Murmurando a los cuatro vientos

Autor: Leonardo Padula Armella

 

Minuto a minuto

 

Cintia tenía veinte años y estudiaba medicina; estudios elegidos por una verdadera vocación de querer ayudar a los otros, de vivir por los otros.

Ese día harían con sus compañeros y sus profesores de la Universidad una visita a la morgue, lo cual era en verdad un paso importante, pero todos los demás tomaban la situación como blanco de bromas de un humor macabro; Cintia, en cambio, sentía algo diferente, no era miedo, era una sensación distinta que la llevaba a observar con detenimiento no sólo los cuerpos sino también todo el ambiente, como si cada pared, cada luz tuviera una relación especial con los cadáveres; como si esas paredes y luces no pudieran pertenecer sino a una morgue.

Uno de los cuerpos le llamó profundamente la atención; era el de un hombre de unos cincuenta años, algo obeso y con poco cabello, tenía en su rostro una mueca de dolor y parecía como si aún estuviese sufriendo por lo que le había causado la muerte, muerte que Cintia pensó debía de haber sido terrible.

Uno de los profesores notó que Cintia se había quedado como paralizada ante ese cadáver y se acercó para ver que le ocurría.

- Este hombre murió de un ataque al corazón, un infarto - dijo a su estudiante. Cintia no le prestó atención, por el contrario, aún sabiendo la causa del deceso estaba confiada en que existía algo más, de que la muerte no la había producido sólo un repentino ataque, de que el hombre venía sufriendo su muerte desde mucho antes.

- Vamos jovencita, ya los demás están pasando a otra sala - dijo el profesor interrumpiendo sus pensamientos. Cintia lo siguió pero no sin antes dar un vistazo más a ese cadáver que tanto había atraído su atención.

Aunque no supo bien porque Cintia estuvo  todo lo que restó del día preocupada, quizás por ese cuerpo cuyo rostro permanecía patente en sus pensamientos. Cintia se sentía confundida, desorientada y esto la hacía comportarse con cierta distracción; fue tal su distracción que mientras caminaba a su casa un auto que pasaba por la calle la atropelló y la dejó desparramada en el piso. Enseguida un grupo de gente se acercó a mirarla, a mirar el cuerpo sin vida que se encontraba ahí, en el asfalto.

A la gente algo le llamó la atención, a todos les pareció ver una mueca de sufrimiento más profunda en el rostro de Cintia, como si no hubiera muerto sólo por el repentino choque, sino más bien como si viniera muriéndose a lo largo de veinte años.

 

Resignación

 

El espejo roto no era un consuelo, no calmaba el sufrimiento (ver tu descarnado rostro quemado, aun fragmentado en pequeños trozos espejados, no puede ser un consuelo); las líneas zigzagueantes que marcaban el vidrio quebrado eran casi un recalcado de esa insatisfacción, de la destruida autoestima: parecían decir “me rompiste porque no podés soportar tu propia imagen “, y era eso cierto (incluso pensó si no hubiese sido mejor perder la vista en el incendio).

La mano con la cual había golpeado, sangraba; pero una herida en su puño ahora resultaba un detalle estético y un dolor de  importancia casi nula.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, su cabeza de ideas suicidas y de bronca: Luis odió al fuego, a los bomberos, al espejo, al dios en que no creía y a él mismo; él, que ya no era él, sino más bien una parte de lo que había sido, de lo que deseaba seguir siendo, de lo que nunca imaginó dejar de ser; él era ahora, y de allí en adelante,  alguien sin rostro, o con un rostro que cualquiera preferiría no tener.

Un grito de angustia y de resentimiento; resentido de su pasado, de su presente y de las hilachas que quedaban de su futuro. Un grito potente y estremecedor, un grito que tampoco calmó su ira y su sufrir.

Luis se dejó caer al suelo, tocó su rostro y sintió como sus dedos se hundían en pequeños surcos y se raspaban con la asimétrica textura de la carne. Observó luego sus dedos, como temiendo que el contacto los hiciera cambiar y quedaran también así: arruinados.

Luis sabía que no sólo su cara estaba quemada sino también su cuello y parte de su pecho; sabía que podía mejorar pero no arreglarse y que tampoco cambiaría nunca su forma de pensar, su autoestima era ahora sólo resignación.

Él quiso dejar de ser una persona, quiso ser un espíritu, un ente que no tuviera que cuidar su imagen (o en este caso: lamentar su imagen); su condición escéptica ( por la que rechazaba toda religión, superstición o idea sobrenatural ) nunca lo había perjudicado tanto emocionalmente, hasta pensó en rezar pero desechó la idea.

Podría haberse quitado la vida, pero acarreaba con la responsabilidad de haber formado una familia, cruel responsabilidad, ahora, la de seguir a pesar de todo.

Quedó ahí sollozando y deseando que todo terminara, aunque sabía que no sería así. Al fin se levantó y volvió a mirar el espejo roto: mala suerte, seguía vivo, y seguiría vivo siete años más.

 

Oscar Perdonutti, alias “Chispa”

 

Sus ojos se abrieron de golpe, no movió su cabeza hasta estar seguro de dónde se encontraba, miró el techo, y sólo con su mirada recorrió plenamente la habitación. Sí, estaba donde suponía, no precisamente donde deseaba estar. Cerro de nuevo los ojos para por un momento sentirse aliviado, suspiró y murmuró una maldición.

A sus oídos llegaban otros murmullos, ruidos de pasos y algunos disparos; en la parte de luz que había en su celda podía ver varias siluetas en sombra que iban y venían. Una  se detuvo delante de las rejas, él la miro detenidamente sin darse vuelta para ver de quien se trataba.

Los pasos se hacían cada vez más fuertes y los murmullos se convertían en gritos, una voz se dirigió directamente a él, era de la persona que se había parado ante las rejas:

- ¡Eh, “Chispa”, despertate que nos vamos, carajo!  ¡despertate loco! -

Él, “Chispa” se dio vuelta y miró a su amigo. La llave se metió en la cerradura y la puerta se abrió. Sobresaltado se levantó y agarró de abajo del colchón  un pedazo de fierro que usaba para defenderse ahí, en la cárcel.

- No, ¿qué hacés con eso “Chispa”?  tomá.

Su amigo extendió la mano sobre la cual había una pistola, él la agarró y salió de la celda.

Afuera todo era un verdadero caos, lleno de presidiarios corriendo por todos lados; algunos otros estaban tirados en el piso junto a varios guardacárceles, muertos.  A “Chispa” algo le llamó la atención, ninguno de los participantes del motín llevaba armas, ni revólveres, ni pistolas. Esto lo dejó paralizado por un momento pero echó a correr de nuevo cuando vio que ya los últimos presos estaban saliendo y que por detrás empezaban a entrar algunos policías.

                  -          Oscar Perdonutti, alias “Chispa” es condenado a cadena perpetua por el asesinato de ocho  guardacárceles y un civil.

 “Chispa” dio una rápida mirada al juez, a los testigos y a los abogados y luego bajó la cabeza y cerró los ojos para sentirse aliviado por un momento; después de todo quizás sí merecía la condena, quien mata a un “amigo” necesita algún tipo de castigo.

Escapando (y después...)

 

Corrí, corrí desesperado; debí haber corrido sin parar más de una hora, la vista se me iba nublando y mis piernas temblaban, tenía unas insoportables ganas de parar a descansar pero sabía que si lo hacía no podría retomar mi camino y caería rodando al suelo. Mi corazón latía con más fuerza que nunca y sentía náuseas.

Al fin no pude más y me dejé caer, creo que quedé inconsciente por un instante, pero ni de eso estoy seguro, cerré los ojos y me sentía dando vueltas, no pude resistirme y lloré; hacia tiempo que no lo hacía y ahora era un llanto lento, casi forzado, a causa de mi estado.Cuando abrí los ojos observé mis manos un largo rato y traté de incorporarme, recién en ese momento me pregunté dónde estaba, miré a mi alrededor pero no reconocía el lugar. Había algo muy extraño: ninguna persona, ningún cartel que indicara la calle, nada. ¿Cómo había llegado a tal lugar?

Logré pararme y, aunque mareado, comencé a caminar.  Ya era de noche, aunque no sé en que momento oscureció. De repente unas sombras con forma humana comenzaron a aparecer por todos lados y a acercarse a mí, sentí que alguien me atrapaba por detrás, los hombres de adelante comenzaron a golpearme y ahí sí, estoy seguro, me desmayé.

Corrí, corrí desesperado; debí haber corrido unos veinte minutos, pero no pude más y caí. Unos hombres se acercaron ¿eran los mismos de las veces anteriores?. Creo haber quedado inconsciente en ese momento. Desperté en una habitación, seguía mareado a pesar de estar acostado. De pronto algo me asustó: no sentí mis piernas, ¿me las habían cortado? ¿Cómo podría volver a correr?

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