Succubus Autor: Marcelo Choren Se
acodó en la barra y pidió un Jack Daniel's. Sonaba un blues denso como el humo
del local. Vilma.
Pensó en sus ataques de furia y llanto, en sus desplantes, sus caprichos, sus
exigencias de mantenida con libreta. Pensó en los reclamos constantes de
aquella infeliz. En
la penumbra, distinguió unos ojos almendrados. Melena rojiza, boca sensual, la
sonrisa irónica. Se miraba en el espejo tras las botellas. Tomaba un trago
complicado, de esos que traen una sombrillita y dos sorbetes, como los de las
putas de las películas. El
barman le acercó el vaso tintineante y un cenicero. La
mujer pasó por detrás, tan cerca que él pudo sentir su calor y el perfume
dulce, pesado. Pensó
que necesitaba un cambio, darle un giro a su vida miserable. Se
concentró en el whisky, el asco le impidió saborearlo. Pidió otro. No
siempre había sido así. Al principio, se había llevado bien con aquella imbécil.
Ahora se arrastraban en el infierno. Antes
que verla, la anunció el aroma de su cuerpo. El gato se había sentado a su
lado. Sostenía un cigarrillo entre los labios. Le dio fuego con torpeza,
sorprendido. La mujer se inclinó hacia él, apoyó dos dedos en su hombro y
murmuró las gracias demasiado cerca de su oído, antes de volver a su lugar. Recordó
la luna de miel, las risas, la pasión. Los largos paseos por la playa, tomados
de la mano. Los caprichos de enamorada, para que comprara recuerdos del lugar. El
primer choque se había producido en cuanto volvieron del viaje. No duraron ni
dos semanas. Se
estremeció: había perdido práctica con las hembras; esa parecía capaz de
almorzarse a tres como él, antes de pedir la cuenta. La miró de reojo, ella
parecía estar en otro mundo. Al
bajar la mirada, descubrió una tarjeta, muy cerca del cenicero. Un rectángulo
de cartulina celeste pálido. Escrita a mano, una sola frase:
En
el reverso, un número. Vilma
se fastidiaba cada vez que él quería tocarla. Más de una vez la había
descubierto con los ojos en blanco. Mientras él trataba, inútilmente, de
penetrarla. Era como poseer un cadáver. Se
alejó de la barra y marcó desde su celular. El
tono de llamada, y a pocos metros el campanilleo, le llegaron de manera simultánea. —Hola... —Hola
—espió a la mujer pantera: sostenía el teléfono en la mano y lo miraba
divertida. —Ya
gastó su llamada —le dijo antes de colgar—. Invíteme una copa. Se
sintió estúpido. Una puta barata lo había enredado como si fuera un colegial. No
importa, pensó, ya no importa nada. Qué
bueno sería liberarse de una vez por todas. Mandarla al demonio, a la mismísima
mierda. Ella tendría otro ataque de desesperación: tomaría pastillas, se
cortaría las venas, tal vez recurriera al Colt... Se
acercó. —Marcia
—se presentó ella frunciendo la nariz. Era un juego conocido; le faltó
decir: lindo, chiquito o muñeco. —¿Qué
toma? —Lo
mismo —levantó el vaso casi vacío, la sombrillita mojada. Él
llamó al barman: una copa para cada uno. —¿Cómo
hago posibles mis sueños? —dijo con socarronería, esperando la lista de
precios. —Es
muy fácil —la sonrisa nació y se hizo ancha, rutilante—. Sólo debe pensar
en ellos, en sus sueños de siempre. —Ya
estoy pensando, ¿y cuánto tardarán en concretarse? —la conversación
empezaba a hartarlo ¿Por qué no le decía con claridad cuánto cobraba? Imaginó
a Vilma riéndose de él, apuntándolo con un dedo. —No,
no, no... —dijo ella, retándolo como a un chico; la melena, soltando
destellos de oro, acompañó la negativa—. Pruebe otra vez, pero con más ánimo.
Sus deseos no tienen fuerza, ¿sabe? Usted está rendido. —Bueno,
nena —cortó él—. ¿Cuánto cobrás? No nos andemos por las ramas. Marcia
estalló en carcajadas, echó la cabeza hacia atrás. Él
vio su cuello delicado, blanco, terso. Siguió hasta el nacimiento de sus
pechos, deseó hundirse allí. —Otra
vez equivocado, se me distrae. Mira lo que no debe —la mujer volvió a reir;
lo miró entre risueña y afectuosa—. Escuche bien: yo no formo parte de sus
sueños. Debe concentrarse, ¿entiende? Qué
distinta a su propia mujer, tan fría, tan agria. —Marcia,
vámonos de acá. Poné el precio que te parezca. En menos de diez minutos
podemos estar... Ella
le puso un dedo en los labios. —Shhh...
Sólo yo sé —dijo, imitándolo— dónde podemos estar en diez minutos. Le
doy una última oportunidad. ¿Va a desperdiciarla? Mire que no tendrá otra... Un
destello extraño le cruzó los ojos. ¿Estaría
loca? ¿Qué
pierdo haciéndote caso?, pensó. Pronto me darás una cifra para acostarte
conmigo. Surgió
una idea. Apenas una chispa en la tiniebla. Vilma... Vilma
olvidándolo definitivamente. Dejándolo
volar. Ese
sí que era un buen deseo, sueño imposible. —¿Ve?
—la voz de Marcia, lo trajo a la realidad—. Cuando quiere, se me concentra. —¿Ya
está? —Ahora, el que sonaba risueño era él. —Le
dije que era fácil —parecía cansada—, pero ya tengo que irme. Gracias por
la copa. —¿Cómo?
¿Así como así? Pensé que venía la parte divertida... —Adiós
—ella bajó del taburete. Salió tan rápido que él no atinó a decirle nada. Confundido,
pagó y se fue. Al salir, Marcia ya había desaparecido. La
cálida brisa nocturna lo envolvió mientras caminaba. Llegó
a la puerta de calle. Le
temblaron las manos al buscar la llave. Forcejeó con la cerradura. Entonces
recordó la tarjeta: “Tus sueños son posibles”. ¿Qué
pasaría si eso fuese cierto? ¿Qué
pasaría si Vilma lo hubiese olvidado? ¿Que
pasaría si, su Vilma lo hubiese olvidado para siempre? Abrió
la puerta, llamándola. Lo
acallaron con dos estampidos. Vilma
miraba desorbitada —con el Colt aún humeante entre sus manos—, el cuerpo de
ese intruso que, antes de caer, la había llamado por su nombre. Buenos Aires, marzo de 2002
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