Parásitos

Autor: Marcelo Choren

 

Era entrada la noche cuando llegamos a “La biela”. Pensé que cada vez nos parecíamos más a los zánganos de “Los inútiles” de Fellini. Elegimos una mesa de la vereda. Hacía frío y lloviznaba, pero los mozos habían puesto una sombrilla gigante para que nos refugiáramos (Pancho insiste en que se pasa el día encerrado, y que no hay fuerza humana capaz de mantenerlo adentro). No le discuten nada, él los mira serio y los tipos del bar hacen lo que les pide.

Así medio cagados de frío, tomábamos cerveza y comíamos unos lomitos. Mientras, contábamos chistes obscenos observando a las mujeres que caminaban por la esquina.

Y entonces pasó esa rubia perfecta, envuelta en un impermeable amarillo. Fui el primero en detectarla.

—Ahí va mi cena... Me paré, soltando unos billetes sobre el mantel.

—Suerte, tigre —dijo Pancho y me guiñó un ojo.

—Hasta mañana —se despidió Cachito.

Beto gruñó un saludo y me dió una palmada en la espalda.

Empecé la cacería. La rubia me había sacado media cuadra de ventaja.

Usaba el pelo corto y lacio. Llevaba las solapas levantadas y las manos en los bolsillos. Las caderas se balanceaban sin ostentación, de un modo natural.

Me adelanté por la otra vereda. Crucé esquivando los autos y esperé a que pasara: ojos verdes, boca un poco grande. Me miró de soslayo durante menos de un segundo.

Haciéndome el distraído, encendí un cigarrillo.

Caminó un largo rato, primero tomó Junín y luego Vicente López. Se detuvo frente a una boutique.

Acorté la distancia. El viento hizo aletear el impermeable, y entonces pude apreciar una minifalda negra y unas piernas largas. Ella se miraba en la vidriera; sacó una mano fina del bolsillo y se corrigió el rouge con el filo de la uña.

Tenía alianza.

Una presa de lujo, una mujer hecha y derecha. Nada de mocosas histéricas, que me hacen comer papas fritas y hamburguesas con ketchup. Nada de gaseosas en vaso de cartón. Esta era una candidata para champagne y langosta en Puerto Madero o Las Cañitas. Para bailar hasta tarde con temas de Sinatra en vez de cumbias.

Giró hacia la calle, de inmediato se dio cuenta de mi presencia. Bajó unas pestañas sedosas y se arrimó al cordón  de la vereda. No quise dilatar más el juego  —si subía a un taxi, se me escapaba—. Me acerqué con discreción, evitando espantarla. Cuando estuve a su lado me enfrentó, inspeccionándome de arriba a abajo. La mirada dura, labios apretados.

—Te estaba esperando... —dije con dulzura, mientras clavaba mi vista en el fondo de esos ojos centelleantes.

Abrió y cerró la boca dos veces sin articular palabra. La lucha era intensa. Le pasé el dorso de la mano por la mejilla, que se crispó en el contacto.

—Yo... yo no sé...

Voz timbrada, un poco mecánica. Los ojos verdes relampaguearon una vez, antes de opacarse. La tomé del brazo —luchó y cedió casi en el mismo instante—, dimos la vuelta por Quintana.  La mesa con la sombrilla enorme ya no estaba en la vereda. Ni rastros de mis amigos.

—Mejor así —le dije, y no pude evitar sonreir—. Si no, los muchachos van a creer que me pavoneo delante de ellos.

Opté por Puerto Madero.

Comimos creppes de camarones y trucha a la manteca negra. Regamos todo con dos botellas de Nature. Llevé el peso de la conversación, ella contestaba con monosílabos.

En el fondo de ese espíritu, brillaba una lucecita de resistencia. El esfuerzo me agotaba. Con el helado conseguí que sonriera.

Tomados del brazo, salimos a caminar.

Había escampado y asomaban jirones de estrellas en el cielo frío. Desde el río llegaban navajazos de viento.

La tomé por los codos, obligándola a abrazar mi cintura. Nos besamos con avidez.

El Petit Trianon, en la calle Bouchard. Se quedó parada en medio de la habitación. Tras esa aparente lasitud, la adiviné tensa como un alambre de acero a punto de cortarse. Atenué la iluminación —no me gustan las luces intensas—, quedamos en una penumbra agradable. La desnudé con delicadeza, hablándole al oído y acariciándola con suavidad. La llevé a la cama. Dejé que mi ropa cayera al piso y me acosté a su lado. En un inesperado arranque de ternura, con la punta de los dedos recorrí la ondulante orografía de su cuerpo.

De inmediato percibí otra vez su lucha íntima. La besé aspirando el aliento cálido, sosteniendo mi mano sobre su sien. Le separé las piernas, acariciando sus muslos firmes. Arqueó la espalda, apenas rocé mi mejilla en su cuello, cayeron las últimas barreras. Los suspiros se volvieron gruñidos entre dientes apretados. Arañó mi espalda, me mordió un hombro hasta sacarme sangre.

Al pasar las horas empezó a agotarse. Yo en cambio, me sentía cada vez mejor. La intensidad de la lucha decrecía, derivaba hacia un rumor agradable. Los movimientos perdieron intensidad, volviéndose más armónicos. Se fue quedando quieta, desmadejada entre las sábanas. Los ojos cerrados con aureolas oscuras. La boca entreabierta, el rouge corrido.

Como siempre, me dio lástima y me vestí en silencio. Faltaba poco para que amaneciera. No miré mi reloj para saberlo, es algo que percibo en el cuerpo. Tampoco necesité tomarle el pulso para saber que estaba muerta. Seca como la bolsa de cenizas en la que pronto se convertiría.

Me transformé en una niebla gris verdosa y floté hacia mi féretro.

Con seguridad, mis amigos ya descansaban en los suyos.

Esperando la próxima noche.

 

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