Salir en uno de esos días

Autor: Mauricio de la Garza

Sería Salvador ese día.

La cuestión era ponerse uno la meta como algo irremediable. Sentirla así. Con el tiempo se había vuelto más fácil; la práctica me fue convirtiendo en un maestro. Nunca he encontrada las causas por las cuales tomo esa decisión; me gusta pensar que es algo tan complicado, tan fuera de cualquier comprensión, que debemos de nombrarlo como un estricto azar.

Cuando salí a la calle ya había desayunado. Empero, empecé desde el desayuno. Si comía la fruta de siempre con el jugo de naranja, caería acaso de nuevo en mí, y ya no sería lo que en ese momento pretendía. Tomé dos huevos del refrigerador y los vacié crudos en un vaso. Eso y una cerveza fueron mi desayuno. El día siempre era más prometedor cuando uno procedía así; la mañana era realmente un despertar.

            La mentalidad era la de un audaz, controlando su entorno con habilidad y seguridad. Ver a los ojos a las personas y sentirse grande e importante. Caminar con una sonrisa. Observar a las personas como mortales; vivos en un pequeño lapso del tiempo. Las edificaciones construidas por muertos, y nosotros sus insistentes fantasmas. El presente: su futuro y nuestro pasado. Ser la visión que ve. Yo, el iluminado.

            No fue sino después de salir a la calle cuando decidí que iría al bello y modesto puerto. Tan sólo se encontraba a unas diez cuadras de mi departamento. En el trayecto, saludé a los primeros tres desconocidos que vi, dejándolos un poco perplejos y preguntándose de donde diablos me conocían. Al hacer eso, eran realmente pocos los que me decían que los debía de estar confundiendo con alguien. Es como si no quisieran ofenderme al decirme que no se acordaban de mí. Canté varias canciones, sonriéndole a las mujeres que me veían simpáticamente extrañadas. Siempre eran a los hombres a los que más les incomodaban mis pequeños actos. Es rutinario que por lo menos uno me diga que me calle, le levante la mano a forma de saludo y prosiga con lo mío.

 

Era verano. Tiempo de ocio: tiempo de reflexión.

Todo esto empezó una tarde. Había ido a pescar solo a la laguna, pero la ausencia de peces, o mi inhabilidad en ello, me condujeron a sentarme relajado y taciturno a ver nubes, árboles, la laguna, y otros objetos, aunque de carácter distinto, como la lata de cerveza flotando suavemente, recordándome las calles y tiendas a mis espaldas.

Pensé en la dicha de esa libertad. Me di cuenta que solo, era dueño de mí, pero también que al no estarlo, la dominación externa sobre mí era fatalmente considerable. Pero al no poder estar solo siempre, ni quererlo, era inevitable al parecer no ser yo en momentos. Había sido ese yo borroso entre otros, el translúcido, y mientras lo fuera, no sería libre totalmente.

Es difícil precisar cuando exactamente pensé en inventarme y actuar bajo las ocurrencias del momento. Al abandonar por completo al yo solitario, ya no era ese medio yo, el borroso. Podría ser mucho más libre al ser otro. Aunque claro estaba ya desde entonces que no siempre podría ser otro: sería agotador.

Me dirán probablemente algunos que realmente son ellos mismos entre otros, que no conocen al borroso yo. Me pregunto si esas personas realmente conocen a su verdadero yo.

           

             La idea me llegó al ver el McDonald’s. Establecería una conversación con el cajero: Quiero una como esa. (señalo la foto) Claro, es una BigMac, va a querer papas para acompañar su orden? No, ¿y usted no quisiera una calculadora gráfica? ¿Una calculadora gráfica, me la regala?, no lo entiendo. Lo mismo me preguntaba yo acerca de las papas. El caso era que planeaba una conversación en ese estilo, acaso decirle que se había confundido, que yo quería una como la de la foto y no la porquería que me daba, pero no señor, es la misma, ¿la misma?, insinúa que soy un ciego o un idiota…

            Pero no pude haber previsto todo, la recreativa conversación pasó a segundo plano cuando entré. En lo que habrán sido dos segundos después de haber cerrado la puerta, la puerta del cielo al parecer, divisé en la mesa del fondo a una chica-angel que aparentaba detener al tiempo. Tenía ese aire que siempre me había gustado, una inocencia con perversidad, llamándome sin llamarme…

–Hola –dije acercándome–. Estoy loco.

No me respondió. Me miró asombrada, mas no asustada. Me senté sonriendo.

–Me llamo Salvador y tengo una bicicleta. Tiene una canasta, una campana y cosas para que se vea bien.

–Qué padre que tengas una bicicleta –dijo en su intento de ser sarcástica y abandonar su silencio.

–Eres el tipo de chava que se ajusta a mi mundo. Te daré cualquier cosa, todo, si quieres cosas.

Sonrió un poco nerviosa.

–¿Y cómo es que se te conoce a ti, mi chica surrealista?

–Gina –suspiró lentamente–. La verdad no creo que estés loco.

–Ni los psiquiatras concluyen tan rápido. Para mostrarte mi bondad, te daré el tiempo necesario para que me conozcas y vuelvas a juzgar, pues al parecer no estas muy convencida.

            –¿Siempre eres así?

            –Solamente cuando soy Salvador. Ddooii-ddooii.

 

            Me sorprendieron Carlos y Diana. Había estado tan concentrado en mi conversación, que no los vi entrar. Sufrí un pequeño escalofrío; nunca soy Salvador entre gente conocida. Los miré un poco nervioso con la diminuta esperanza de pasar desapercibido. Les di mi espalda tratando de ser indiferente a ellos. Si se acercaban, todo estaría perdido.

            Cuando me di la vuelta, no podía creer mi suerte al no verlos en ninguna parte. Ya no estaban en la caja registradora, ni en alguna mesa al parecer. Sentí un alivio. Miré a Gina un poco sorprendida de mi aparente distracción y silencio. Empecé a sentir de nuevo la energía misteriosa fluir en mí.

            –Gina,  ¿me acompañas a dar un paseo? A dónde quieras. Al parque, a las calles, fugarnos a otra ciudad más interesante…

            –¿Por qué, no te gusta esta ciudad?

            –Hola, ¿cómo estas? –dijo la voz que reconocí de Carlos–. ¿Qué casualidad encontrarnos aquí, no crees?

            (Maldita sea, el destino me castigaba sarcásticamente) Podría decir que era palpable el sentimiento de Salvador abandonándome.

            –Lo mismo digo yo, qué casualidad. ¿Lo qué es el azar, no?

            –¿Y que has estado haciendo últimamente? –preguntó Diana.

            (Disfrutando de la vida hasta que llegaron ustedes.)

            –No mucho, lo mismo de siempre, ¿y ustedes?

            Bienvenidos al borroso yo.

 

            Salí sin más, dejando a los excelentes ojos y cabello que eran Gina en el McDonald’s. Sentí el aire caliente de la calle como una mortal radiación. En mi mal humor, las pequeñas incomodidades frecuentemente se vuelven grotescas. La música de un invisible estéreo me alejaba de mis pensamientos. Me dirigí al parque.

            ¿Cuál era la razón de esa incomodidad tan terrible de ser Salvador entre conocidos? Posiblemente porque soy un loco que no está loco. Conocerían esas personas a mis actuaciones, lo que creerían como un desorden patológico psicológico, si es que en verdad no lo era; realmente me preguntaba. No faltarían las citas con doctores, ser tratado como leproso, el exilio de la sociedad. Acaso podría explicarles, pero sentía que provocaría la perdida de toda su gloria. Tal vez la explicación no serviría de nada, y lo mismo…

            Es difícil romperle a alguien la imagen que tiene de nosotros.  Es como darle una traición, decirle que lo que le habíamos dado era una farsa: un acto. Soy un mentiroso y no tienes porque volverme a creer.

            Bajo la sombra de un árbol noté que todavía quedaban restos de Salvador en mí; acaso lo suficiente para regresar a ser él, pero temía necesitar algo más: un puente hacia el otro lado.

           

            Fue al ver al hijo de papi, un niño rico, cuando se me vino otra idea. Podría ser la víctima perfecta: el puente.  Acababa de bajarse de su BMW y se encaminaba al parecer hacia la papelería. Dejé que entrara. Aproveché el momento para correr un poco, cuando saliera quería aparecer agitado.

            –¡Te van a secuestrar! Sígueme –jadeando, le dije tan sólo salió.

            –¡¿Qué?! ¿Quién? –me dijo realmente preocupado: con toda credulidad. Al parecer siempre se había imaginado la posible víctima de un secuestro.

            Corrí hacia atrás de unos arbustos y le volví a decir que me siguiera. Me tiré al suelo, me quité la camisa y me tapé la cara con ella. Funcionó: también él se la quitó e hizo lo mismo. No hablaba, realmente estaba asustado.

            –No te muevas, en cualquier momento pueden venir.

            –¿Y tú cómo sabes? –dijo en una voz apenas audible.            

            –Me secuestraron hace dos semanas.

            –¿Pero cómo te enteraste?

            –Ahora no te lo puedo decir. Baja la voz. Tranquilo.

            Se mantuvo en silencio un momento. Todavía nos encontrábamos detrás de los arbustos, acostados en la tierra, viendo hacia la calle y con la camisa en la cabeza.

            –¿Seguro que van a venir? ¿Y a ti que te hicieron?

            –No mucho. Me metieron unos tubos y me hicieron cosas que creo fueron experimentos.

            –¿Qué? –dijo ya un poco dudoso de todo el asunto–. ¿Cuánto tuvo que pagar tu papa?

            –No seas tonto, no cobran. Para que van a querer unos extraterrestres dinero. ¿Las cervezas o qué?

            –Imbécil.

            Solté una carcajada que probablemente le dolió. Se puso la camisa y se marchó tratando de pretender que nada había ocurrido. En lo que abría la puerta de su carro, le di las gracias. 

 

            Me senté un rato a descansar, sin embargo no pude permanecer así mucho tiempo. Se me venían a la mente miles de formas de emprender esas horas de la tarde. Para lograr que se conservara siempre interesante el ser Salvador, era necesario mantenerme innovando actos, nunca volviendo sobre terreno ya recorrido.

            Tomé una rama del suelo y la utilicé a suerte de bastón para poder cantar y bailar toscamente “New York, New York” mientras caminaba hacia…

 

***

 

            Un cansancio mental me abruma y siento que debo parar de escribir por el momento. Me doy cuenta que tengo hambre y ya es la una de la mañana. No recuerdo cuando me senté a escribir esto. Me cuesta un poco salirme de mi escrito y aceptar de nuevo esta realidad que es mi cuarto, la cama, el escritorio y el verde sofá.  Dejo sin finalizar esto, confiando de alguna manera que volveré otro día a ser Julio para terminarla con algo más parecido a una conclusión.

 

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