Sobre
Traffic, sobre Soderbergh, sobre los directores de cine norteamericanos.
(o
sobre como no poder, ni pretender, irse de la casa de los padres)
Autor:
Sebastian Russo
Llego al obscenamente imponente shopping, que otrora supo ser un mercado
de frutas y verduras. La magnificencia de su arquitectura añeja, potenciada por
una estratégica y no menos impactante iluminación, hacen de este colosal
monstruo, muestra fiel del actual imbricamiento entre exquisiteces arquitectónicas
y opulencias efectistas (es decir, entre pasado y presente), un elemento centrífugo
que desparrama en el histórico y elemental barrio que lo circunda, haces
idiosincráticos que no dejan de penetrar en cada uno de los recovecos de esta
particular y reconfigurada zona porteña.
Llego al imponentemente obsceno shopping, y me dirijo a las boleterías
de sus catorce salas de cine. Una fila zigzagueante de seres pugnan por sus
entradas, a la vez que ordenan a sus respectivos acompañantes que elijan la
provisión más adecuada para que esos minutos en los que transcurre algún film
sean eficientemente aprovechados. Claro, pochoclos o rosetas o palomitas de maíz.
Y claro, en inmensos baldes de (calculo) litro y medio. La cola avanza rápido,
diez boleteros realizan su trabajo de manera prodigiosamente eficaz para
despachar al aglutinamiento de pseudos cinéfilos, parejas besuqueras, y gente
sin más (todos, o casi, abrazando sus respectivos baldes). Escaleras mecánicas,
dos, tres. Sala diez. Asientos acolchadísimos con apoya brazos y apoya
provisiones, los baldes entre medio de las piernas, ojalá se te desvíe la mano
en tu búsqueda de palomitas y te encuentres con el palomo mensajero, imagino
que debe pensar un gordo con gorra de baseball, que mira a su chica
libidinosamente, anteojuda ella y con rulos rubios.
Magnificencia. Majestuosidad: obscenidad.
Me preparo, me acomodo, me hundo en la demasiado confortable butaca. Me
dispongo a ver Traffic. Pienso, película multipremiada para los próximos
premios Oscar, ¿los criterios de selección seguirán siendo los mismos de
siempre? Pienso en Titanic, Forest Gump, Danza con lobos. Pienso en Tom Hanks,
Mel Gibson, Kevin Costner. Trato de no pensar más. Intento lavar prejuicios,
por lo que me refriego los ojos, hago dos movimientos medianamente bruscos con
mi cuello, me sueno los dedos, y ...all aboard!
Se encienden las luces, vuelvo a refregar mis ojos. Veo a mi alrededor
baldes vacíos arrojados en la mitad del pasillo. Veo a un satisfecho palomitero
abrazar a su chica, besarla y decirle, `estuvo buena, eh´. Y pienso ¿por qué?
¿Qué es lo que hace que los norteamericanos no se atrevan jamás a dejar de
ser norteamericanos? Y me respondo, el mismo hecho se ser como son,
norteamericanos. Circularidad, propuestas desmedidamente ambiciosas y
abarcativas, moralejas subliminares (o, sin escrupulos, explicitas) ¿Por qué
ese afán por el entretenimiento? ¿Por qué esa predisposición redundante por
los relatos eficaces y livianos? ¿Por qué todo cierra, todo concluye, todo
tiene que ver con todo? ¿Nunca un lugar para el desvarío, la intrascendencia,
lo prescindible? Me intriga verdaderamente, esa homogeneidad cultural, ese
criterio común, esa imposibilidad de escapar a influencias idiosincráticas.
Pienso
nuevamente en la majestuosidad (obscena) del shopping, en su influjo procaz en
la zona, en las catorce salas, en los eficientes boleteros, en los baldes de
litro y medio, en la comodidad de las butacas, en la gorra de baseball del
gordo, en los premios Oscar y en las incontables candidaturas de Traffic. Claro,
tendría que haber sido algo más perspicaz.¿Acaso las señales no habían sido
ya demasiadas?