Autor: Mariano Estrada
Ahora
que andamos sin norte por caminos de imposible satisfacción, que hemos
enterrado la honestidad en el subsuelo de los mercados y somos unos mansos
vulgares
con
la lengua llena de pelos, nos vamos dando cuenta de que el paraíso
perdido era realmente el patrimonio a enriquecer, o, por lo menos, a conservar.
Y voy a explicar esta frase para que algunos se enteren de que los pelos en la
lengua son aquellos que, de una u otra forma, impiden que los humanos podamos
expresarnos libremente. Y como voy a hablar de política, el paraíso lo refiero
a la Transición que, a pesar de sus marcadas imperfecciones, en esto de la
libertad de expresión nos podía dar sopas con honda.
Claro
que, en la época de la Transición,
la derecha tenía un complejo de dictadura suficiente como para dejarse
flagelar por una izquierda bisoña que había decidido ponerle las peras al
cuarto pero no romperle la cara. Y eso hizo, dejarla viva para que, a través de
un proceso de autoinculpación, liderado por el eclecticismo de un político hábil,
como Suárez, hiciera su particular travesía del desierto, en la que, por
cierto, el monstruo perdió su propia cabeza. Bueno, en realidad la cambió por
el camaleonismo habilidoso de Felipe González,
personaje carismático, ciclotímico y ambicioso en cuyo mandato
empezaron a ponerse clavos bajo las ruedas de la libertad,
por la que tanto lucharon otros días, mediante aquella famosa frase de
Guerra: “el que se mueva no sale en la foto”.
Ya
sé, ya sé, Felipe González no es precisamente la personificación de la
derecha, pero mantuvo el rumbo del barco mientras ésta se purgaba y se
restablecía. Y lo hizo tan bien que ni siquiera fue necesario esperar a un
personaje de alcurnia y
filigrana para que, en nombre de la referida,
tomara nuevamente el timón. Fue suficiente con Aznar, el anti-líder, el
hombre en el que Fraga depositó
unas simpatías
tan grandes como las que Dios había depositado en Jesucristo: “Éste
es mi hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias”. Pero, claro,
entre las
complacencias de Fraga
no está precisamente la libertad de expresión, por más que en otros
tiempos fuera el progresismo de un Régimen en el que las mordazas estaban
instaladas hasta en las hojas parroquiales de los llamados curas obreros.
Ni
que decir tiene que, con estas marejadas de mar gruesa,
empezaron a recogerse las tintas de los periódicos, que anteriormente
se habían derramado a su gusto;
a unificarse las voces de las radios, que tan libres y diversas sonaron
en sus días;
y a diluirse ciertas imágenes de televisión tras una pintura de
silencios, apariencias, altanerías, órdenes, prohibiciones,
mansedumbres y disimulos. Quedan los anuncios y la bazofia. Lo demás es
propaganda.
Y
en eso andamos ahora,
un pensamiento único tras el que se otea una única frase: “al que
rechiste, lo capo” (valga esta expresión anti-genética que, si no aporta
nada real a la censura, al menos enriquece sus nombres). Ya no es aquello de
moverse o no moverse, sino de hablar o callar. La capadura es mía, como metáfora.
La amenaza, no. Ni la evidencia. Y el silencio es grande, casi de ultratumba, a
juzgar por lo poco que proliferan en España los eunucos. Proliferan, sí, las
soberbias de los que tienen la sartén por el mango, los pisotones a los que
aspiran a tenerla, las zancadillas a los que tratan de caminar
por sus medios y en absoluto son adictos a la política, los chantajes a
los que laboral o profesionalmente dependen de alguna rama de la administración,
y las corrupciones con las que iba a acabar de cuajo el elegido de don Manuel
nada más alcanzar La Moncloa.
En
resumen, a mí me da la impresión de que vamos hacia atrás, como los
cangrejos. Hasta que el vulgo empiece a cansarse, supongo, y le monte la gresca
a los ostentadores de la política y del poder, que son los que arruinan siempre
el sembrado. La prueba está en Argentina, donde los cangrejos se han cansado de
ir siempre de culo y, un buen día, casi sin saberlo, han salido de cara y
resoplando, como toros de desesperación y de muerte. Mucha catarsis tendrán
que hacer los políticos argentinos, mucha reconversión hacia la normalidad de
la calle y mucho “mea culpa” entonado a golpe de cacerola.
Es
cierto que, en España, los cangrejos tenemos un mayor desahogo económico, pero
somos menos rojos que en el pasado y, la verdad, ¿qué es un cangrejo, si no es
rojo? ¿Quizás una cigala?
Pero, sí, en esto de la libertad de expresión, las cosas andan chungas
de veras. ¿Y cómo van a andar, señores míos, si tiene la palabra la derecha
y, ésta, piramidalmente acongojada,
se la ha cedido por entero a su Presidente, que no es ni por asomo el
alumno más aventajado de la prosodia?. Además, Aznar se ha vuelto ufano y
engreído, cuando, para participar de la grandeza,
debiera rebajar un tanto los humos y pensar que tal vez está un peldaño
más alto de lo que le en realidad se merece. De hecho, la gente le sigue
aprobando por los pelos y sus pelos no son exactamente para enmarcar...
Mariano
Estrada, 12-01-2002
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