El
director y sus fantasmas
(sobre `La sombra del vampiro´)
Autor:
Sebastian Russo
Dice Ernesto Sábato, que si por realidad entendemos, como debemos
entender, no solo esa externa realidad de la que nos habla la ciencia y la razón
sino también ese mundo oscuro de nuestro propio espíritu, llegamos a la
conclusión de que los artistas mas realistas (si se me permite, creíbles,
coherentes) son los que en lugar de atender a la trivial descripción de trajes
y costumbres, describen los sentimientos, pasiones e ideas, los rincones del
mundo inconsciente y subconsciente de sus personajes; única forma ésta de
darle verdadera dimensión y alcance al ser humano.
Frederic Murnau, pertenece a esa raza de artistas realistas: `puñado de
sujetos (y esto ahora lo digo yo, con lo que eso implica) dedicados al arte, que
intentan conducir su creación hacia el más cercano punto de pureza´. Esta
autocita merece un necesario desmenuzado de conceptos (aun no he logrado, como
Ernesto, la autoevidencia) Al hablar de pureza en una obra artística, intento
referir a esa búsqueda intestina, visceral, y por tanto sombría y angustiante,
de verdades íntimas, de evidencias particulares (no cotidianas, no
universales). La pureza, así, deviene en esa única forma en la que el ser
humano todo (en toda su esencia) se manifiesta. La realidad, término fantasmagórico
que en su uso habitual sugiere falsa conciencia, espejismo, puede así
reentenderse como una suma de realidades objetivas (visibles, palpables, dichas)
y realidades subjetivas (reprimidas, angustiantes, apasionadas). Entiendo por
arte puro (o intento de) así, aquel que trasunta por estas realidades,
atravesando obstáculos inconscientes y materiales, forzando hasta el límite la
evidencia de `lo cotidiano´, `lo normal´, logrando extraer de esta forma, al
menos gotas de savia de humanidad (en su amplio y subyugante sentido)
Murnau consigue llenar algunas botellitas de esta savia. Busca, arriesga,
se compromete. Lidia con sus fantasmas, juega con los fantasmas de los otros
(actores, camarógrafos, escritores), convoca a un mitin de fantasmas para
emborracharlos y así filmarlos en su estado de mayor indefensión (indefensos
los fantasmas, borde de locura para el sujeto anfitrión de aquellos) Su tarea
consiste en ello. Solo se sentirá satisfecho cuando esos fantasmas pululen por
los decorados, y los excedan, y busquen su escenografía natural, y entonces
ir detrás de ellos, ya que solo ellos saben cual es el enfoque preciso,
solo ellos conocen la toma perfecta, la duración, el encuadre, el escenario. Así
trabaja Murnau (así trabaja un artista), al borde, rastreando el borde,
instigando al borde. Buscando el temor, el miedo, la angustia, el terror,
buscando lo oscuro, lo profundo, lo íntimo. A sabiendas, que allí se encuentra
el núcleo efervescente del ser, que allí el reservorio de savia se vuelve
espeso y burbujeante, es hacia allí donde dirige su mirada en búsqueda de la
pasión, de lo crudo, de lo sanguíneo, en búsqueda, en definitiva, del ser.
La sombra del vampiro describe esta búsqueda. De manera trivial por
momentos, aunque banalidad enmarcada creo en la misma escuela a la que Murnau
hacía reverdecer, el expresionismo. El tortuoso tránsito que lleva al director
a encontrar esa pureza, tiene como punto cúlmine (y grotesco, y por tanto
expresionista) su relación con el protagonista del film, el conde Orlock.
Presentado ante lo otros integrantes del set de filmación (en palabras, porque
nadie puede verlo, ni hablar con él, por el momento) como un actor ruso de la
escuela Stanislavsky, que para penetrar en sus personajes tiene curiosos y
sacrificados métodos, como el de permanecer tres meses en Checoslovaquia
encerrado en un antiguo y derruido castillo incorporando las costumbres del
papel que le han otorgado, que no es otro que el del conde Drácula, con todo lo
que esto supone. El conde Orlock (ya nadie puede llamarlo de otra manera, dado
que desconocería otra forma de dirigirse hacia él) aparece así en el film de
Murnau (llamado Nosferatu, ya que la familia de Bram Stocker le impidió
utilizar el de Drácula) con el mismo espíritu de búsqueda de profundidades a
la que el director también se ha imbuido. Director y protagonista imbricándose,
en la misma senda, en el límite, comprometiéndose con seriedad (extrema) al
juego que proponen, juego que es para ambos el único sentido de existencia,
juego que no es otro que el de hurgar por la íntima e insondable verdad, juego
que fantaseando logra esclarecer y mostrar esencia, pureza, en suma, belleza.
Enmarcados ambos, y potenciándose mutuamente, en la idea luego también
fassbinderiana, de encontrar en lo normal, lo hermoso, solo signos de repulsión,
en contraposición con lo compasivo y seductor del mal, de la debilidad, de lo
corrompido.
La sombra del vampiro (debo decir algo en concreto, me han dicho, sobre
la película, bueno ahí va: `The shadows of the vampire´, film que recrea el
rodaje de Nosferatu, obra de Frederic Murnau de 1921, y en el que trabajan John
Malkovich y William DaFoe, nominado este a un Oscar, en los roles de Murnau y
Orlock, respectivamente) es, en suma (y en resta también, por qué no), el
retrato de una búsqueda. Una búsqueda que por estar disociada de la realidad
(objetiva, cotidiana) debe trasponer límites de sentidos comunes, de
costumbres, de rituales, hacia la ansiada representación genuina (o algo, al
menos) del alma, del espíritu. Una búsqueda que no es otra que la de la pasión
(parte constitutiva del ser humano, aunque a veces se nos olvide) Y citando a
Kierkegaard (siempre esta muy bien terminar citando a algun filosofo, que si
tiene apellido difícil de pronunciar, mucho mejor) “las conclusiones de la
pasión son las únicas dignas de fé”, acabo con esto.