Traducción y notas: J.C. Curuchet
a
Augusto Monterroso
Li
Wei soñaba que una mosca horripilante rondaba por su habitación,
interrumpiendo inoportunamente una de sus profundas meditaciones. Molesto,
comenzó a perseguirla tratando de acallar con un golpe su desagradable zumbido.
Portaba en su mano, con tal objeto, la primera edición de Con la copa de
vino en la mano interrogo a la luna, poema épico de su entrañable amigo Li
Taibo. Corrió y corrió incansablemente entre el reducido espacio de esas
cuatro paredes, sacudiendo sus brazos cual si fuera él mismo una mosca. Dicha
empresa le sirvió de poco. La mosca, posada en el marco del retrato de su
amada, lo miraba con aburrida indiferencia.
Exhausto
por la persecución, Li Wei se despertó agitado. Sobre la mesa de luz estaba
posado, distraído, el fastidioso insecto. De un viril manotazo, el filósofo
acabó con la corta vida de la triste mosca.
Li Wei jamás sabrá si mato a una mosca o a uno de sus sueños.
Li
Wei
Filósofo
chino que vivió en el siglo cuarto y tercero antes de Cristo. Perteneció a la
escuela taoísta, donde conoció y entabló una profunda amistad con Chang Tzu.
La desafortunada aparición en sus vidas de la hermosísima princesa Hoa Joei,
terminó separándolos definitivamente. Se convirtieron en enemigos acérrimos.
(Cabe aclarar que la muchacha china, harta de los escándalos entre ambos filósofos,
terminó casándose con el poeta Bo Joyi, quien logró enamorarla, recitándole
su afamado poema Los crisantemos del jardín del levante).
Como
es de público conocimiento, Chang Tzu elaboró sus anécdotas y alegorías
utilizando a la mariposa como animal fetiche (recuérdese el hipercitado cuento El
sueño de la mariposa). Li Wei, envidioso de su odiado colega, construyó
una obra paralela, utilizando a la mosca en reemplazo de la mariposa de su ex
amigo. El cuento precedente es una muestra de esta operación.
Es
improbable que el escritor mexicano Edmundo Valadés conozca la obra de Li Wei,
cuyos manuscritos permanecieron desconocidos, por pedido expreso del honorable
filósofo. Durante siglos sus obedientes herederos custodiaron celosamente estos
papeles, hasta la llegada del no tan honorable Pao Wei. Este señor chino, harto
de sembrar, recoger y comer eternamente la monotonía de un plato de arroz,
decidió violar la tradición familiar y sucumbió a la tentación de una nada
despreciable suma de dinero ofrecida por un capcioso representante de una próspera
casa editorial de Pekín. Las obras completas del filósofo de la mosca recién
aparecieron impresas por primera vez, en su idioma, en 1995. Esta es su primera
traducción al castellano.
Si
creyera en la reencarnación, diría que un escritor del siglo cuarto y tercero
antes de Cristo es actualmente un escritor mexicano. El cuento El crimen
de este último, confrontado a El sueño de la mosca horripilante
de Li Wei, sería una prueba más que considerable al respecto. Considero
más conveniente que esta coincidencia temática sirva pare reflexionar acerca
de la originalidad en materia literaria. Pongo en consideración del lector esta
cuestión, para quien adjunto el cuento citado de Valadés.
En
el sueño, fascinado por la pesadilla, me vi alzando el puñal sobre el objeto
de mi crimen.
Un
instante, el único instante que podría cambiar mi designio y con él mi
destino y el de otro ser, mi libertad y su muerte, su vida o mi esclavitud, la
pesadilla se frustró y estuve despierto.
Al
verme alzando el puñal sobre el objeto de mi crimen, comprendí que no era un
sueño volver a decidir entre su vida o mi libertad, entre su muerte y mi
esclavitud.
Cerré
los ojos y asesté el golpe.
¿Soy
preso por mi crimen o víctima de un sueño?
Edmundo Valadés
Dedico
la traducción del cuento de Li Wei, al extraordinario escritor guatemalteco
(actualmente mexicano) Augusto Monterroso. Celebro de este modo la maravilla de
su libro Movimiento perpetuo, que tantos placeres me ha prodigado.
Imposible obviar aquí el comienzo memorable de su célebre ensayo “Las
moscas”: “Hay tres temas: el amor, la
muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor,
esas presencias lo han acompañado siempre ...”. Es inevitable emparentar
a este autor, a quien tanto ocupó el diminuto insecto en cuestión, con nuestro
amigo Li Wei. Pero, releyendo la obra del guatemalteco, compruebo sorprendido
que la coincidencia no sólo se da por la concurrencia de la mosca en ambas
obras. Monterroso, al igual que Valadés y el chino, nos ofrece una versión de
la irrupción en la realidad de un elemento de un sueño, en lo que constituye,
quizás, el cuento fantástico más breve jamas escrito.
El
cuento en cuestión es el que a continuación transcribo:
Cuando
despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Augusto
Monterroso
Quien
me hizo conocer la obra de Augusto Monterroso fue mi amigo, el talentoso ex
poeta necotxense, Juan Alcorta. Devoto incondicional del guatemalteco, logró
convencerme de sus bondades una tarde en la trastienda de su kiosco cuando,
entre mate y mate, me dijo, seguramente exagerando, que Monterroso era el único
escritor capaz de igualar e incluso superar, en ciertos aspectos que sería muy
extenso detallar aquí, al gran Montaigne. El pícaro ex poeta sabía que al
decir esto estaba tocando una fibra muy sensible, ya que este humanista francés
es, tal vez, mi más caro amor literario. Sabía que no iba poder evitar
sucumbir a la curiosidad de conocer a este supuesto buen lector de Montaigne.
Monterroso, por su parte, no me defraudó en lo más mínimo, y se convirtió,
de este modo, en un compartido objeto de admiración entre Alcorta y yo.
Días
pasados, mientras compartíamos unas copas en el bar El
rey, le comenté a mi amigo mi trabajo en la traducción del cuento de Li
Wei y las reveladoras coincidencias con respecto a los textos de Monterroso.
Encantado con la cadena de textos que se había ido conformando, me ofreció el
cuento que sigue, que funciona como homenaje a nuestro querido Monterroso y
agrega un interesante eslabón, que se suma cómodamente a los anteriores:
Quería
escribir un cuento tan breve como “El dinosaurio” de Augusto Monterroso. Una
oración, apenas siete palabras: “Cuando
despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Forzó
su mente en vano buscando la diminuta historia. Exhausto por el esfuerzo, se
quedó dormido. Soñó que en la hoja de su cuaderno estaba escrito su ansiado
cuento: una oración, apenas siete palabras; como el de Monterroso.
Cuando
despertó, la hoja estaba en blanco.
Juan
Alcorta.
Ese ubicuo animal, la mosca (lo de insecto, en mi humilde opinión, le queda un poco chico), es el testigo de todos y cada uno de nuestros actos, incluso de aquel del que nada sabemos:
“Papá
tomó la segunda taza de café y después se recostó sobre el respaldar de la
silla y empezó a roncar. Eran unos ronquidos silbantes, secos, recónditos y
cavernosos (“que duran más que el cuerpo” “y que la sombra” “que
duran más que el cuerpo y que la sombra”). Primero vi la mosca recorriendo la
red de venillas rojas sobre la mejilla derecha, como una señal negra desplazándose
por una red ferroviaria dibujada en líneas rojas en un mapa proyectado en una
pared transparente. Pero no empecé a murmurar “Mamá, Mamá” –sin desviar
ni un momento la mirada del rostro de papá- hasta que no vi cómo la mosca
comenzaba a bajar, con la misma facilidad con que podría haberlo hecho sobre
una piedra, desde el pómulo hasta la comisura de los labios, y después entraba
en la boca. No parecía haber entrado en la boca de papá, haber estado
recorriendo el cuerpo de papá, sino nada más que una reproducción en piedra
de él, porque ya ni siquiera roncaba.”
Juan José Saer, en “Sombras
sobre vidrio esmerilado”
Mi
casi hijo Mauricio Alonso, que siempre ronda alrededor de mis papeles como una
mosca doméstica, digamos una especie de mascota zumbadora y molesta, acaba de
ofrecerme un poema de su pluma, compuesto, según me dice, para la ocasión. Voy
a cometer la imprudencia de transcribirlo, seguramente doblegado por el excesivo
amor filial que le profeso. Debo admitirlo, los años me han convertido en un
sentimental.
Ruego
al piadoso lector que perdone la temática desmesuradamente oscura de dicha
pieza. Téngase en cuenta que es producto de las alucinadas fiebres de su
adolescente autor. Después de todo, nadie es perfecto.
“Sobre
sus párpados abiertos caminaba una mosca”
Dalmiro Sáenz
Vi
la muerte
esa mosca perpetua
ese perpetuo movimiento
acechando detrás del vidrio
(¿Qué
vidrio?)
Mauricio Alonso.
Entusiasmado
con la inclusión de su poemita entre estas páginas, el joven que juega a ser
mi hijo se ha lanzado a escribir sobre la mosca con alucinada presteza. Habiéndosele
acabado la veta poética, ahora se pretende aforista. En realidad, ha cedido al
tonto encanto de lo ingenioso. Lo aclaré debidamente: se trata de un
adolescente. Su operación es sencilla: inserta, por así decirlo, al insecto cábala
en conocidos dichos populares. Parece ser que pretende hacernos creer que es
humorista. Es increíble lo estimulante que puede ser la expectativa de una
pronta publicación para un joven artista. Incluso ahora, mi querido Mauricio
dice ser un escritor.
Temeroso
de frenar este ímpetu creativo, he decidido publicar sus ensayos de escritura.
El lector amigo, sepa disculpar. Tómelo como lo que es: el simpático gesto de
un padre que no puede evitar sobreproteger a su querido delfín.
1.
“La mosca sabe por vieja, pero más sabe por mosca”.
2.
Diálogo probable entre un guatemalteco y un argentino:
-Es
sabido que se conoce la edad de una mosca mirándole los dientes.
-Pero,
si las moscas no tienen dientes.
-Claro.
Es por eso que nadie sabe nunca la edad de una mosca.
-Ah.
3.
“Más vale mosca en mano que cien volando”.
4.
“Quien mosca aprieta, poco abarca”.
5.
Hay quienes afirman que poseo facultades mediúnicas. Me gusta pensar que el
siguiente proverbio me fue dictado por el maestro Li Wei. Quién, sino él, sería capaz de concebirlo.
“Si mirando al espejo ves un pez, o bien estas bebiendo
indiscriminadamente sake caliente o te estás mirando en una pecera”.
6.
La miscelánea siguiente, dicha por Alejandro Dolina, fue rescatada del programa
de radio “La venganza será terrible”. Es una deliciosa brevedad casual, que
podría ser incluida con toda justicia en ese sospechoso subgénero, que los críticos
bautizaron con agudísimo ingenio: el “minicuento”:
“Me picó la mosca de la duda. Es decir: creo que me picó la mosca de
la duda”.
7.
“Mosca que ladra, no es mosca”.
Mauricio Alonso