La Superstición. Autor:
Santiago Mármol
En
esta particular localidad Santacruceña la gente vive bien. La mitad de la
población trabaja directamente en la pesca o está relacionada a ella. El
resto, exceptuando los niños y algunos ancianos, son pequeños comerciantes u
ocupan los cargos estatales de intendente, maestros y director de escuela,
comisario y ayudante, sepulturero, recolector de basura, etc. Completan la
población un cura sordo, el hijo tonto del comisario y la bruja del pueblo. Cada
día transcurre exactamente igual al día anterior y la única posibilidad de
alterar esa aburrida monotonía es cuando una nueva superstición se apodera del
pueblo, ya que el cien por cien de la población es absolutamente supersticiosa.
Tal es así que no hace mucho tiempo, el gobierno local encabezado por el
intendente con el apoyo unánime de los vecinos, decretó la primera ordenanza
municipal con carátula "Mala suerte y otro pesares", en cuyos
n apartados reza, resumidamente, lo siguiente: "...en
el día de la fecha y en acuerdo absoluto con la población de General Galbiati,
se establece esta ordenanza donde... bajo los siguientes puntos: 1-Queda
terminantemente prohibido la manipulación indiscriminada e innecesaria de todo
tipo de espejos por parte de irresponsables o incompetentes, debiendo
manipularse un espejo, en caso de ser sumamente necesario, de la siguiente
manera:... 2-En
el transcurso de cualquier comida que involucre a más de un comensal y
suponiendo que los comensales no encuentren satisfactoria la cantidad de sal
administrada en la preparación de su plato, queda establecido que el único
modo de pasar la sal a quien la requiera, será apoyando el salero sobre la
mesa, en la mitad del trayecto que tiene origen en la persona que da la sal y
tiene fin en la que la recibe. Si por alguna confusión desafortunada, dicho
pase de salero se produciese de mano a mano directamente, la persona que quede
en contacto con la sal deberá verter un puñado en su mano y arrojarlo hacia
atrás, por sobre su cabeza. 3-Se
prohíbe también la colocación de escaleras de modo tal que cualquier persona
distraída pueda, sin percatarse, pasar por debajo. Se contempla, para los casos
en que resulte sumamente indispensable la colocación de escaleras de manera tal
que uno de sus extremos se apoye sobre el suelo y el otro sobre una superficie
vertical, la presencia obligatoria de un vallado alertador a cada lado de la
escalera, que impida el paso de cualquier transeúnte por debajo de esta. 4-Se
ordena, bajo la responsabilidad del mismo intendente, la captura y ejecución
inmediata de todos los gatos negros de la localidad de General Galbiati y se
prohíbe, así mismo, la importación local de cualquier felino prieto por
cuanto las consecuencias pueden... 5-Analizando
posibilidades y considerando que el riesgo de aperturas involuntarias en lugares
cerrados es muy grande, se prohíbe terminantemente la fabricación, transporte,
venta y uso de cualquier tipo de paraguas, pudiendo utilizarse, en días de
lluvia, impermeables con capucha, botas de goma,... 6-Con
la esperanza de no tener que utilizar este apartado pero debiendo contemplar
todos los riesgos, queda establecida la vasectomía obligatoria y sin
excepciones, para todos los hombres que hayan resultado ser padres naturales de
seis hijos varones. Se prevé, de esta manera, la gestación y el consiguiente
nacimiento de un séptimo hijo varón con todas sus terribles y holocausticas
consecuencias, y/o el aborto no deseado de la que resultara infortunada madre
del mencionado séptimo hijo. 7-Bajo
ningún concepto se podrá contraer matrimonio o embarcarse un martes 13. Así
mismo, se convida a la población a la NO utilización del número trece en el
transcurso de la vida cotidiana, evitando con esta sencilla precaución la... ...cualquier
insensato que ose desafiar la autoridad, no respetando uno o más de los n
apartados antes descriptos, se hará acreedor de una multa de mil pesos por
insolidaridad y exposición al riesgo innecesario y se deberá abstener a las
consecuencias de sus actos. Archívese." Así
mismo y a petición de Martín Díaz, el único pelirrojo del pueblo, se
desestimó la opción de teñir a todos los colorados y se redactó una pequeña
enmienda dentro de la misma ordenanza, donde se estableció que bajo ningún
punto de vista se considerará grosero o una falta de respeto, el acto de
tocarse el testículo izquierdo (los hombres), o el seno izquierdo (las damas),
ante la presencia inesperada de cualquier persona cuyos cabellos sean de color
rojo, rojizo, anaranjado o con tendencia al colorado. Párrafos
más adelante se aclaró que el acto de realizar semejante manoseo en la zona
genital o mamaria, careciendo de la presencia de algún pelirrojo, será
considerado escandaloso y al que lo hiciera se lo tildará como persona de
escaso pudor y zafia calaña.
*** Ante
la ausencia de acontecimientos extraños que obligaran a los aburridos
ciudadanos a variar sus quehaceres diarios, la única persona con la capacidad
de generar un cambio en la población era doña Emilia, la bruja, con sus
visiones. En cada nuevo vaticinio de la hechicera, todo General Galbiati se veía
alterado y hasta el mismo héroe se revolvía en su tumba. Su
palabra era casi tan poderosa como la palabra de dios y no había quien hiciera
caso omiso a alguna de sus predicciones. De hecho, fue una de sus supersticiones
la que mató al pobre Hernán Furno, el quiosquero del pueblo. Sucedió que un día
de mucha inspiración y tras una tarde completa de porros, doña Emilia le
comentó a su comadre la visión que había tenido recientemente en una
ceremonia mística donde no habían faltado los inciensos, algún que otro
animal muerto y una docena de velas bendecidas por el mismísimo Papa. Como
cabe de esperar, la noticia circuló con extrema velocidad y al final del mismo
día la totalidad de los habitantes de General Galbiati se dirigieron a la casa
de la bruja para escuchar, de su propia boca, lo que todo el pueblo ya sabía. Doña
Emilia no quiso hacer esperar a semejante comitiva y sin más miramientos hizo
acto de presencia en la puerta de su casa e, improvisando un palco mínimo con
una silla de madera, subióse a ella con la ayuda del intendente y el comisario
y dirigióse a sus vecinos: -Pueblo
de General Galbiati, entre nosotros hay un condenado. -Hay
qué?- inquirió el cura. -Un
condenado- le gritó en la mejor oreja uno de los vecinos. -No
sé quien será, pero alguien en este pueblo no verá el amanecer de pasado mañana-
prosiguió doña Emilia dándole a la conversación un matiz tenebroso pero
acorde a la situación. -¿No
verá qué? Preguntó el cura. -El
amanecer de pasado mañana- le volvió a gritar otro gentil vecino. -Silencio-
aclamaban los de más lejos. -Puede
ser cualquiera de nosotros, incluso yo misma- continuó la hechicera. ¿-Qué
dijo?- volvió a preguntar el cura. Pero nadie le gritó esta vez ya que doña
Emilia, un poco alegre por los efectos de la marihuana y un poco exultante por
la increíble importancia que tomaba su papel en ese juego de delirio, continuó
hablando sin interrupción hasta terminar la nueva profecía y dejar a todos en
estado de shock y con la boca abierta. -He
visto que la muerte ha llegado a nuestra localidad en busca de alguien que no me
fue develado. Pero esta noche, los perros que preceden a la muerte lanzaran
aullidos tristes y funestos anunciando la desgracia y aquel que mañana vea
primero que todos al gran perro blanco que encabeza la jauría, ése es el
desdichado que fallecerá antes de la última campanada de la medianoche y
abandonará el mundo terrenal. Una
mezcla de asombro y horror se estampó en las caras de todos los pobladores. Tan
sólo el comisario atinó a decir: -Matemos
ahora mismo a todos los perros!! La
idea fue rechazada rotundamente argumentando que si la muerte había arribado a
General Galbiati, solo restaba resignarse y esperar. Sería una locura
desafiarla liquidando a uno de sus perros. Las consecuencias, calculaban, serían
devastadoras. -Abandonemos
el pueblo ahora mismo así nadie verá ni oirá a la jauría- sugirió alguien
por detrás. -La
mala fortuna llegó y no existe hueco en el mundo donde puedas esconder tu cara
asustadiza si la dama de negro te está buscando- sentenció doña Emilia
poniendo voz y ojos de hechicera y señalando con su delgado y arrugado dedo índice
al defenestrado vecino. -¿Hay
algo que podamos hacer?- inquirió entonces uno de los pescadores. -Cada
uno debe volver a su casa y esperar, es todo lo que podemos hacer. Al
primer lapso de silencio y abatimiento le siguió un murmullo creciente y
generalizado, que sólo se apaciguó cuando el intendente ordenó la inmediata
dispersión de los habitantes y el comisario, con su ayudante, procedieron a
ejecutar, a gritos, la orden recibida.
*** La
confusión y el pánico reinaron esa noche en General Galbiati. Cada vecino
permaneció en su vivienda y, obviamente, el tema preponderante durante la cena
fue sobre los posibles candidatos al deceso, considerando edades avanzadas,
enfermedades serias o malos actos realizados a despecho. Así, se fueron
elaborando listas minuciosas que involucraban a la totalidad de los pobladores
ubicándolos, de primera a última posición, dependiendo del grado de
probabilidad de fallecimiento que, cada vecino, consideraba que tenían sus
pares. Prácticamente
en cada casa se escribieron listas funerarias y prácticamente en cada lista, el
autor y su grupo familiar figuraban por debajo del resto de los vecinos. También
el quiosquero Furno escribió, en la soledad de su cocina, su propia lista de
mortales con posible pasaje al más allá, agregando a un costado, la
justificación correspondiente a tal decisión. De esta manera, luego de cuatro
arduas horas de trabajo y deducción, quedó conformada su lista negra del 16 de
abril encabezada por don Luis, el más anciano del pueblo y seguida, por debajo,
con la totalidad de los habitantes de General Galbiati.
Lista negra del 16-04 1
Don Luis, porque tiene más de noventa años. 2
Don Jorge, porque ni él sabe su edad y lo veo bastante deteriorado últimamente. 3
Julio Arriaga, el mecánico, por fumador compulsivo. 4
Doña Elena, porque puede morir aplastada en cualquier momento. Su casa se cae a
pedazos. 5
El capitán Antonio, por alcohólico. 6
El Segundo hijo de doña Marta, porque siempre anda haciendo locuras. ... Considerándose
buen cristiano y muy buena persona, carente de alguna enfermedad mortal y sin
ningún tipo de adicción, su nombre quedó precedido por los otros 239 vecinos. Esa
noche, como todas las noches, con el apagado de las luces de la acera, los
cuatro perros callejeros de General Galbiati aullaron y no hubo persona en todo
el pueblo que no los escuchara.
*** La
mañana del 16 fue limpia y sorprendentemente calurosa. La claridad comenzó
hacia las siete y veinte pero el sol no se dejó ver hasta las ocho menos
cuarto. Mientras
Furno contemplaba meditabundo el otoñal amanecer espiando por las rendijas de
su persiana de madera, las campanas de la escuela redoblaron anunciando la
pronta iniciación del día lectivo. En escasos minutos los alumnos acudirían
todavía somnolientos a clase y no se le hacía justo que en ese día tan
cargado de tensiones, los pobres niños se quedaran sin golosinas porque él,
quiosquero cuarentón, solterón y miedoso, tenía temor a salir a la calle y
ser el primero en encontrarse con la jauría y con el gran perro blanco que la
lideraba. Volvió
a espiar por las pequeñas hendiduras de su persiana y distinguió, por lo
menos, cinco personas en la calle. Manuel, el portero de la escuela, se
encontraba barriendo la vereda, liberándola de infinitas hojas muertas, polvo y
algún que otro elemento extraño. El
comisario y su ayudante tomaban mate en el umbral de la comisaría mientras
intentaban, sin éxito, sintonizar las "mañanitas camperas" en su
viejo radio a transistores. Doña Lupe y doña Ester, cada una acodada en su
escoba, intercambiaban chimentos justo a la altura de la medianera que separaba
sus propiedades. En
un primer pensamiento, guiado por el instinto natural de conservación, Furno
consideró a sus vecinos como grandes insensatos o como personas carentes de
todo temor a morir. Pero casi inmediatamente entró en razón y se dispuso a
salir de su departamento, recorrer los quince metros que lo separaban de su
negocio, y abrirlo. Cualquiera que fuera el desdichado marcado para abandonar
este mundo, nada podrá hacer para eludir ese mísero destino. El condenado
deberá seguir inexorablemente a la muerte y con suerte su fallecimiento será rápido
e indoloro. Terminó
su café y salió, completamente decidido, a la calle. Saludó a viva voz a don
Manuel quien le respondió el saludo de la misma manera. Con un ademán cortés
de su cabeza, Furno saludó a doña Lupe y a doña Ester a la vez que las
nombraba. Estas, casi con un gesto ensayado, le respondieron con el mismo
movimiento de cabeza mientras repetían, al unísono, la misma frase: -Buenos
días don Hernán!! Con
un agudo y corto silbido y manteniendo su brazo derecho en alto, saludó al
comisario y su ayudante que le respondieron con una guiñada de ojo y levantando
el mate, como en señal de convite. Furno
se agacho frente a su local para poder alcanzar el incómodo herraje de la reja
metálica protectora de su kiosco y precisamente en ese momento, Pappo, uno de
los cuatro perros callejeros de General Galbiati, se le acercó como todos los días,
moviendo el rabo en busca de una caricia y una palabra afectuosa. -Hola
Pappo- le dijo H. Furno mientras le manoseaba la cabeza. Pero en lo efímero de
una décima de segundo, un escalofrío le recorrió intensamente el cuerpo desde
los pies hasta erizarle los pelos. Toda su actitud de amistad, ternura y piedad
se transformó, en ese espacio imperceptible de tiempo, en pánico, horror y
agresividad. -Pappo,
me cago en dios, sos blanco- le gritó eufórico Furno al confundido can que
esquivó, como pudo, la inesperada y violenta patada de su agresor y que corrió
junto a sus tres compañeros de jauría que lo esperaban, pacientes, a tan solo
veinte metros de distancia. Todavía
atónito y sudando, Furno vio como el perro al que él mismo había bautizado
con el nombre de Pappo, se ponía en cabecera de jauría y guiaba a los demás
canes hacia el embarcadero. Levantó
la vista en dirección al destacamento policial pero el comisario y su ayudante
continuaban concentrados en la antigua radio intentando sintonizar, aunque sea,
el informativo de radio Caleta Olivia. Giró
sobre sus pies y en profundo estado de excitación le gritó al portero de la
escuela. -¿Manuel,
vio usted ese perro? ¿-Qué
perro?- fue toda la respuesta que recibió por parte del sorprendido portero. En
un estado de profunda crisis mental, con el cuerpo temblándole y sudando como
un afiebrado, buscó la posible salvación en doña Lupe y doña Ester. Alguna
de ellas tenía que haber visto al perro antes que él, puesto que para llegar
hasta el kiosco los canes debían haber pasado justo por donde ellas barrían.
Pero cuando las buscó visualmente, ninguna de las mujeres seguía en la vereda. Apenas
podía mantenerse en pie. La cara se le transfiguró completamente.Una hebra de
sudor helado como el frío de una daga, le atravesó la espalda por la línea de
la columna. Las rodillas dormidas, con escozores, parecían no poder aguantarle
el peso del cuerpo. Sus ojos eran la viva expresión de sus horribles
sensaciones. Se
desplazó como pudo hasta el interior de su negocio y luego de las primeras
ventas de golosinas y figuritas a los escolares, se fue auto convenciendo,
utilizando no un razonamiento coherente sino mas bien especulativo y optimista,
sobre la improbabilidad de haber sido la primera persona en ver a Pappo. Desde
las doce de la noche del día anterior hasta ese momento, alguien más tenía
que haberse cruzado con la jauría puesto que los perros vivían en la calle. Sumido
en ese tipo de pensamientos, se fue tranquilizando parcial y paulatinamente.
Poco a poco fue recuperando su habitual ritmo cardíaco. Los cosquilleos
cesaron. Las piernas dejaron de flaqueárseles y la rigidez de su rostro y su
mirada fueron desapareciendo.
*** Para
las diez de la noche nadie había muerto todavía en General Galbiati y prácticamente
la mitad de la población se consumía en sus propios nervios, como cartuchos de
pólvora con la mecha encendida que esperan, indefectiblemente, estallar. Muchos
de los pobladores negaban rotundamente haber visto a los famosos perros en todo
el día, pero la gran mayoría, los que sí habían tenido la desgracia de
cruzarse con la jauría, al no ponerse de acuerdo sobre quién la había visto
primero y quién después, comenzaron a desear, como nunca antes, la muerte
aliviadora de cualquiera de los otros 239 vecinos. El cinismo
cubrió a la población entera. Don
Luis y los más viejos no paraban de comentar, con alegría, lo bien que se sentían,
y los que recientemente habían padecido alguna enfermedad, parecían curados
como por obra de San Guchito. Los alcohólicos bebían agua, los fumadores
masticaban chicles y los jóvenes aventureros que dedicaban el tiempo libre a
buscar el riesgo en cualquier diversión, se entretenían ahora jugando a la
canasta y tomando té con galletitas de agua. Entretanto, Joaquín, el
sepulturero, había cavado una fosa enorme y profunda en la zona más agradable
y con mejor vista del cementerio considerando, en todo momento, que tal vez
estaba cavando su propia tumba. Sólo doña Emilia parecía ajena a la
preocupación generalizada e inquiría a los vecinos por un papel de fumar. Ante
semejante desajuste de lo habitual y pregonando que la última palabra la tenía
el todopoderoso, el cura convidó, a gritos, a la población entera de General
Galbiati a reunirse en la iglesia en misa extraordinaria y rezar. Así,
la iglesia se llenó por primera y única vez con las 240 almas compungidas que
imploraban al señor por el pronto fallecimiento del condenado y el fin de tan
insoportable incertidumbre, o bien por el perdón divino si eran ellos los que
debían acompañar a la mortal y enigmática señora de la oscuridad. Bajo
el techo de la casa de Dios y con lo apacible del murmuro que se crea en la
oración, un hilo de esperanza pareció brotar de las paredes y alcanzar a la
muchedumbre cuyos ánimos se fueron apaciguando. Pero con la primera y brusca
campanada de las doce de la noche, Hernán Furno, despertando de su letargo,
estalló como un volcán desenfrenado; corrió escaleras arriba saltando los
escalones de tres en tres, alcanzó la pequeña ventana del primer piso de la
iglesia, se coló por ella y de un salto intentó asir la antigua aguja del
minutero del reloj de la iglesia, como si deteniendo el reloj pudiera detener el
tiempo. La
vieja estructura no aguantó y antes que sonara la última de las doce
campanadas, Furno se encontraba muerto en la calle con el cuello partido. Doña
Emilia encendió uno de sus habituales cigarrillos de canabis, contuvo el humo
en los pulmones por algunos segundos y contemplando la insistente ceniza que
luchaba por no caer y el grácil humo que jugueteaba con la gravedad, sentenció: -Y
pensar que algunos nos dicen supersticiosos. J.
Berretta, el ayudante del comisario, fue el encargado de actualizar, a la mañana
siguiente, el cartel de 240 habitantes por uno de 239. Sera,
Bylakuppe, India. Febrero 2002 |
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