pasos para el trote de unos dedos retozones sobre el cuerpo de alguna dama, habían sido mancilladas por una mirada fisgona, pero lo cierto y verdadero es que la mujer del cartero, desde aquel día, acoge inesperados, dichosos y frecuentes asaltos lascivos de su marido.
EL
RUEGO DEL CUENTISTA Sólo le pido a Dios que los personajes de mis cuentos no se alcen jamás sobre el papel y se truequen en lectores. Si por desgracia eso ocurriese, tú y yo, mi buen amigo, quedaríamos atrapados entre líneas como pura ficción hasta el fin de los tiempos
EL OCASO DE LA CIENCIA Entiéndase bien: yo soy un científico. Soy una persona volcada en su profesión, que ejercita sus habilidades para destronar hipótesis y mudarlas por certezas; un hombre curtido en la experimentación y el ensayo, metódico y práctico, que arrincona los errores hasta encontrar verdades absolutas. Soy un fogueado investigador de disciplina espartana, con una profunda capacidad de abstracción. Jamás he vegetado al pairo de la novedad, la vorágine de la moda, la afectación filosófica o he sido sometido al compás de las urgencias fisiológicas. Nunca. Así que alguien deberá explicarme, con precisión y lógica, que hago yo aquí bebiendo sin tregua una copa tras otra, atisbando nervioso por la ventana a cada minuto, curiosamente atento a cada movimiento de la puerta del bar, con el corazón descarriado y la frente cuajada con sudor de colegial, aguardando a que, en cualquier momento, llegue esa hermosa mujer que conocí ayer.
Una de las maneras de empezar, cuando se trabaja con el barro, consiste en
estrujar, sobar, apretar, enrollar, retorcer la arcilla húmeda y ver que formas
toma. Quizá las distintas que surjan os den una idea creativa. Nada os impide
que lo aliséis o lo dejéis rugoso, o hagáis unos agujeros; que unáis
fragmentos distintos en una suerte de collage o lo dejéis caer al suelo para
que os sorprenda con una nueva textura o diseño. Fijaos bien como mientras hablábamos
y jugábamos con el material, a este tronco se la ha unido esa pequeña bolita y
en la parte de abajo y a los lados han quedado adheridos cuatro pequeños
restos. Ha resultado una figurilla graciosa. Ahora podríamos pintarlo y ponerlo
a cocer, pero voy a probar una nueva técnica que bien pudiera servirnos para el
futuro. Le daré con un soplo un hálito de vida, a ver que ocurre.
El Verano
En los primeros días de Junio empezamos a sudar el verano. Fue un verano
imperativo que se alejó hasta Octubre y dejó el suelo de los campos cuarteado
y lijo, y el asfalto caldoso de brea antigua, y los árboles lánguidos, y los
hombres faltos de ganas y juicio. Fue un verano culpable. Hasta mediar la estación
agradecimos la implacable justicia solar que compensaba la escasa primavera que
nos había dejado el invierno. Entonces ya debimos haber comprendido que aquel
era un año extraño, sin transiciones, como un péndulo imposible que
descansara largo en un extremo para aparecer luego en el opuesto sin apenas
advertirlo. Por la Virgen de Agosto nuestras miradas se dirigieron a menudo al
corredor de las tormentas,
pero los hilachos de nubes holgazanas que se paseaban por él eran una
burla que irritaba a los más y preocupaba a los viejos.
El primer cadáver apareció en el sueño de un extraño, un forastero de
los que gustan de husmear costumbres de pueblo ajeno. El hombre hizo un relato
impreciso al oído de unos cuantos vecinos mientras se desayunaba en la pensión.
“Pueden creerme si les digo que jamás sentí nada igual. Era la imagen de una
fantasía vestida de mujer, inaprensible a mis sentidos y tan cercana ”. La
vio tendida, todopoderosa sobre la esencia, sobre la realidad, pero muerta ya,
diluyéndose en la substancia de lo cotidiano. Agustín, el más soñador de los
viejos, hizo un rictus de preocupación al escuchar aquel relato del extraño.
Algo había perdido.
Desde ese día todos nos apresuramos sobre lo efímero. Cesaron las
canciones de cuna que las madres dedicaban a los críos, los bellos relatos de
dragones y caballeros, de duendes y princesas. Nadie recordaba ya las historias
de Juanito Volador que sostenía que siempre era necesaria una ilusión aunque
esta fuera una locura y dedicó sus años jóvenes a imitar las maquinas de
Leonardo. Se apagó el ánimo y la fábula. Sólo quedó la realidad.
El segundo cadáver nunca apareció, pero lo intuyó el porquero. Los
cerdos llevaban días hocicando en el mismo lodazal teñido de sangre fresca
(muerte de la inocencia), y sobre la superficie del charco de orines se
reflejaba nítida la imagen de un niño, casi se diría de un ángel,
sorprendido por la brutalidad.
Y otra vez Agustín, siempre tan inocente, sintió una punzada de auténtico
dolor, como si le arrancaran sus más hermosos años.
Ya no hubo más risas ni llantos en la plaza, ni correrías ni juegos, ni
pelotas ni aros. Los niños se mecían adormilados a la sombra, sobre las
hamacas, con la cara agria y la mirada huidiza. Y los adultos comenzaron a
mirarse con temor, a buscar en cualquier gesto ajeno una amenaza, una excusa
para la pelea.
Del tercer cadáver vimos la sombra gigantesca de su alma cruzar veloz el
pueblo y, tras ella, infinidad de pequeñas formas, algunas reconocibles, que se
apresuraban a escapar de las casas como volutas de un humo denso al que
arrastraba el tórrido viento del sur. Todavía hubo quien vio alzarse en la
distancia el perfil de su joven imagen pescando en el río tiempo atrás, o la
figura difusa del organillero que amenizaba en el pasado las fiestas mayores, o
el olor de la brisa del mar, o la escarcha de las mañanas de invierno cosida a
las telarañas, o un beso, ese primer beso que se atesora como el más hermoso
de los recuerdos.
Y Agustín, que por tan viejo era la memoria del pueblo, se quedó con
cara de asombro, vacío.
Desde entonces, nadie paseó por la alameda, ni sintió nostalgia, ni fue
capaz de rememorar una caricia. Pero un día vi caer una lágrima por el rostro ajado de Agustín mientras se esforzaba por ofrecerme una sonrisa. Olía a pan recién hecho y en el cielo dominaban las densas nubes y en el suelo el rocío. Se había acabado el verano. Volver a Página de Cuentos Breves
|
La página se nutre del intercambio, de la comunicación, del discenso. Envianos tus textos o tu opinión sobre los textos publicados. El mail: elastillero@argentina.com.ar Aviso: Todos los textos aquí
incluidos están protegidos por las vigentes leyes del Código de Derecho de
Autor y no podrán ser reproducidas total o parcialmente sin la expresa
autorización de sus autores.
|