NI EL
LORO
-No lo dejés dormir, metelo bajo la luz. Estos siempre cantan.
Las barreras del paso a nivel debían subir y bajar desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. El trabajo se repartía entre dos guardabarreras: el Bocha Ramírez que cubría el primer turno y Don Atilio.
La garita de madera color celeste, con el techo de chapas rojas, a dos aguas. Por una ventana se veía la Estación José Mármol; por la otra los trenes que salían de la curva. El interior estaba despintado pero tenía todo lo necesario para el trabajo: la manivela para controlar las barreras, la garrafa con el anafe, unas tenazas, el farol
y dos cuadros: San Cayetano con su espiga de trigo y Perón con su uniforme de gala. Separados por un tabique y una cortina floreada, el catre y la tapa de siete días, pegada con chinches, en la puerta del armario.
Detrás de la casilla, junto al paredón ciego de la pizzería, un par de maderas y juncos improvisaban el baño para emergencias: la estación distaba sólo una cuadra.
Don Atilio vivía en esa garita desde su nombramiento. Cuando estaba de franco caminaba por el barrio, le cebaba mate al Bocha, lavaba la ropa, retaba a los chicos que querían pasar aunque las barreras estuviesen bajas. Silbaba. Siempre silbaba la misma marcha. Lo mismo hacía Pocho, el loro con el que vivía; bastaba que Don Atilio dijera “Viva Perón” para que comenzara su rutina. También bastaba que sonora la chicharra para que el loro comenzara a gritar “el tren, el tren” único peligro que conocía ya que al pasar hacia Constitución le removía todas las plumas.
-No sabemos ni el nombre de éste. Qué cagada, ni el nombre. Che mugriento ¿Cómo te llamas?
El sindicato ferroviario era fuerte. Don Atilio se había plegado a todos los paros desde que empezó a trabajar. Esa mañana estaba de paro. El Bocha aprovechó para hacer arreglos en su casa; Don Atilio se quedó un rato más en el catre.
Por la calle Erézcano avanzaba una manifestación de trabajadores. Al pasar junto a la garita, desde el coraje que da el anonimato, alguien tiró una molotov que rompió los vidrios y estalló.
Un humo negro y el loro salieron por la ventana. La segunda explosión hizo que los pedazos del techo también volaran. Se juntaron todos los vecinos a mirar como los bomberos apagaban las últimas llamas. Sacaron a Don Atilio en una camilla de lata. Lo único que conservaba forma era un zapatón de cuero negro.
En el lugar no había más para hacer. El camión de los bomberos, la morguera, los vecinos, la manifestación, todos se alejaron. Sólo Pocho, haciendo equilibrio sobre la barrera, iba y venía. La panadera lo vio y quiso tenerlo. Su hijo mayor fue a buscar un mediomundo para atraparlo. No sin un mordisco, lograron ponerlo en la jaula.
Pocho se acostumbro a la nueva casa pero no pudieron enseñarle nada . A la voz de “viva Perón” comenzaba a silbar la marcha. Ni un tango, ni una puteada.
-Sacalo de acá, me pudrió... No. Mejor probemos con otra cosa.
Era otoño cuando la casa quedó en silencio. Los hijos de la panadera se habían ido, sin opción. Nadie le hablaba, se limitaban a darle semillas de girasol y papa.
Una noche tocaron el timbre. “El tren, el tren” comenzó a gritar. La panadera abrió la puerta. Cuatro hombres la empujaron hacia la cocina. “ Dale, grita ahora viva Perón”. Pocho bailaba y silbaba. Los hombres rodearon la jaula, uno sacó su pistola. El que dirigía dijo“ Lleválo, seguro que sabe algo. Vos ojo,vamos a volver” Y se fueron en un coche oscuro.
El cuarto no tenía ventanas. Una mesa, tres sillas y una lamparita de veinticinco. Todas las noches ideaban algo nuevo para que el loro hablara: pan con vino; atarlo de una pata con alambre y ponerle en el otro extremo de la jaula un pedazo de manzana; Meterlo en la heladera; Mantenerlo con el pico abierto utilizando un escarbadientes partido en dos.
Pasado el furor de la primera época, de vez en cuando intentan hacerlo cantar, sin resultados. Hoy por hoy puede asegurarse, sin embargo, que Pocho, avejentado, flaco, todavía verde, aún resiste.
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