Autora:
Paula Varela (La
Plata. Argentina)
Hoy, que me desperté pensando en el baúl del altillo, me olvidé de
peinarme. Levantarme fue un proceso
casi premeditado, pero al encontrarme medio dormida, tropecé con las paredes.
Subí la escalera astillada que me dejó los dedos agujereados de
maderitas delgadas y filosas. Por algunos poros me brotaron gotas de sangre, por
otros, sólo se abrió la piel. Parada
frente al arcón, pegué una patada al candado. El estado de óxido en que se
encontraba lo hizo volar en mil pedazos. Los restos del metal naranja se
hicieron añicos alrededor, instalándose en las rendijas del piso de madera. El
resto fue fácil. Levanté la tapa con el brazo izquierdo -porque el derecho me
falta-, y ante mis ojos quedó al descubierto un colchón de telarañas. En
seguida me metí adentro como si fuese a empollar. Al principio me pareció algo
oscuro, incluso me molestaba el olor a humedad, pero no pasó mucho tiempo para
que me sintiera cómoda. Cuando me senté, creo que aplasté una araña de gran
volumen y patas anchas, y pensé que así sería mejor, antes de que se le
ocurriera picarme.
Era tan temprano, que ni siquiera entraba el sol por la claraboya del
techo a dos aguas. Bajé la tapa y me dispuse a esperar. Todo era una nube negra
con olor a madera vieja.
Mamá me fue a buscar a la cama como a las nueve. Yo, hacía tres horas más
o menos que me había fugado. No quería contarle lo del bebé, sobre todo
porque sabía lo que pensaba de Luis. Nos habíamos conocido hacía seis meses,
pero estábamos enamorados. Él era
de un año superior, y para mí era un héroe, pero para las madres, ningún
hombre está a la altura de sus hijas. Por eso preferí no contarle nada. Ella
empezó a revolver la casa, me buscó por todas partes mientras yo rezaba para
que no se le ocurriera hacerlo en el altillo. Al no encontrarme por ningún
lado, fue directo a despertar a mi
hermano. El pobre infeliz siguió durmiendo como si nada. Siempre quiso que yo
desapareciera de la familia. Nunca le gustó compartir el cariño de mamá
conmigo. Pienso que debe haber sido eso: quedarse durmiendo sin sueño, como un
acto de venganza.
Al atardecer escuché que llegaban los familiares más cercanos. El
bullicio crecía a medida que aparecían los de más lejos y mis compañeros de
segundo año. Todos traían la misma noticia: “no, si ayer estaba lo más
bien”. Mamá no sabía si llamar a la policía o esperar un poco más. Yo le
hubiese dicho que espere más, pero me quedé callada.
Las piernas me empezaban a picar. Sobre
todo cerca de la cola, donde aplastaba a la araña. Entonces me acordé que mi
papá, antes de fugarse con mi tía, me dijo: “cuidado que las arañas nunca
andan solas”. Inmediatamente vino a mi cabeza la imagen de mis nalgas haciendo
de aplanadora sobre la desdichada araña que no tenía la culpa de nada.
Al fin me distraje con unos insectos muy pequeñitos que carcomían la
madera, y pensé que yo también tenía hambre. Al levantarme temprano ni
siquiera tuve tiempo de lavarme los dientes y el gusto amargo de los sueños, me
dio ganas de escupir. Levanté un poco la tapa, preocupándome de no hacer
ruido, y empecé a echar hacia fuera, pequeños bollitos de saliva que caían en
largos hilos casi transparentes, hasta que llegaban al piso y se absorbían en
la madera.
Las voces de los familiares se escuchaban cada vez más abundantes y
desesperadas. Ahora el sol se
filtraba apenas por la claraboya. Al final, mi hermano Pablito se levantó a
cualquier hora de mala gana y se sentó a desayunar como si nada pasara. Pensé
que estaba bien, yo hubiera hecho lo mismo en su lugar. Incluso echaría a todos
los familiares que solamente estaban estorbando.
Mamá se mostraba bastante preocupada, entonces empecé a dudar. Quizás
ya era suficiente y tenía que acabar con la farsa. Pero me molestaba que nadie
subiera al altillo. Quizás en realidad, ni siquiera estuvieran reunidos por mí.
Pero inmediatamente pensaba en mi bebé y procuraba guardar el mayor silencio
posible. Así era mejor, y rogaba que nadie subiera y descubriera mi escondite.
Al cabo de unas horas más, mientras las voces iban declinando, mi
inconsciente me traicionó y pensé: “Ya se dieron por vencidos, deben estar
organizando la ceremonia de defunción antes de que sea la tarde”.
Nunca imaginé que renunciarían a la búsqueda tan pronto. Traté de
agudizar mis sentidos pero ya no se oía a nadie. Las horas restantes fueron de
silencio absoluto, y con mi conciencia a cuestas, sólo reflexionaba acerca de
lo poco que le importaba a mi familia. Después pensé en Luis, en los ratos
maravillosos que habíamos pasado juntos. Traté de recordar su voz entre el
bullicio de la mañana, pero estoy segura de que no estaba. Seguramente mi mamá
le habría prohibido la entrada y en su desesperación me estaría buscando por
todas partes. Aunque no podía mentirme, ahora que me encontraba sola en la
vida, podía reconocer la verdad: mamá tenía razón, a él tampoco le
importaba. Traté de autoconsolarme pensando en que en el baúl no entraríamos
los tres.
Las cartas ya estaban tiradas: ahora sólo éramos mi bebé y yo. Comencé
a hacer los planes de futuro; dejaría la escuela y criaría al bebé en el baúl.
Cargada de responsabilidades para con mi hijo, lo primero que hice fue comer el
cadáver de la araña que yacía debajo de mis nalgas. Los pelos de las patas me
resultaron desagradables, pero el sabor del interior, fue lo mejor que había
experimentado hasta el momento. El postre fueron las telarañas, después
astillas de madera del arcón, insectos y restos de ropa vieja.
Sumida en un silencio absoluto contaba los días a través de los soles
que aparecían en el techo. Con las uñas cada vez más largas, hacía marquitas
en la madera que me ubicaban, al menos, temporalmente.
Cuando llovía juntaba agua en una especie de jarrón de porcelana que
encontré perdido entre una pila de antigüedades.
Los días pasaban sin novedades. Yo veía mi vientre cada vez más
abultado y mis piernas cada vez más flacas. La casa parecía abandonada. No
escuchaba a mamá y tampoco a Pablito. Era como si desde aquél día, todos se
hubiesen ido.
Mis pocos conocimientos acerca de la maternidad, pronto se fueron
incrementando con la experiencia. Mi bebé crecía mientras mi imaginación
improvisaba los más sabrosos manjares que constituían suelas de botas de la década
del setenta, goma espuma de almohadones apolillados y hormigas negras.
Las lluvias frecuentes hicieron que nunca me faltase agua, y gracias a la
humedad que producían en el altillo, mis criaderos de cucarachas mantenían mi
alimentación y la del bebé, durante los días de sol. Pero los mejores
banquetes eran de ratitas blancas, aunque estos pequeños roedores, aparecían sólo
esporádicamente.
Un día tuve que levantar la tapa del baúl porque la panza no me
entraba. El ombligo se me salía por la borda y los pechos se me habían puesto
como dos sandías. Imaginaba que
Luis estaría orgulloso de mí. Y si me viera con las tetas tan grandes ya no se
fijaría en las de las modelos.
Pero el problema empezó con los vómitos. Hacía esfuerzos
sobrenaturales para embocarlos fuera de mi ostra. Trataba de balancear mi
alimentación, pensando que serían problemas estomacales y la ración diaria
terminó convirtiéndose en cucarachas del criadero y agua. Así logré
controlarlos, al mismo tiempo que mis necesidades físicas tuvieron un ritmo más
regular.
Un día me asusté cuando, al marcar el día en la madera, cobré noción
de que mis uñas izquierdas, medirían ya unos cinco centímetros. Conté los días
y descubrí que habían pasado unos nueve meses, cuando vinieron las
contracciones. En un estado de somnolencia empecé a transpirar a la gota gorda
y a sentir unos terribles dolores en el vientre.
Instintivamente abrí las piernas y las apoyé en los bordes del arcón.
Las ocho patas de mi bebé araña se fueron deslizando por mis piernas ya
peludas. El esfuerzo me dejó casi
dormida, pero puede recuperarme fácilmente, fue una cuestión maternal, nunca
nadie me había abrazado con tanto calor, con tantos brazos.
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