No hay tiempo para vivir

Autor: Rolando Lazarte

Cuando tenía unos pocos años, una poesía en la casa de mi abuelo Chogo me quedó grabada: “No hay tiempo para vivir”,  de Gaudélia Zanata. En la revista Tierra y libertad.

Toda la casa de mis abuelos Mamina y Chogo era mágica. Pregúntenle a mi hermano Leo si no. Desde las gallinas pininas que revoloteaban por los árboles a los quinotos, que se llamaban kunkuats.

Desde las revistas Bucaneros al olor a humedad y los mosquitos. Desde el agua de pozo a los clarines de guerra. Desde el Toby hasta los garages donde mi abuelo guardaba de todo. Y este de todo era desde microscopios hasta huesos de gliptodonte, desde figuritas de jugadores de futbol de equipos que ni conocía, hasta trampas para ratones.

Pero lo que me fascinaba, lo que fascinaba a todo el mundo era la biblioteca de Chogo. Nunca había visto tal concentración de libros en mi vida. Libros y revistas. Diarios y ... lo que pudieras encontrar entre los libros.

Una vez descubrí un libro hueco. Otra vez, una escopeta atrás de una hilera de volúmenes de esas ediciones que venían con las hojas pegadas y que se abrían con un cortapapel.

Pero lo que quería referir ahora era la poesía “No hay tiempo para vivir.” No sé a que edad la habré leído. Lo que sé es que en ella se dice: “No hay tiempo para vivir / cuando el hombre entra a mano armada / en la vida de otros hombres”.

Era sobre una persona que iba a ser fusilada. Alguien que era llevado ante un pelotón de fusilamiento. No sé quién era la persona, ni en qué país ocurriría la acción. Lo que sé es que la iban a matar a tiros.

No sé qué edad tenía el niño que leyó la poesía de Gaudelia Zanata en Tierra y libertad, titulada “No hay tiempo para vivir”. Lo que sé es que hoy, cuando escucho “Street fighting man” en el tocadiscos –casi digo vitrola--, vienen a mí memorias.

La escena en la televisión de palestinos ametrallados e israelenses muertos en el piso. Chicos llorando. Y un ruido en la calle de gente merodeando me recuerda el tiempo en que vivíamos al acecho de cualquier ruido extraño que pudiera venir de afuera de la casa.

Tiempos en que recibimos las marcas del miedo. Sí. Tiempos en que el ejército y la policía cazaban gente en Argentina. Tiempos en que aprendimos a vivir con miedo. ¡Cuidado! Todo era peligroso. Un telefonema anónimo. Una persona curiosa. Una agenda olvidada.

Un vecino mirón. Cualquier cosa. Otra vez ayer. El tiempo pasó. Pero no las cicatrices. No los recuerdos. No el miedo. Tampoco palestinos e israelenses tienen tiempo para vivir. Han entrado a mano armada unos en la vida de los otros, hace ya tantos años.

Veo la televisión. Leo los diarios. Quieren que la esperanza muera. No morirá. Aún con el terror de estar delante de los fusiles y oír la orden de apuntar, aún con el pavor de ser cazado y no saber por qué o por quién, aún sabiendo que podrían barrer del mapa tu familia entera y tus amigos y a vos a cualquier momento sin saber por qué, todavía crees.

Todavía cantas.

Todavía ríes.

Todavía amas.

“La vita é una esperanza que camina” decía una canción antigua.

Y es así. No importa si amedrentan con desempleo o con Sida, con fusiles o machetes, con excomunión o con exilio. Una semilla me servirá, leemos en un libro muy antiguo. Y pasará de generación en generación. Eso sabemos.

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