SUGESTIÓN
Autor: Hugo
Aqueveque
¿Han oído alguna vez
hablar a un muerto?…, es espantoso, tuve la oportunidad de escuchar a una
muerta en muchas ocasiones. Fue cuando niño, vivíamos con mis hermanos y mis
padres en una gran casa de quince habitaciones. Ocurría en la escalera que daba
hacia el segundo piso y en el pasillo al que llegaba ésta. No importaba la hora
del día o de la noche, solamente había que atravesar solo ese trecho de la
casona para escuchar la lóbrega voz. Hablaba al oído, con un susurro pastoso y
un timbre siniestro. Me llamaba por mi nombre y lo siguiente que experimentaba
era un escalofrío por todo el cuerpo asociado a una clavada dolorosa en el
pecho. Yo salía huyendo escaleras abajo con toda la rapidez de que eran capaces
mis trémulas piernas; a todos nos ocurría, inclusive a visitantes que se
quedaron alguna vez a dormir en el segundo piso de la vivienda, que por ese
tiempo, fueron bastantes.
Con mis hermanos, llegamos al extremo de no subir a nuestras habitaciones
si no lo hacíamos por lo menos entre dos, y cuando por una u otra razón se
encontraba sólo uno en la casa, nos resignábamos a esperar a que llegara
alguien más.
Por mi parte, viví con un miedo incapacitante durante tres o cuatro años,
un miedo que afectaba mi existencia en todos sus aspectos, influía mi estado de
ánimo, mi libertad, mis horas de descanso y también mi rendimiento escolar.
Una tarde, cansado ya del asedio que me acongojaba, reflexioné
concienzudamente al respecto, no podía continuar así, no era posible que me
sintiera inseguro en mi propio hogar, y me di cuenta que, aparte de la voz, no
había nada más a qué temerle. La supuesta alma en pena en varios años no nos
había causado perjuicio alguno, sólo nos hablaba, y tal vez, su quedo llamado
fuera de auxilio y no con el fin que nosotros le atribuíamos. Enfrenté mi
pesadilla ese mismo día, y la escuché de nuevo, pero esta vez no corrí, me
quedé parado esperando -no exento de temor- a que terminara o que sucediera
algo más. Sólo me llamó dos veces y fue la última vez que la escuché. Nunca
más la oí, aunque mis hermanos insistían en que seguía ahí y que los
continuaba amedrentando. Al transcurrir el tiempo y no ocurrirme más incidentes
en la escalera, llegué a la conclusión de que todo había sido producto de la
sugestión; fueron mis hermanos -menores y de fértil imaginación ambos- los
que comenzaron a hablar de la «voz del pasillo» y me contagiaron con sus
temores infundados, así como yo se los contagiaba a los visitantes que tenían
que subir esos peldaños.
Me sentí seguro de mi mismo, vacunado contra la sugestión, incrédulo
ante cualquier aparente hecho «sobrenatural» que pudiera presentárseme. «Esas
cosas no ocurren, es pura sugestión» les decía a los que a lo largo de esos años
hablaban de sus encuentros paranormales. En una ocasión, mis amigos del
vecindario me retaron a que demostrara mi teoría entrando de noche
completamente solo a un cementerio cercano. Lo hice, y los dejé boquiabiertos
con mi valentía imperturbable, además de ganarme unos pesos a cambio de mi
magna hazaña. Hasta los adultos admiraban mi coraje en una ciudad donde las
supersticiones son el pan de cada día. En el futuro, amigos y conocidos me
siguieron desafiando cuando se entablaba alguna conversación en torno a temas
de fantasmas y acontecimientos ocultos, y siempre les probé la reputación de
mi arrojo frente a cuanta historia de apariciones había. Todo fue bien hasta
que ocurrió lo de la playa, fue una situación muy distinta, donde experimenté
el terror a lo desconocido como cuando escuché esa voz femenina y espectral por
primera vez en mi niñez.
Fue a mediados de mi carrera de leyes en la universidad. Tenía
veinticinco años y el cansancio acumulado por la presión de los últimos exámenes
del semestre hizo que nos decidiéramos -entre varios compañeros- a realizar un
viaje para relajarnos y olvidarnos del mundo. Elegimos una playa llamada «El
Rincón del Diablo» por su lejanía y su belleza. Fue un viaje de una hora y
media por carretera, y al llegar nos instalamos de inmediato. Una carpa, cocina,
radio, sacos de dormir, lámparas, alimentos y mucho alcohol. Serían tres días
y dos noches, para lo cual estábamos bien provistos con dos botellas de whisky,
dos de ron, cinco litros de vino y veinticuatro de cerveza. Por la naturaleza
propia de nuestro viaje, no podían ir mujeres, era una expedición totalmente
para hombres, en definitiva, éramos cuatro aventureros en un vehículo. Una
camioneta grande, perfecta para algo así, pero dadas las características inhóspitas
del terreno de la playa en cuestión, debimos dejarla lejos de la ribera del
mar. Quedó estacionada a unos seiscientos metros de nuestro punto de estadía y
a unos seiscientos más de la carretera. Y entre el vehículo y la playa había
un campo sembrado de grandes y pequeñas rocas volcánicas, seiscientos metros
de piedras sueltas sobre la gris arenilla; un verdadero paisaje lunar. Aunque
nuestro vehículo hubiera sido un jeep todo terreno, no había manera de
que cruzara esa zona pedregosa.
Llegado y marchado el ocaso, alumbrados por una lámpara a gas y una cálida
fogata, y acompañados de música democráticamente seleccionada, nos dispusimos
a sentarnos frente al fogón a conversar y a bebernos nuestro cargamento de
fuerte. Empezamos lentamente con una de las botellas de ron, era una marca
cubana de excelente calidad, recién habíamos comido y además durante la tarde
nos habíamos bebido una buena ración de cerveza y vino cada uno, por lo que
nuestros estómagos estaban colmados. El cocinero había sido Miguel, aunque yo
le ayudé bastante; la cena fue un total éxito entre los comensales que
literalmente limpiamos los platos. Los otros dos integrantes del grupo eran Martín,
hermano menor de Miguel, y Pablo, dueño y chofer de la chevrolet.
Poco antes de las dos de la madrugada, a Miguel lentamente se le
empezaron a cerrar sus grandes y saltones ojos azules, tenía una capacidad etílica
muy mediocre, todos lo sabíamos, e incluso, hasta ese momento aún no probaba
el ron, su embriaguez obedecía apenas al vino tinto. Luego entró a la carpa y
de él no se supo más. Quedamos en pie los tres restantes integrantes de la
caravana. Martín era el esotérico, siempre vestido de negro, aficionado al
heavy metal, con sus veintitrés años era el menor del grupo, pero -y quizás
por lo mismo- el más resistente a la hora de beber. Tenía un aguante
impresionante y esa noche hizo gala de ese talento. De Pablo se podría decir
que estaba al filo del alcoholismo, quizás todos lo estábamos (la ciudad donde
vivíamos tiene las tasas más altas de consumo de alcohol y de insanidad mental
del país). Con Miguel eran los mayores; Pablo siempre se vestía formalmente,
usaba el pelo muy corto y hablaba correctamente, sin los modismos y distorsiones
en el lenguaje del chileno típico, era un tipo serio que irradiaba confianza,
pero a la hora de ingerir alcohol se transformaba en otro, era una especie de
doctor Jeckyll moderno, capaz de realizar las más descabelladas locuras.
Nuestra conversación tomaba aspectos de muchas materias distintas a medida que
avanzaba -con la pura excepción del derecho y la política-, pasaba por
doctrinas tan dispares como deporte, cocina, tecnología, cine, arqueología,
religión, sexo, historia, computación, actualidad, música, temas ocultos,
literatura y otros (son tantos los nexos que puede tener una conversación que
hacen que tome caminos diferentes, insospechados y amenos, pasando de un tema a
otro sin pedir consentimiento alguno, que resulta imposible pretender que la
charla no cambie de senda durante su desarrollo). La noche no era la que esperábamos,
demasiada obscura, sin estrellas y sin luna, no se veía absolutamente nada a
nuestro alrededor, pero todo lo demás estaba en nuestros planes, la frescura
del clima, el licor reparador, la conversación perspicaz, el sonido del oleaje
relajante, la fogata arrulladora y la música alucinante; nos habíamos olvidado
por completo de las leyes y los libros de derecho, nuestro fin se estaba
ejecutando.
Cuando nuestros relojes marcaban las cuatro, la bebida en gran parte ya
había hecho su efecto metamorfósico en nuestro amigo Pablo, lo notábamos por
la modulación de su hablar, por el aspecto de frutilla madura de su rostro, y
especialmente por el contenido incoherente de sus dichos. Cual Gregorio Samsa se
aisló de la conversación, manteniendo un perfil bajo, casi desapercibido,
dedicándose exclusivamente a escuchar en silencio, con los párpados cayéndoseles,
sin soltar la botella de whisky que había destapado, actitud ya conocida por
nosotros. Se veía mal, y en un momento derramó sobre la arena un poco de líquido
del envase sin notarlo, por lo que intenté quitárselo por el temor a que
dejara escurrir todo su contenido, se negó tajantemente a entregármelo, se paró
y dió un discurso emancipador de su espíritu y de su estado de lucidez con un
zapato totalmente metido en las brasas de la fogata, a continuación se zampó
un gran trago de whisky, demasiado grande a mi parecer, bajó la botella
lentamente y se quedó inmóvil, se veía muy inestable, como si le costara
mantenerse en pie, se tambaleaba como un barco a la deriva, hizo unas muecas de
bufón tragicómico inflando sus mejillas y abriendo sus ojos rojos con opresión,
yo sospeché algo y me levanté por precaución, de pronto Pablo tosió y como
una manguera descontrolada por una presión desbordante, con su pitón
absolutamente abierto y vencido, devolvió todo el contenido de su estómago
sobre la fogata y sobre el asombrado Martín. Lo cubrió entero con su vómito
nauseabundo, denso, de arroces fucsias como el vino; mientras continuaba
vomitando yo le arrebaté la botella de su mano. El ahora asqueroso y fétido
Martín estaba muy furioso, gritando, insultando, injuriando, jurando y
vilipendiando al viento, al cielo, al océano, a la arena y especialmente a
Pablo, tuvo que bañarse en el mar a esa hora, lavar la ropa manchada y
cambiarse con la que le quedaba, que era sólo una polera y unos cortos, y se
abrigó con una chaqueta de su hermano. Yo por mi parte trataba de calmar a
Pablo que estaba entrando en un estado de euforia, empezando por no reconocer su
calamitoso error. No tuve demasiado éxito, pero él, subiendo el volumen de la
radio, me comentó balbuseando que quería escuchar una canción en especial: «El
número de la bestia» y la cinta de Iron Maiden la tenía en la radio de su
camioneta, quería que lo acompañara a buscarla, y ante mi negativa, fue solo,
con la única linterna que teníamos y dejando una estela de humo tras de sí
emanada de su zapato derecho. Pensé que caminar un poco le haría bien, tomé
antes la precaución de despojarlo de las llaves de arranque del motor y de
advertirle, a modo de broma, que tuviera cuidado con que se le apareciera el
Diablo.
Descansamos por un rato de él, el sonido monótono de las olas
reventando nos fue sosegando y retomamos nuestra conversación, bebiendo con más
ahínco para pasar el mal momento. Nos olvidamos de Pablo, aunque un par de
veces nos preguntamos dónde estaba, pero nada le podía ocurrir en ese lugar,
no era tan estúpido como para meterse al mar a esa hora y la carretera estaba
lo suficientemente alejada. Así que seguimos bebiendo muy raudos, con una
botella cada uno, recuperando el alcohol espantado con el decadente espectáculo
del señor Hyde. Después de unos treinta minutos apareció; llegó corriendo,
con una mueca de horror en el rostro, respirando muy agitadamente, y por más
que le preguntamos que qué le había ocurrido, no respondía, estaba tan
aterrorizado que no podía hablar, mudo por una impresión potente, con un
aspecto de gravedad dramático, los ojos se le salían de las cuencas; nos asustó
mucho, le gritábamos que hablara pero no había respuesta, le traté de quitar
la linterna para mirar a nuestro alrededor pero hizo un ademán violento dándome
a entender que no la iba a soltar. Sólo nos restó esperar a que recuperara el
aliento, y para eso hubieron de pasar interminables quince minutos en los que se
nos pasaron terribles ideas por la cabeza. Cuando al fin habló, nos relató con
su voz completamente alterada, que viniendo de regreso hacia nosotros, alguien o
algo a sus espaldas lo tomó con mucha fuerza del cuello y lo lanzó al piso
violentamente, para tomarlo de nuevo y hacer lo mismo varias veces. Nos mostró
sus manos y estaban todas rasmilladas; lo revisamos descubriendo una aureola
roja alrededor de la piel de su cuello producto de algún fuerte roce, además
tenía un notorio moretón en el mentón por el que se asomaban algunas gotas de
sangre, sus ropas estaban totalmente inundadas de la fina arenilla fusca de ese
lugar. Nuestra primera reacción, y única por lo demás, fue negarle el hecho
de inmediato, «son ideas tuyas» dije yo, «hai tomado mucho trago y estai
viendo alucinaciones» agregó Martín riéndose; le traté de explicar que por
los indicios que había sólo se trataba de una caída, nada más que un simple
tropezón producto del mareo, y lo que sintió en su cuello fue por la sugestión
de su mente al estar en plena oscuridad en solitario, y si habían marcas en su
piel debió hacércelas él mismo al intentar retirar unas manos inexistentes
sobre su cuerpo. Pero no hubo caso, él insistía en que había algo allí a
nuestro alrededor, y lo que decía no sé por qué misteriosa razón me sonaba
tan creíble en mis oídos, y al mirar a Martín, notaba que algo parecido le
ocurría. Nuestras palabras no se escuchaban con la seguridad que hubieramos
deseado y las de Pablo, lamentablemente torcían las nuestras. Optamos por no
darle más tribuna ni al asunto ni a Pablo y nos sentamos de nuevo junto al fogón
aparentando desinterés, pero fue imposible concentrarnos en cualquier otra cosa
que no fuera él, nos distraía con sus insistencias y ruegos, nos tenía
intranquilos. En un momento pareció calmarse, pero al rato lo descubrimos junto
a la carpa, de rodillas, rezando y hablándole al cielo, no pudimos contener la
risa al verlo, era patético y cómico. Aprovechamos de hacer bromas al respecto
para animarnos y despejar la sombra incierta que sentíamos en el ambiente, pero
el nerviosismo en Martín y en mí era latente. Cada ruido que sentíamos nos
ponía en actitud alerta de inmediato, volteando nuestras cabezas de un lado a
otro intentando observar en la negra noche. Contraria a mi voluntad, la sugestión
poco a poco, después de años de ausencia, estaba retornando a mí. Todo llegó
a su límite cuando Pablo se paró frente a nosotros con sus ojos rojos, de
brazos cruzados, y nos miraba mientras conversábamos, sin mover un músculo de
su cara ni de su cuerpo. Tenía una apariencia distinta, un halo de malicia se
le asomaba en la mirada, su cara hinchada, deforme por la ingesta de licor,
tomaba una forma macabra con las sombras que le daban las llamas del fuego, un
gran lunar sobre su labio superior daba la impresión de una cucaracha caminando
por su rostro. Al principio lo ignoramos, pero pasado algunos minutos colmó mi
paciencia y aireado le grité :«¡ya! ¡hay algo ahí afuera que te tomó del
cogote y te tiró al piso! ¡¿y qué?!, ¿qué mierda querís que le haga?». Y
él me respondió flemáticamente, casi en forma burlona: «vamos a buscarlo,
pues». Fue una respuesta que no esperaba; estuve de acuerdo por lo demás, con
tal de que no jodiera más con el asunto lo iba a acompañar y daba por sentado
que Martín haría lo mismo. Ahí me dí cuenta del verdadero efecto que había
producido la paranoia de Pablo en él. Se negó a ir, dando como excusa que debía
quedarse a vigilar a su hermano que dormía, ¿vigilarlo de qué?, si no había
nadie en varios kilómetros a la redonda. Le dije enojado que era un perfecto
maricón y tomé un pequeño madero que aún no echábamos a la fogata y me
dispuse a hacer lo mismo con la linterna cuando Pablo se me adelantó. Se obstinó
en que él la llevaría, y para terminar con todo de una buena vez, no le discutí
más. Nos metimos en la penumbra, uno al lado del otro, Pablo alumbraba hacia el
piso, que estaba repleto de piedras y rocas de todos los tamaños. Caminamos
calmadamente unos instantes, sin novedad, de vez en cuando yo miraba para atrás
y notaba cómo la luz de la lámpara a gas y la de la fogata se hacían
diminutas en la oscuridad, fucionándose las dos en una, llegando a perecer mi
visión un cielo razo nocturno con una sola estrella en su espacio infinito.
También trataba de mirarle el rostro a Pablo para conocer el estado de sus
nervios, pero no había luz suficiente. Intenté conversar en dos ocasiones,
pero él con un "¡ssshhhhh!" de alerta me callaba al instante.
Calculé que habíamos caminado unos quinientos metros cuando Pablo me
tocó el brazo y me susurró: «por aquí fue». Nos detuvimos, y con la
linterna lentamente hizo un escrutinio del lugar girando en trecientos sesenta
grados sobre sus pies, estábamos nerviosos, mirábamos a la nada con
delicadeza, con sumo cuidado, la noche se puso fría y el sonido del viento
misterioso, yo trataba de mostrar valor, de darle a entender de que estábamos
haciendo el ridículo ahí, pero la estampa de Pablo era más poderosa que la mía,
y me contagiaba vertiginosamente con sus miedos. En un momento divisé una forma
blanca adelante, muy difusa, la sentí como un punzazo en el corazón, no hablé,
e intenté en forma desesperada y secreta identificar de qué se trataba, un
alivio impresionante me bajó los erizados pelos de la piel, lo que se veía
delante, de un color blanco muy tenue, era el vehículo de Pablo. Se lo comenté
y agregué que mejor regresáramos ya que ahí no había nada, él aceptó y
cuando nos giramos, Pablo dio un alarido fuerte y gutural que me espantó el
alma, un grito desgarrador, como un aullido venido del infierno: «¡¡ahí está,
mierda!!», y se largó a correr en dirección a la carpa. «¡Para! ¡para huevón!»,
le grité varias veces, pero la luz de la linterna no se detuvo y saltando de un
lugar a otro en ese fondo completamente negro, se alejó de mí en dirección a
la única estrella que se veía esa noche; la fogata.
Quedé solo, con un pulso súbito, temblando de miedo, con la compañía
indeseada del viento cantándome al oído una tétrica melodía, que
ineludiblemente me recordaba las películas de vampiros que en mi niñez me
acosaban en pesadillas, infructuasamente trataba de asimilar la oscuridad con
mis ojos, mis pupilas ya no podían dilatarse más, miraba en torno mío y no veía
nada en absoluto, tampoco -para mi alivio- veía el motivo de la huida de Pablo.
Decidí emprender el regreso, mi única referencia en ese espacio vacío era el
pequeño lucero que tenía quinientos metros al frente, hacia allá caminé, lo
hacía muy lentamente, tanteando con mis pies a cada paso que daba, esa lentitud
me desesperaba. Afirmaba mi caminata con el palo que llevaba, como un ciego y su
bastón extraviado en el mundo luminoso de los videntes; caí torpemente al
suelo en dos ocasiones provocándome leves heridas en las manos y en una
rodilla. Llegué a pensar que llegaría mejor gateando, pero desheché el plan
por encontrarlo irrisorio, o quizás era que en esa posición me encontraría más
vulnerable a un ataque…, ¡eso era una estupidez!, me negué a esa posibilidad
y preferí atribuir el rechazo de la idea a la primera razón. La incertidumbre
del piso me ostigaba, su irregularidad me irritaba y me desesperaba, opté por
hablarme a mí mismo para soltar los nervios, para sacarme la sugestión de la
cabeza, sin embargo, sólo recordaba el relato de Pablo, y algo me acosaba a mis
espaldas, algo me decía que tenía que apurarme, sin saber por qué sentía que
mis latidos aumentaban en intensidad, un sudor helado corría por mi cuerpo y me
penetraba con su frío hasta la médula, no podía caminar más de prisa, con
cada pisada mis pies tropezaban con algo. Después de unos minutos la luz del
fogón la veía tan lejos como al inicio de mi regreso, daba la sensación de
que no había avanzado nada, fui siendo presa de un nerviosismo extremo, de una
desesperación ahogada, me encontraba sin salida, y algo acechaba a mis
espaldas, algo caminaba detrás de mí, hasta podía sentir la respiración
excitada de ese algo, su aliento tibio pegado a mi nuca, el ruido de los pasos
en la arena siguiéndome, incluso sus pensamientos asesinos. «¡No puede ser!
¡no hay nada! ¡no seai imbécil!» me decía mentalmente porque ya no me atrevía
a hablar en voz alta. El miserable miedo me atrapaba, sentí más miedo que
cuando siendo un lactante esa inmensa cucaracha caminó sobre mi cara, más
miedo que cuando esa voz fantasmal me habló al oído por primera vez en aquella
casa misteriosa, más miedo que cuando fui apuñalado por esos delincuentes que
casi me matan. Estaba aterrorizado, completamente alterado, mi mente divagaba en
imágenes demoniacas, en sonidos de ultratumba, unos espasmos dolorosos acosaban
cada molécula de mi cuerpo, sentía ganas de orinar, ganas de gritar, ganas de
correr, pero nada podía hacer. El control se me iba de las manos, mis músculos
no respondían, mis pensamientos eran independientes a mis órdenes, mis nervios
estaban destrozados, y ese dominio, que no lo tenía yo, me obligó a, contra
todo deseo y voluntad, girar mi cuerpo y mirar lo que había a mis espaldas.
Pude haber muerto ahí mismo, hubiera dado cualquier cosa por poseer un
corazón débil, hubiera dado el alma por ser ciego, era espantoso, era Satanás
en persona en su forma más horrible, un monstruo de dos metros de altura, con
una cabeza inmensa, con manos gigantescas, uñas negras, largas y brillantes,
tenía vagamente una figura humana pero con todas las partes deformes y grandes,
era como un híbrido salido de animales y hombres enfermos y anómalos cruzados
por una mente morbosa, lleno de pelos gruesos, pelos de insecto de medio palmo
de largo y gruesos como alambre, tenía colmillos amarillos del tamaño de
navajas, su sonrisa demoniaca se asemejaba a un tiburón con su hocico abierto
triturando una presa. Sus ojos ocres resplandecían en la obscuridad cuan
diamantes hipnóticos, con pupilas de gato color almagre, sus cuencas debieron
ser inmensas, porque los globos oculares eran del tamaño de un puño, su nariz
eran dos orificios en su transparente y venosa tez, y de ellos brotaba un espeso
moco viscoso como pus. El animal -o lo que fuera-, no se movió del lugar donde
estaba parado, a dos metros de mí; me observaba con atención, una especie de
burla y odio destellaba en sus ojos mientras cúmulos de baba le caían por el
mentón con el jadeo. En la completa negrura podía verlo con detalle, como si
«eso» fuera dueño de una bioluminiscencia magnética en ese mundo abisal en
el que me encontraba. Traté de cerrar los ojos ante la horripilante imagen,
traté de voltear el rostro para no ver ese demonio, traté de obtaculizar la
visión con las manos para evitar mi pesadilla, traté de huir para no morir ahí,
pero no pude, estaba en un punto criscópico, sin siquiera poder pestañar, aún
hoy no sé si respiraba, estático, obligado por una fuerza invisible a observar
cada segundo de su presencia, con la capacidad justa de mis sentidos y fuerzas
para no caer desmayado o fulminado.
Su pellejo era obscuro, de un marrón o café brillante, reluciente, no
parecía piel sino un material sintético de un color café resinoso lleno de
surcos negros, su cuerpo estaba repleto de esos surcos, líneas que marcaban la
superposición de una capa de la piel sobre otra -o la unión de éstas-, así
como la textura en el abdomen de las cucarachas, su tronco entero era como el de
una cucaracha gigante, un bicho asqueroso de la talla de un oso. De entre lo que
pudiera llamarse sus piernas colgaba una manguera gruesa de unos cuarenta centímetros
de largo, era su falo, y era idéntico a una culebra de color castaño, tenía
inclusive escamas de reptil. Yo estaba petrificado frente a la visión,
fosilizado, con todos mis sentidos paralizados en un espacio de segundo, como un
sumiso cordero en día de fiesta esperando a que me matara, desollara,
descuartizara y comiera sin preámbulos; un olor a descomposición penetraba por
mi nariz, era un olor a exhumación, a emanación sepulcral. El ser se me acercó
con algo parecido a una mueca perversa esbozada en el rostro, y eso provocó que
un río caliente inundara mis pantalones hasta los tobillos. Con una de sus
garras negras dibujó algo así como un círculo en mi frente, apenas tocándome,
rosándome con su gélida uña, respiraba como un toro, echando vaho por la
nariz y el hocico, su aliento era espantosamente fétido, emitía un bramido
como de bisonte, ronco y profundo, entre sus dientes pude divisar asquerosos
gusanos blancos, gusanos como los que hay en un cadáver en putrefacción o en
la basura podrida. En su mano izquierda apoyaba un bastón, era apenas un roñoso
tronco de árbol, y en su parte más alta -para mi espanto- tenía ensartada la
cabeza de un hombre; me parecía la cabeza de niño por su tamaño, estaba
fresca, digo, recién cortada, goteaba mucha sangre, y bañaba el tronco y la
mano de la bestia.
Sin decir una sola palabra -si es que hablaba-, el espectro dio la vuelta
y se alejó caminando hasta confundirse con la obscuridad, en silencio; yo seguí
dibujado en una sola pieza en esa pizarra negra por un buen tiempo más,
congelado, mis sentidos no respondían, y mis pensamientos no sabían si huir o
quedarme ahí era lo más seguro. No sé cuánto duró mi elipsis cuando sentí
que la sangre volvía a pujar por mis venas, sentí un haz de electricidad
recorriendo todos los rincones de mi rígida anatomía devolviéndome la
facultad de mover los músculos, y por fin pude soltar el palo que llevaba en la
mano. Reaccioné. Busqué asustado lo que no quería encontrar a mi alrededor,
para mi gran fortuna y alivio no lo hallé, sin embargo, me sentí muy inseguro,
en peligro, aterrorizado, debía salir de ahí; una bestia del averno andaba
libre. Como un sonámbulo recién despertado di la vuelta desorientado para
volver a la carpa y sentí que mis piernas apenas me sostenían, el temblor
incontrolable que las poseía las doblaba en sus rodillas en forma constante al
apoyarlas en el piso con cada paso. Me sentía sin fuerzas, débil mi cuerpo, débil
mi humanidad, mis espiritualidad, mis creencias, débil Dios, cansada mi mente y
mi voluntad. Apresuré mis pisadas y me fuí de bruces al suelo, golpeándome
violentamente la cara contra una piedra, sentí la sangre manar por mi piel y un
dolor muy agudo en mi frente, mi rabia se equiparaba casi ya a mi miedo, y de la
mano de ella hundí mi rostro en la refrescante arena, lloré de impotencia,
lloré porque me sentí humillado, por ser un cobarde, lloré porque yo no era
nada. A los segundos, al intentar levantarme, con mis dedos rocé algo blando y
los retiré impulsivamente, por reflejo, toqué algo que no era roca ni arena,
no era nada que pudiera encontrase por ese lugar, presintiendo lo peor me resigné
y volví a estirar la mano temerosamente sobre esa negrura con textura
desconocida. En efecto, era blando, también helado, era la piel de alguien, era
un cuerpo humano, una lucidez intempestiva hizo presa de mis ojos y lo pude ver,
era el cuerpo de un niño sin cabeza, un tronco con piernas y brazos, blanco,
regado de sangre, sangre que manchaba mis manos, ¡sangre que veía en mis
manos! La voz detrás de mí mencionó mi nombre, fue como una orden, una voz
cavernosa y lúgubre, la voz de Satanás, como emergida de la garganta de un león
con la facultad de hablar. Un grito de espanto salió, no de mi boca, sino de mi
alma, me paré de un salto y salí corriendo enloquecido para caer pesadamente
al suelo, volví a pararme para caer de nuevo, gateé y gateé metros y metros
minutos y minutos, sin mirar, aterrado, ciego y sordo de espanto, sentía sobre
mí a cada momento un hacha que partía mi espalda, una bestia que mordía mis
piernas, un fuego que quemaba mi piel, una hoz que cortaba mi cabeza, una garra
que me desgarraba la carne, un cuchillo que me sacaba el corazón, y así llegué,
sin darme cuenta, donde mis amigos, preso de un ataque que destrozaba mi
resistencia nerviosa, gritando y llorando como un loco, como un niño con una
pataleta escandalosa, bañado en sangre y con un olor a mierda y orina
pestilente. Ni el whisky ni el ron que Martín, Pablo y Miguel me dieron a beber
en gran cantidad pudieron apaciguar mi ánimo ni acallar mis alaridos de
terror…
A los días después, ya consciente -en el hospital-, me enteré que
Pablo no había visto nada, que lo suyo había sido una cruel y premeditada
broma de mal gusto; había sufrido una caída mientras se fumaba un pitillo de
marihuana en la soledad, y el incidente le había provocado la brillante idea,
en la cual participé inocentemente. Pude comprender eso, y pude comprender que
lo mío no ocurrió realmente, fue sólo una ilusión. ¡El maldito alcohol! No
había bestia ni cuerpo decapitado en la playa, y la sangre en mis manos y en
mis ropas era de la profunda herida que me había hecho en un parietal. He
buscado en libros y enciclopedias y la visión de mi demonio no existe, fue una
invensión propia de mi mente, lo entiendo, nadie más ha visto una cosa así,
por lo que concluyo que lo que ocurrió esa noche fue producto de la sugestión
que me sugirió mi buen amigo. Si todo se resumiese de esa manera el asunto habría
concluido con unos días en el hospital y el olvido posterior. Pero todo no se
resume así. He visto mi pesadilla de nuevo, muchas veces, siempre que me
encuentro solo; sé que es una ilusión, no cabe duda que lo es, estoy
consciente de ello y se lo repetí al doctor hasta el cansancio: es una
alucinación, ¡pero es tan cruel tenerla!, es horrible ver a ese demonio a
diario, oirlo jadear, mirándome, sonriéndome, respirándome en la cara,
comiendo carne humana frente a mis ojos, darme la vuelta y que se me aparezca de
improviso, entrar en una habitación y cruzarme con su hedor, despertar en la
noche y escucharlo caminar junto a la cama. Mis nervios son una maraña de
impulsos eléctricos incontrolables, me provocan ataques compulsivos, me hacen
orinarme en los pantalones, cagarme parado, vomitar cuando como, las piernas en
cualquier momento ceden y mis huesos caen al suelo, mis brazos y manos son
capaces de matar a alguien sin yo pensarlo, mi cuerpo entero es un rimero de
carne espasmódica. ¡Es tan dificil vivir con el terror! ¡es imposible
destruir a la sugestión!, mi sugestión, la que me traicionó. Ahora tengo un
programa en la cabeza, una imperante orden que me provoca la infausta visión,
mi cerebro es un computador obediente, un procesador virtuosamente veloz, y ese
programa perpetuo se ejecutará hasta el último segundo de mi existencia.
Ha pasado mucho tiempo y no ha habido un solo día que no se presente el
monstruo que creó mi maldita sugestión, no me lo puedo sacar de la cabeza, mi
mente no puede desautorizar el eterno mandato, estoy condenado, desahuciado,
acabado, lo he perdido todo, mis estudios se fueron al carajo el mismo día del
viaje a la playa, no puedo trabajar por mi inconsistencia psíquica, mi familia
me abandonó después de que ataqué a mi madre y a mis hermanos viendo a la
bestia en ellos, pude zafarme de que me enclaustraran en un hospital psiquiátrico,
pero tuve que irme por el temor a seguir dañándolos. Ahora los avergüenzo,
cuando me ven me evitan como a un leproso. No tengo familia, no tengo casa ni
mujer, no tengo amigos, no tengo vida, vago por las desamparadas calles como un
sonámbulo, me convertí en un pordiosero que come lo que pueda encontrar en el
suelo o en la basura, y si no hay qué comer busco en las cloacas a las fieles
cucarachas que me alimentan con su substancia amarilla, bebo el agua corrompida
de las piletas públicas, duermo en rincones tapado con diarios viejos, cago en
los callejones o simplemente me cago encima. Mi pesadilla me acompaña siempre,
en todo momento, no deja de seguirme, ya no necesito estar solo para que se
presente, se ha convertido en mi sombra, en mis ojos, me acosa incluso en sueños.
Ni siquiera los mendigos son capaces de soportarme, los asqueo con mi olor a
mierda, los incomodo con mis ataques nerviosos, los ahuyento con mis discursos
sobre el infierno, los aterrorizo con mis matanzas de animales; me convertí en
un solitario, en un hombre solo, soy un paria, un indeseado, soy una rata
humana, un preso en el gran calaboso que es esta ciudad de autómatas
narcisistas, soy una rareza intocable, hediondo, sucio, baboso, que a donde va
deja una estela de pánico. Huyen de mi hedor a excremento putrefacto y de las
llagas abiertas en mi cara y en mi cuerpo que me provoco con las uñas por la
desesperación.
La visión me habla, me dice cosas, me trata de cobarde, de maricón, me
cuenta del averno y de lo que será mi alma junto a él. Me exige que lo dé a
conocer, me tortura y me obliga a hacerlo, me volví un predicador del infierno,
un reverendo hechizado; a veces en las esquinas céntricas hablo de él, afuera
de los bancos, de los supermercados, de los colegios, grito su nombre como un
evangélico alaba a Dios, y al caer el crepúsculo los policias y los guardias
me apalean por ello, pero sólo lo hacen los que no me conocen, para no volver a
hacerlo nunca más, porque a pesar de todo, mi indeseable guardián me protege.
Nadie que me ve una vez desea hacerlo en una segunda oportunidad. Él quiere que
lo adore, quiere que sea su servidor, su siervo, y en parte me he convertido en
ello, pero aún tengo algo de voluntad, aún me queda un poco de consciencia. Sólo
le he ofrendado perros, gatos y ratas, los mato y los desmembro con mis propias
manos para después comerles sus órganos y beber la sangre. Es repugnante,
vomito por horas, y al recordarlo lloro por la perversidad de mis actos. Vivo en
un continuo terror, en un odio permanente contra todo, contra Dios y toda su
miserable creación, envidio a la gente, envidio incluso a los perros callejeros
que se mueren de hambre sobre las aceras, toda existencia sobre este mundo es
mejor que la que llevo, no deseo seguir viviendo, no se puede vivir así, no se
puede vivir encadenado a este desgraciado, ¡qué daría por quitarme la vida!,
pero no puedo, le temo a sus amenazas, temo a la posibilidad de que esa bestia
sea real y no una alucinación, y que al traspasar el umbral mi existencia sea
peor que ésta.
Aquí estoy, metido en este gran basurero, tapado de deshechos hasta el
cuello por los cuatro puntos cardinales, cercado por los residuos sucios de la
sociedad, flanqueado por miles de inmundas moscas zumbeantes, ésta es una
creación de Dios, es mi hogar, un vertedero pestilente, no hay nadie en
absoluto a mi alrededor a excepción del maldito demonio; él está a mi lado
como de costumbre, babeando, mirándome, excitado, impaciente por verme ejecutar
sus depravados deseos. Es tan horrible el bastardo, he pensado en arrancarme los
ojos, pero no sería ninguna solución, lo puedo ver a ojos cerrados, y además,
lo escucharía de todas maneras. Dice que si cumplo sus deseos me hará la vida
menos miserable, dice que me dejará dormir por las noches. ¡Ahora me llama
"socio" el muy hijo de puta!
Que me perdonen Dios y los hombres por lo que haré, pero no me quedan
alternativas, después de trece tormentosos años soy capaz de todo por un
momento de descanso; ya no me resta voluntad, este acto acabará completamente
con ella y la reemplazará la sugestión para el resto de mis días, desde hoy
no lucho más contra mi mente y me entrego en cuerpo y alma al infierno, desde
hoy seré su esclavo. Él me indicó donde
encontrar el cuchillo y la botella de éter en el basural, me cuesta mucho
comprender cómo una ilusión puede hacer una cosa así, tal vez, después de
todo, el que me acompaña sea realmente el mismo Lucifer.
Abro el saco, el niño aún duerme, sobre el labio superior tiene el
mismo exacto lunar que el conchas de su madre de su padre.
-¡Despierta Pablito!…, despierta… Vamos a jugar.
Estocolmo, 20 de marzo del 2001
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