EL TEXTO INÉDITO

Autor: Marcelo Garmendia

 

Internet otorga a los advenedizos (entre los que me incluyo) un canal abierto, aquel sitio históricamente negado (al menos para la lógica quejosa y paranoica del autor inédito). Reclamábamos la oportunidad de exhibir los efectos (defectos) de nuestro arte sin la mediación castradora de las instituciones culturales y empresariales que gobiernan el campo intelectual (Bourdieu mediante), secretamente respaldados por la tranquilizadora percepción de que jamás nos sería dada dicha oportunidad. La condición de desterrados (inciertos creadores de escrituras utópicas) nos otorgaba el beneficio de la duda: tal vez nuestra obra subterránea era genial; quizás alguna vez, cuando ya estuviéramos muertos, sería descubierto el sin par valor de nuestros escritos (mito impotente de la literatura moderna: todos queremos ser Kafka y tener de amigo a Max Brod).

Internet ha venido para acabar con este mito y sus manipulaciones histéricas: cualquiera puede publicar sus textos con total y absoluta libertad (claro que a riesgo de desmentir la supuesta genialidad y descubrir que en verdad son mediocres) sin que medie la intervención de ninguna institución perversa (el cuco), sin que exista la posibilidad de utilizar al cuco como excusa o coartada.

Por otra parte, Internet es un medio lo suficientemente anónimo y distante (su carácter es  virtual, sin un territorio físico) que permite que los textos circulen y se encuentren a disposición del lector para que este disponga de ellos según su antojo. No conviene que la lectura sea la obediencia de un mandato externo sino una predisposición personal del lector, una cierta atracción deliberada que lo lleva (dejándose llevar) a tomar (dejándose tomar por) un texto específico y privado (al menos durante el tiempo de la lectura, que quizás se prolongue en la memoria o, en el mejor de los casos, en otro texto). Desde luego que dicha predisposición está influenciada en gran medida por un contexto sociocultural (etc. etc.); nadie incurre en la ingenuidad de creer en el libre albedrío del lector; pero creo que no es lo mismo elegir el libro que se va a leer que leer por obligación (problema central en la enseñanza de la literatura, que nadie parece estar dispuesto a enfrentar).

El autor inédito, cualquiera lo sabe y lo ha padecido, suele obligar a que lo lean. Ancioso de tener su lector, suele incurrir en la torpeza de entregar sus textos a algún supuesto entendido que, además de leer contra su voluntad tiene la obligación extra de dar una opinión; se mendiga la autoridad de una referencia externa que justifique la existencia del texto, como si acaso fuese necesario. En dichos casos se produce una exasperación incómoda parecida a la que ocurre cuando se entrega un regalo: quien regala duda haber acertado con la elección del presente, y quien recibe el regalo teme mostrar cualquier gesto de desagrado, exagerando (falsificando) su apreciación de lo recibido; poco importa que el regalo sea o no de su agrado, de cualquier manera es inevitable la puesta en escena de un intercambio de équivocos y comentarios de dudosa credibilidad, no porque se mienta deliberadamente sino porque resulta imposible decir la verdad. La escena está dramáticamente regida por la tensión de una serie latente de susceptibilidades (que temen herirse).

Internet ofrece un espacio (en el sentido cósmico de la palabra) en el que es posible poner a orbitar los textos, que permanecen suspendidos a disposición (o indisposición) del posible impulso lector de cualquiera. Lector que, por otra parte, elige (o no) comentar su lectura, y, de hacerlo, lo hace por escrito (lo que predispone a una mayor exhaustividad en la elaboración de la respuesta, ya que la misma constituye una texto en sí misma, plausible de ser juzgado). Además, el lector coloca su texto (que es más que un comentario, que es una continuación del texto leído) en la red, en esa suspención lo suficientemente distante como para que disipe el melodrama de susceptibilidades.

Internet, entonces, ofrece la posibilidad de un texto fluido, hecho de textos que deviene en textos-que devienen en textos, en un continuo cuya progresión puede ser infinita. Internet es la comprobación fehaciente de que no existen (y si existen nada importan) los autores inéditos sino los textos inéditos*, que son los que en definitiva importan y movilizan a la literatura.     

 

Algo parecido ocurre con el sonado tema de la inmortalidad. Don Quijote de la Mancha no hizo inmortal a Cervantes sino que Cervantes hizo inmortal a Don Quijote. Cervantes, es sabido, está muerto**. Don Quijote, en cambio y a Dios gracias (o, mejor dicho, gracias a Cervantes) goza de buena salud.      

 

**A lo sumo persiste en la ficción que suscita su nombre (Miguel de Cervantes Saavedra), un cierto relato mítico que es un transfundo narrativo, una ficción velada, creada y sostenida a partir de la lectura de la novela, una ficción afantasmada que sobrevuela dicha lectura y que puede traducirse así: un manco (el manco de Lepanto), estando encarcelado, imagina y escribe las desopilantes desventuras de un ingenioso Hidalgo, su caballo flacucho y su panzón escudero.

 

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