¿Cuánto cuesta el muerto? Autor:
Oscar Acosta Mayeé
sigue caminando. No sabe para donde, pero sigue. El sol le quema más... más... más, pero a sus ojos no le
importa. Hacia el Este ilumina más. Los trapos de todos los colores abarcan su
espalda, le pasa por los glúteos y se amarra por delante, debajo del ombligo, al sudoroso cordón que le sirve de
correa. “Camina, coño,
negra, camina”. Pero ella casi no puede.
La lata resbala de su mano derecha y con la izquierda se aferra a la
falda. Falta poco, menos de lo
caminado, pero el corazón le salta. Le duele “la madre”. Su
transpiración rápida, la desesperación en el pecho viene de atrás, por eso
no ha dejado de voltear la cabeza cada vez que tiene chance. Mayeé,
no lo quiere calcular pero hace rato que perdió la noción del tiempo y la
distancia. “No mire, que te
descubren Ma’Luisa, no mire, apura... apura carajo! Pero Ma’Luisa, no presta
atención. Ella susurra cosas, mas él no las escucha y sigue apartando las
bayahondas mientras salta los guazaberíos. “Corre Ma’Luisa... corre! Si
Ma’Luisa lo hubiera pensado, se queda, pero el dolor del hambre es más
fuerte. Dos plátanos vacíos, bañados en aceite,
casi diario. Le aterra el grito de los que caen asesinados en las calles,
el suplicio del collar ardiendo en los cuellos. No soporta que todo penda de un
político mal informado que odia los principios de la democracia y que dice que
todo está bien. Ella vuelve su
rostro oscuro hacia la claridad del este. Lo piensa dos veces: de acuerdo, hay
que llegar allá antes de que anochezca. La guardia debe examinarlos a todos uno
por uno, enumerarlos,
identificarlos y entrarlos al camión.
La primera señal es en el chequeo del Limón, a las seis menos cuarto.
Un hombre, pálido y
espigado, fusil en mano, con uniforme verde, rameado, que tendría un
termo blanco con azul a su lado, se encargará de darles el ticket para el
primer viaje. Tómenlo!
Primera transacción:
quinientos pesos cambiados por Goulders. Disimuladamente
miran para todos los lados y lo toman. Se los reparten.
A seguidas caminan hacia la enramada. Allí se queda la mercancía en
espera del otro paso. “No deben dar su nombre ni explicarle a nadie. Aquí
quien mete la pata carga con su culpa. Oyeron! Me oyeron, pendejos!”
Mayeé, siente la voz como un eco que les remuerde las sienes y comienza
a sudar copiosamente. El sudor le llega al pecho. Peor que cuando partía
piedras en Petión Ville para ganarse la leche de su muchachito.. Claro
que oye. Es un español mal hablado
que Mayeé aprendió a escuchar desde niño cuando burlaba la vigilancia del
Artibonito para espantar las reses cerca de Bánica y Pedro Santana.
Peor. El tono es peor y poco elegante, con menos “eses”
y más subido. Ma’Luisa también lo percibe. Esas gentes no son las
mismas que estaban en Jeremí
ofreciéndoles comida y trabajo, sin importarles el tufo del pachuché.
Aquella vez hasta sus voces les parecieron perfumadas. “Qué pasa ahora,
diablo... carajo! Dime que pasa ahora, Mayeé ”. Calla mi negra, calla, que yo
tampoco lo sé. La
otra comisión llegó a las ocho y cuarenta y cinco de la noche con la orden de
sacarlos a la pista antes de las nueve y quince. Lo hicieron en menos. Allí les
esperaba la guagua banderita, con un cabo y un raso en la puerta.
Mayeé quiso resistirse, pero la rúbrica tras la frontera ya se había
firmado y ya no era dueño ni de sí mismo.
Le fue imposible devolverle la mirada a Ma’Luisa, que le quedaba como a
dos metros de la ventanilla. “Se ven allá... se ven allá” –fue ultima
expresión que le quedó en medio de la náusea y el dolor y la primera en
hacerle despertar cuando enchiqueraban su cuerpo con el número 17. Los distribuyeron. Unos cayeron al Central Romana, otros a San Cristóbal, unos se quedaron en los terrenos del Ingenio Barahona, pero a ninguno de esos lugares fue Mayeé. La prensa pidió aclaraciones sobre esta denuncia de Ma’Luisa. Lo mismo hacían varias organizaciones nacionales e internacionales. El
nombre de Mayeé ya no estaba en el 17. Los
guardias no recuerdan haber visto en algún hombre aquellas descripciones que
les daban en la Oficina Nacional de Migración, pero tampoco memorizan el rostro
de aquella mujer citada como testigo del viaje de su marido. Uno
por uno los autobuses fueron chequeados, lo mismo que los listados de entrada y
salida de las mercancías, pero en ninguno de ellos se descubrieron rastros ni
huellas de Mayeé. La búsqueda fue más intensa luego de que se desató una
campaña de informaciones sobre las relaciones del país con Haití. Un
sacerdote fue llamado a declarar a una corte internacional. La Nación fue
publicitariamente sancionada: un haitiano fue asesinado en una comunidad
dominicana. Ma”Luisa,
no creyó lo que estaba oyendo. Pero la prensa, los editoriales, los comentarios
de la televisión lo reiteraban, el muerto se llama Mayeé. El hombre cayó
cuando intentó echar por la borda la red.
Unos alegan haber escuchado tres disparos, otros cinco. El cadáver está
rasgado, con visibles señales de mordaza y violencia., mientras los flashes de
los corresponsales locales caen ininterrumpidamente sobre él. Ma’Luisa
le abre los brazos y lo aprieta más
y más a su pecho: Te lo dije, Mayeé...
diablo, te lo dije! Te dije que mejor era
esperar al sol cuando llegue, que ir al Este a buscarlo. Mira..Mira, ahora lo
entiendo Mayeé, Yo sabía que para nada bueno me dejaron allá con estos 800
pesos. Mira, para que sirvieron, mira
Mayeé para que. Ma’Luisa no volvió más, rompió las ocho papeletas de a
cien. Cada noche, en la 27 de febrero, frente al Supermercado Nacional. ella
regala flores, espera al sol cuando
se acuesta y se duerme. Las redadas nunca han podido con ella.
Oscar
Acosta, Octubre 2001,
Neyba. Rep. Dominicana
LOS
MUERTOS DE SAN ANDRES El
día de San Andrés Marcos se levantó más temprano de la cuenta para saber
porque lado maullaba el maldito perro. La muela le dolía, sentía que los
puyones le llegaban a lo ultimo, pero esto no era lo que la mortificaba, sino
los incesantes alaridos que iban y venían
durante la noche cada vez que podía vencer el dolor para quedarse
dormido. “Pero
que carajo es eso! Julia, chequea a
ver que es eso y tirale dos o tres
piedras pa ve si se calla. No me ha dejado pegá los ojos en toda la noche”!!
Pero la mujer seguía allí roncando. Ligeramente se volteaba y se tiraba la
sabana sin imaginarse todas las veces que se ha levantado Marcos para hacer gárgaras
y quitarse la baba que le chorreaba por el labio inferior a causa del dolor. Los
aullidos llegaban de todos lados, entre las ramas de los frondosos árboles,
perdiéndose en la noche sin que nadie pudiera rastrear a su autor. La luz de la
luna atravesaba las rendijas de la ventana de la habitación de Marcos hasta
caer en las patas de la cama. La hora estaba fuerte, mas que la del viernes
cuando la yegua no dejó dormir al vecindario dándole vueltas a la casa y
alzando las patas de adelante como si estuvieran persiguiéndola. Marcos
se levantó, puso los pies en el piso
frío, cogió un poquito de algodón que estaba en la mesita, lo untó de
alcohol y ajo y se lo puso en el hoyo de la pieza enferma.
Por un rato el líquido frío le bajó el dolor, pero las punzadas
volvieron más tarde como si le saliera de todo el cuerpo. “Ese perro si ladra
y de quien será?” Aquel
sonido le penetraba los nervios. Le parecía como una sentencia.
Siempre amó los perros. Jugueteaba con ellos por largas horas, tirándoles
huesos para verlos correr y brincar, pero esta vez detestaba
sus gritos. A esa hora le traían presagios.
Un escalofrío le recorría de los pies a la cabeza, en tanto que la encía
donde estaba la muela martillándole se
le inflamaba mas y más. La
hora del amanecer parecía interminable. Marcos no se cansaba de mirar el reloj
de números lumínicos que metió bajo la almohada. Los segundos transcurrían a cuenta gotas, por lo que decidió coger una silla para
sentarse y esperar la llegada de la luz del sol al lado de la mesa . Los
alaridos del animal le sonaron a vaticinio. En sus adentros sentía que alguien
muy cerca estaba por morir y eso le mortificaba. Aauuuuuuuuuuu! Auuuuuuuuuuuu!
Cada vez los sentía más próximos como lamentos que se alargaban terminando
con entrecortados quejidos. Un apagón
empeoró la situación cuando los párpados por los largos momentos de
insomnios, se querían quedar vencidos sobre la el filo de la mesa. Marcos
entonces comenzó a sudar copiosamente. Un hilo frío le recorría por la
mejilla mientras intentaba apresurar los minutos realizando gestos arrítmicos. Un olor a friega, a untura, a baño aromático comenzó
de repente a inundar primero la cocina, luego la sala y en pocos segundos también
la sala y las habitaciones, pero ni eso levantó a Julia que aun seguía sumida
en el más largo y plácido de sus sueños. Marcos fue por dos ocasiones a su cama, pero cada vez que intentaba bruscamente quitarle la corcha para alertarla, pensaba en los padecimientos crueles por los que atravesaba su esposa. Le habían operado un cáncer en el seno izquierdo, pero encima de eso, por herencia, era diabética. Por mucho tiempo padeció de desvelo y pasó intensas horas de dolor en la salas ontológicas con los exámenes intensivos y las aplicaciones terapéuticas.
Una vez la encontraron tirada en la cocina con el azúcar baja y por primera vez Marcos sintió un vacío en el pecho, acompañado de una sensación de soledad que le indicaba que nunca podría vivir sin ella. Su compañía de más de 30 años lo había convertido en un hombre en extremo dependiente de su falda, de su olor, pero sobretodo de su ternura campechana y sus ademanes. Marcos
sentía que el olor era cada vez más
fuerte y ya no sabía en ese momento cual era más intenso si ese olor, si el
quejido amargo del perro o si la mortificación de la oscuridad, el dolor de su
muela o la indiferencia inocente de su mujer.
Por eso cuando resbaló y cayó al piso con la lámpara de gas en las
manos no encontró a que echarle la culpa y solo atinaba a decir: Jesús, María
y José, algo grande va a pasar antes de amanecer. Algo grande va a pasar. Algo
grande va a pasar. Desde
muy temprano los devotos de la comunidad del Charco salieron en procesión con
San Andrés. Antes de las cinco ya había una larga hilera de hombres y mujeres
vestidos de promesa , cargando al santo y tocando palos.
La melodía, el sonido de los cueros llegó hasta la casa de Marcos
dejando la sensación de devastación
en vez de la alegría a que lo acostumbraron siempre las fiestas patronales. La
casa estaba llena de gente, afuera en el patio las vecinas colaban el café y lo
repartian entre los presentes. En la sala los dolientes, uno a uno desfilaban
ante ellos bajando el rostro y susurrándoles algo al oido que les provocaba
lagrimas. Allí estaba el hombre y adentro, en la habitación, como siempre
estuvo durante la noche, su mujer. Afuera
en la calle de enfrente la gente conjeturaba, contaban de distinta manera la
historia, mientras que la verdad solo podrían saberla tres:
Julia, Marcos y el Perro, pero los tres murieron. La primera murió a los
15 minutos de haberse acostado, el segundo, a consecuencia de un severo golpe
recibido recientemente en la cabeza y al tercero
lo encontraron, con los ojos decaídos, babeando
frente a la puerta del patio.
Oscar Acosta, Neyba,
Rep. Dominicana, 7 Diciembre, 2001/
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