Mea culpa
Autora:
Raquel Heffes
Quizás
muy pocos hubiesen advertido como yo las complicaciones que traería aquella
carta de lectores, cuando se está sentado en un polvorín es mejor no encender
nada, ni un mísero fosforito. Se lo dije a Hipólito pero él lo tomó
displicentemente. Es un hombre que se maneja con las culpas, es decir, no se
maneja, las tiene encarnadas como a veces las uñas. ¿Tengo alguna culpa?, es
la primera pregunta que se hace y enseguida desecha el problema porque nunca la
encuentra. Es importante saber de quién es la culpa, en ese caso la división
sería otra, todos los culpables amontonados e Hipólito nunca tendría que
preguntarse si le correspondía alguna. Igual que los arroces que me hacía
separar mi abuela de una montaña que volcaba sobre la mesa, los negritos, los
perlados, los rotos, separados a un costado, esos no iban. Lo mismo podríamos
hacer con los culpables. Pero ahora no hay vuelta, los culpables están
desparramados por todos lados y el criterio es otro, no admite subdivisiones,
nos quedaríamos con conjuntos unipersonales y al final nadie con nadie. No, más
subdivisiones no, a no ser que decidamos vivir encapsulados. La que escribió la
carta al Correo de Lectores por el nombre era una mujer, aunque otros opinaron
que la evidencia de género estaba en su capacidad de embrollarlo todo más que
en el nombre. La carta decía clarito, le molestaba el humo del cigarrillo y la
división por sectores en los espacios públicos no era suficiente, al humo no
había cómo detenerlo. No sé cual conjunción de astros signó aquel día,
todo el mundo compró ese diario y leyó la carta desafiando cualquier
probabilidad. Salvo Hipólito. No se hubiera enterado si no fuera por mi
comentario, así como al pasar, asombrada por no entender que hubiera gente
ocupada en decir tonterías. Ni siquiera me miró. No fumo, me dijo y se olvidó
de la carta y del reclamo de la mujer.
La
inocente epístola prendió en las mentes de los ciudadanos. Abarrotaron los
medios de comunicación expresándose a favor o en contra, los fumadores
rechazaban cualquier medida represiva invocando los derechos humanos y los no
fumadores defendían su derecho a la salud y a la conservación del ambiente.
Sinceramente pensé que era cuestión de tiempo, se habían levantado como leche
hervida y cuando se enfriaran un poco, nadie recordaría la disputa. No estaba
equivocada, pudo haber sido así si al loco propietario de un bar, desesperado
porque no entraba nadie, (los fumadores evitaban el encuentro con los no
fumadores), no se le hubiera ocurrido levantar una medianera. Este precedente
sirvió de estímulo para que las subdivisiones invadieran la ciudad. Hipólito
decía que estaba bien, que de todas maneras él no fumaba así que no tenía la
culpa.
Hasta
aquí no parecía tan catastrófico, un poco incómodo nada más para los que
querían compartir un momento en grupo, la reunión terminaba pared mediante,
cada uno embanderado a favor de una u otra facción, apasionado en defensa de
sus convicciones. Al entrar las familias se separaban, los críos de padre y
madre fumadores berreaban al cuidado de una niñera en el sector de los no
fumadores y era común que las parejas ocuparan sectores diferentes. Eso sí, no
faltaba el acto solidario, quedate tranquilo yo le pago el café a tu mujer y
vos a la mía, solían acordar antes de entrar o, mis chicos juegan con los
tuyos y la van a pasar bárbaro. En definitiva era una cuestión de elección,
bastaba con no salir a ningún lado para no enfrentarse a la realidad dividida.
Por eso Hipólito decía que no le preocupaba, en su casa estaba bien y si los
demás lo preferían así, él no tenía la culpa. Pero pronto el enfrentamiento
se proyectó hacia otros lugares, al congreso, los comercios y los hoteles
alojamiento, los baños públicos y las estaciones de trenes, nada escapaba a la
división que empezó a formar parte de la cultura ciudadana. Dos puertas
claramente identificadas permitían el acceso a cada uno de los sectores y se
medía la porosidad de los materiales para evitar que el humo se colara.
La
necesidad de nombrar y diferenciar había comenzado por rotular a los sectores
como “espacio para fumadores” y “espacio para no fumadores”
pero luego, por ese poder de síntesis del saber popular, se concluyó en
los apócopes “fum” y “n’fum”. Hipólito decía que era correcto, cada
cual con su cada cual, las cosas debían llamarse por su nombre y él no tenía
la culpa. Los edificios empezaron a pintarse en dos franjas verticales con los
colores distintivos, de un lado los
departamentos fum y del otro los n’fum. Lo mismo sucedía con los frentes de
las casas. A la gente ya no le conformaba llevar abrochado un botón de su
color, adoptaba el mismo para la ropa. Pero los reclamos eran lógicos, de nada
servían los esfuerzos por aislar los sectores si al final un n’fum que camina
por la calle se va tragando el humo que deja un fum. Pronto se tuvo que legislar
para dirimir las innumerables disputas que se extendieron a los espacios
abiertos. Los fum propusieron el uso de máscaras antigases pero no hubo acuerdo
y los n’fum optaron por barricadas que cortaban el tránsito.
En
una decisión trascendental, el gobierno ordenó por decreto de necesidad y
urgencia tabicar las plazas y calles hasta una altura tal que impidiera la
propagación del humo proveniente de Fum. Épocas difíciles para la ciudad, no
había dos veredas de sol ni dos monumentos a San Martín a caballo, ni dos
estaciones de tren ni dos fuentes de plaza donde las palomitas fueran a tomar
agua. Se ensayaron transacciones, un monumento por una cuadra soleada, un
boulevard convertido en dos corredores, la manzana verde de la plaza en dos triángulos
iguales y las estaciones de subtes alternativamente fum y n’fum. Las
divisiones se hacían cada vez más complicadas. Hipólito empezó a preocuparse
cuando tuvimos que mudarnos, no había forma de combinar las entradas y las
salidas, la ciudad se transformó en un laberinto entre empalizadas que rozaban
el cielo y de no haber sido por la profusión de flechas y carteles indicadores,
trasladarse habría resultado un enigma insoluble. La ciudad se tornó
intransitable pero al menos la simetría del obelisco impidió, a medias, que
perdiéramos identidad, dos caras para cada color. Sin embargo mientras lo
dejaran vivir tranquilo en su casa para Hipólito no era tan grave, total no tenía
la culpa. Las casas se cedieron en trueque
para facilitar el desplazamiento, una fum por otra n’fum. y las radios trasmitían
alternativamente audiciones fum y n’fum porque todos pretendían adivinar un
subtexto ideológico en cada palabra emitida.
Pero
las tensiones internas fueron las más difíciles de soportar, como por ejemplo
lo que pasaba entre Hipólito y yo que vivíamos en la misma casa separados por
un tabique. Primero inventamos un sistema de comunicación sonoro por medio de
golpecitos sincopados, le agregamos rasguños para la bronca y un tamborileo de
dedos para la sensualidad, por lo menos para saber si el otro tenía deseos
aunque no concretáramos nada por falta de un espacio neutro. Hipólito es muy
leal a las reglas y no iba a permitirse ninguna transgresión, derribar tabiques
no era para él. El tamborileo a veces se hacía desesperado pero no pasaba de
un ejercicio de dedos. Los mensajes de Hipólito eran siempre los mismos, me
instaba a abandonar el vicio y todos los problemas quedarían resueltos. Los demás
que se arreglen, nosotros transitaríamos tranquilos por N’fum, sin culpas.
Pero los vicios se hacen carne y la mía ya tenía el color tendencioso de la
facción de mis amores. Como un cuadro de fútbol, la camiseta pegada al cuerpo.
Hipólito inventó una ventana fija en medio del tabique, a partir de allí
pudimos vernos. Él me mostraba sus habilidades, inspiraba hondo y hacía
flexiones para convencerme de su estado óptimo de salud,
pero yo me dejaba llevar por la danza del vientre en medio de la humareda
y unas gasas volátiles que giraban entorno mío. A veces me miraba seducido,
con la nariz y la boca adheridas al vidrio como una ventosa esperando que se me
pasara el rapto y otras imitaba mi danza, sin humo ni gasas, haciendo gestos que
llamaran mi atención. Creo que intentaba demostrarme que se podía hacer lo
mismo sin que la salud corriera riesgos. Zanahoria rallada y ravioles con tuco,
la misma diferencia, Hipólito se olvidaba del placer de bailar entre caracolas
de humo y gasas flameantes.
El
tabique duró poco, pronto comenzó a imperar otro binomio, se trataba ahora de
asociar y disociar, los pertenecientes a Fum disociados de los de N’fum para
delimitar territorios. De esa forma Hipólito quedó en el otro confín, en un
ambiente impoluto y benefactor, tranquilo en una casa sin culpables. Me
permitieron entrar a N’fum con un salvoconducto extendido, después de muchos
trámites, por la oficina de catastro. Exigían presentar una carta justificando
los motivos del pedido ante cada una de las dependencias que, si bien pertenecían
al mismo organismo, eran autónomas para el trámite que les concernía. Al
entrar, finalmente lo encontré haciendo flexiones frente a una ensalada de
berros bien lavados. Hablamos poco porque mi permiso de visita caducaba en cinco
minutos. Me dijo que todo estaba bien, cada cual con su cada cual, N’Fum se
hacía cada vez más perfecto dividiéndose en categorías y subcategorías, en
la suya era único, nadie se le parecía y esa originalidad lo hacía feliz.
No pude decir lo mismo de Fum, la pereza es la madre todos los vicios y
así quedamos emparentados, un cigarrillo por una copa, un porro por una cama
redonda o un boleto a la cabeza por un merengue con crema. Aparte de viciosos éramos
transgresores, derribamos cuanta empalizada se oponía a un tamborileo de dedos
y cuando me di cuenta había otra fum a mi lado bailando la danza del vientre
que ensartaba sus volutas de humo con las mías y mis gasas rozaban insidiosas
el cuerpo de un bailarín anónimo. Un desbarajuste de culpables tiraba abajo
toda construcción que se levantaba a su paso, el ruedo se extendía
peligrosamente hacia los límites de N’fum que parecían infranqueables, al
menos así lo creían ellos hasta que se descubrieron desertores n’fum cavando
un túnel. Mientras tanto yo seguía bailando, bailar era mi vicio asociado,
podría ser hija de la pereza pero no tengo nada que ver con mi madre.
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