PURISMO Y FOBIA
CRÍTICA EN EL SEÑOR AGUIRRE
(Carta abierta)
Autor: Maria Geldstein
Estimado Señor Aguirre:
En
principio, quisiera referirme a sus apreciaciones respecto al debate Banegas-Mármol
(del cual me excluye, quien sabe por que razón). Creo, contra su opinión, que
dicho debate no carece de contenido, a pesar de algún que otro exabrupto, que a
lo sumo aporta un condimento gracioso y nos hace reflexionar acerca de ciertas
estrategias narrativas de la injuria (Borges escribió un delicioso ensayo sobre
el tema, titulado “Arte de injuriar”, que
está incluido en Historia de la Eternidad).
De cualquier modo, creo que allí se debaten ciertas problemáticas en torno a
la literatura y este debate, a mi entender, tiene ribetes más que fructíferos.
Como en el caso de mi crítica al cuento de Mármol, usted pareciera pretender
una comprensión cabal del sentir de todos los lectores, lo que le permite
decretar que el debate es estéril y mal educado; desde luego, no estoy de
acuerdo con esa generalización.
En
cuanto a mi lectura del cuento El cuaderno de Alejandro Mármol, reivindico dicha lectura como
una lectura crítica, mal que le pese a usted. Contra lo que usted presupone, leí
atentamente el cuento y vi en ese texto la posibilidad de seguir una línea de
lectura personal, que creo haber constatado (quizás deficientemente) en mi análisis.
Esa línea de lectura que encontré en el cuento corroboraba un cuerpo de ideas
previas, es cierto, y no podría ser de otro modo: ¿puedo acaso decir que un
cuento habla acerca de la “identidad” sin tener previamente una noción mínima
acerca de este concepto? Pero lo que usted sugiere es que acomodé mi cuerpo de
ideas (que según usted eran las únicas que me importaban) al cuento de Mármol,
y que fingí, forzando el texto, que estaban allí. Presuposición francamente
descabellada: simplemente leí en el cuento ciertas operaciones que me
resultaron sumamente sugestivas y me aboqué a escribir una crítica sobre dicha
lectura. Eso fue todo. Las especulaciones paranoicas corren por su cuenta y no
puede hacerme cargo de ellas.
Respecto
a la comparación con los textos del Señor Russo, me parece que no es
pertinente. Aclaro que los escritos de este Señor me parecen más que
interesantes (recomiendo su lectura, que encontrarán en la sección Cine
de esta misma página), pero es una grosería entender que realizan el
mismo trabajo que mi crítica. Considerando que los textos de Russo refieren a
películas de cine, es más que lógico que las suyas no sean críticas
literarias (como usted dice), a lo sumo serán críticas cinematográficas; en su involuntario error se desnuda el carácter
forzado de su comparación. En los artículos de Russo, las películas disparan
una reflexión que las contiene pero que no es su exclusivo objeto. Mi análisis,
en cambio, se atiene a trabajar sobre la textualidad misma del cuento, al cual
se refiere en todo momento. Lo que no quiere decir, bajo ningún punto de vista,
que se proponga como el significado último (ni primero) de dicho cuento. Es tan
solo una simple lectura crítica.
Como
usted no lee lo mismo que yo, concluye que mis afirmaciones nada tiene que ver
con el cuento. Pareciera que para usted, el cuento tiene un único posible
significado dado por el autor y compartido por todos sus lectores (entre los que
se destaca usted). Dice que lo que expongo en mi lectura no “es” lo que dice
el texto, como si acaso se pudiera dictaminar de manera terminal un único e
inalterable significado, una verdad absoluta que nos dijera qué “es” lo que dice un cuento.
Fóbico
a la crítica, la rechaza porque la siente como una amenaza frente al texto
literario, que se supone intocable. Desprecia a los textos críticos, encontrándolos
sospechosos, suponiendo ilusamente que, por algún artificio perverso, pudieran
contaminar, pervertir, deformar o directamente aniquilar el texto literario al
que leen. Una vez más, sus pulsiones puristas lo llevan a defender lo que no
requiere la más mínima defensa. Le repito lo que dije en mi nota anterior: el
cuento El
cuaderno del Señor Mármol sigue igual, intacto, sin una coma de más
ni una coma de menos, tan bello y sugestivo (todavía dispuesto a la lectura de
quien quiera disfrutarlo) como antes de mi impertinente crítica literaria.
Reivindico,
con usted, el carácter independiente y literario de la lectura crítica. Vuelvo
a decir que no hay razón para considerar a dicho texto a la sombra del texto al
que pretende leer. Pero disiento por completo con su propuesta, según la cual
mi trabajo (que es una lectura crítica) debería ser leído independientemente
del cuento del Señor Mármol. Dicha proposición equivale a condenar a mi texto
(crítico) a una lectura más que empobrecedora. Ocurre que la crítica propone
un texto cuyo objeto acerca del cual escribe es otro texto (mi trabajo crítico
es un texto cuyo objeto es el cuento El
cuaderno); dejar de considerar el cuento del que es objeto la lectura es
resignarse a perder (¿o debo decir despreciar?) gran parte del contenido de
dicho análisis. Tengo la impresión de que lo que usted teme en la proximidad
de esos dos textos no es otra cosa que la posible contaminación del cuento.
Recomienda, en un gesto higiénico que recuerda en mucho a un padre
sobreprotector, que ambos textos no sean leídos juntos, que su defendido (el
cuento) no se junte con la (mala) influencia corruptora de un texto crítico. El
absolutismo necesita de la vigilancia perpetua de su verdad, que debe permanecer
incontaminada: no vaya a ocurrir que se descubra que el conjunto de las
manifestaciones simbólicas (aquellas que dan sentido a la existencia) tienen más
de un significado, e incluso significados que permanecen ocultos para aquellos
que las producen. Aceptar la desmesura, la diversidad, el equívoco, la
contradicción, la inestabilidad ontológica que supone la negación a la verdad
revelada y al significado único, es una laboriosa tarea que supone socavar
nuestros miedos y nuestras más íntimas creencias (aquellas que heredamos y, se
supone, deberíamos reproducir). Claro que el ejercicio de esta dialéctica nos
depara un universo mucha más rico (más complejo y por lo tanto más peligroso)
que el aburrido conformismo con la estabilidad inquebrantable de una certeza sin
fisuras.
Volviendo
a su texto, y sin pretender ofenderlo, debo decirle que manifiesta una sugestiva
ignorancia respecto a qué es la crítica y, más específicamente, qué es un
texto crítico. Su desconocimiento, me parece, lo obliga a rondar en los
diminutos límites del estereotipo: desconsidera a la crítica, a su posible
caudal creativo, a su pertinente circulación de ideas, a la excelencia de sus
textos que, en muchos casos, son más que disfrutables. Le hago esta objeción
acerca de su presunta ignorancia, ya que, me parece, es el tema que nos convoca.
Me permito recomendarle dos libros ejemplares de crítica literaria que leen a
dos de los mejores escritores argentinos del Siglo XX: Sexo y traición en Roberto Arlt
de Oscar Masotta y Las letras de Borges de Sylvia Molloy.
Me
atrevo a esta recomendación, porque quizás mi texto crítico sea una pésimo
ejemplo y un mediocre comienzo para alguien que se interese en la lectura crítica.
Pienso honestamente que dicho análisis carece del rigor necesario, de pruebas
textuales (citas) que constaten mis dichos y sostengan el entramado
argumentativo, y un recorrido más detallado de ciertas puntas de análisis que
apenas sugiero. Creo que el cuento del Señor Mármol merece una lectura más
elaborada y atenta. Quizás debería comprometerme a trabajar en esa dirección,
y así poder entregar una versión más presentable de mi estudio crítico.
Por
último, quisiera hacer ciertas aclaraciones en torno a las objeciones que usted
hace respecto a la complejidad escrituraria de ciertos textos. Su afán purista
lo lleva al extremo de objetarme ciertas operaciones de escritura (a la que
llama equivocadamente barroca), que, según usted, intimidan al lector de esta página.
Una vez más se coloca en el lugar de los lectores y supone aquello que les
ocurre frente a los textos, como si acaso usted fuera una especie de entidad
ubicua capaz de constatar la experiencia lectora de todos los circunstanciales
visitantes de la página. Dejemos, se lo ruego, que los lectores tomen la
actitud que les parezca más conveniente. Por otra parte, es llamativo que esta
objeción acerca del hermetismo del un discurso se la haga a un texto crítico y
no a un cuento. Una vez más, da cuenta de su infundada valoración desigual
respecto a estos dos géneros.
Sospecho
que utiliza la palabra inhibición
porque yo misma la utilice en mi debate con el Señor Banegas, objetándole el
carácter inhibitorio del engrosamiento desmedido de las categorías de Autor y
Obra. Insisto en rechazar la supuesta autoridad del Autor con mayúsculas (la
presencia hiperprestigiada de algunos Nombres); y la rechazo porque no es
pertinente, porque se atine al fetichismo de un mero sonido (el nombre mayúsculo
del Autor) que, por razones justificadas o no, ha sido mitificado. Y el mito, es
sabido, sacraliza, glorifica y aleja: es decir, se torna inaccesible y, en última
instancia, ilegible, cosa que no queremos para nuestros textos. Dios (El Autor)
es siempre una distancia insalvable, una entidad granítica frente a la cual no
hay dialéctica posible: sólo se la puede alabar.
Por
el contrario, sostengo y festejo cierta inhibición producida por el texto
mismo, por sus zonas ríspidas, aparentemente inaccesibles, incómodas, difíciles.
Las acepto por pertinentes, porque lo que leemos son precisamente textos (no
Autores), y si ciertas partes de esos textos nos resultan inhibidoras, debemos
asumir y asimilar esta circunstancia como parte de la labor lectora, pese a sus dificultades
(o tal vez por ellas mismas). Resignarnos a rechazar aquello que en
principio se nos presenta como dificultoso, en pos de cierta transparente
fluidez de la prosa, equivale a mediocratizar nuestra escritura (o al menos a
coartarla) y a limitar nuestra capacidad lectora y reflexiva.
Sylvia
Molloy, en la introducción al libro crítico que antes le recomendé, refiriéndose
a las dificultades a la que suele
enfrentarnos la lectura de algunos textos de Borges, reflexiona acerca de este
lector devorador de textos, que acepta sólo una prosa fluida y que se incomoda
frente a las zonas ríspidas. Nos dice:
Las
“marcas” que rompen ingratamente la fluidez del texto se incorporan con
alacridad, en el sentido más lato, más crudo: con el fin de eliminarlas con
mayor rapidez. Esta triste metáfora corporal no es del todo impertinente: señala
una voracidad que ya no sabe distinguir sus apetitos. Tanto el cuerpo como el
lector se han aprendido a olvidar un ejercicio de reconocimiento que acaso los
haría vivir –y leer- de otro modo.
Detenerse
en lo que se incorpora: en el puro placer físico pero también en lo que, en un
primer momento, pueda parecer extranjero a un cuerpo, a una lectura. Detenerse
en una inhospitalidad recíproca: permitirse el tiempo de reconocer lo extraño
y de reconocerlo dentro de sí: dentro de los límites del “invisible
esqueleto” que, sabemos, nos compone; dentro del invisible texto que –aunque
quizás lo olvidemos- también nos define. ¿Qué otra cosa es, por fin, leer?
La
superstición del texto fluido –texto que mina una superficie lisa, texto
llevadero (acaso el más peligroso aunque el hecho no surja como evidente)-
inaugura malas costumbres. Una: el sobresalto ante la ruptura imprevisible.
Otra: la confianza ante una posible fluidez de rupturas acumuladas; no otra cosa
fueron , en su mayoría, los “collares” de imágenes vanguardistas. En otras
palabras: sólo se contempla la posibilidad de que el texto pase por nosotros;
pocas veces, que nosotros pasemos –y nos demoremos, acaso desconcertados- en
el texto; aun menos que el texto, o alguno de sus incómodos fragmentos, se
demore dentro de nosotros.
Sylvia
Molloy, en Las letras de Borges.
Sin más, saludo a usted, sureño caballero, atenta y cariñosamente.
María Geldstein (eternamente a su disposición).