Foto
Autor:
Veronica Spoturno
-Qué lindos que estamos acá- dijo Estela. Te acercaste a ver la foto,
un poco borrosa, un poco polvorienta, que mostraba las líneas de sus caras, las
de antes. Pensaste en la frase de ella, el impensado tiempo presente de la
frase. Un presente de la foto, de ese “acá” que no era éste. Desde la foto
te miraban tus propios ojos, ojos de chico en verano, en vacaciones. Un incierto
dolor ( y es que estaban también esos otros ojos, los de él) se desperezó en
vos y te obligó a alejarte y mirar otras cosas.
(uno no debería guardar fotos de su niñez, a veces se vuelven
siniestras)
La foto reflejaba algún momento de algún verano que pasaron, los tres,
en esa casa. Todo tenía ahora demasiada tierra encima, literal y metafóricamente
hablando. Es decir, había muertes en el medio. (no, no muertes, había muertos;
seamos duros y limpios: había, sobre todo, un muerto). Ahora Estela y vos
estaban vivos, pero en verdad esos chicos no tenían nada que ver con ustedes.
Se habían ido cuando él se fue, y con Estela se agazaparon uno contra otro. El
amor, claro, pero eso vino después. Primero ese mirarse a los ojos con fuerza,
tocarse, fijarse (eso, fijarse, fijarse uno y fijar al otro) que no te/se
desvanezca (también).
Un gato gris, enorme y duro, pesaba en un rincón. Ni siquiera quisiste
cerciorarte de que estaba muerto. Para qué. Vos sabías que Estela también lo
había visto y había girado la cabeza, sabías que a veces la evasión se
vuelve sólida, se corporiza.
Por las ventanas entraba la luz de la tarde. Estaban cerca de la playa, y
habías dejado varias puertas abiertas, así que el viento salado y húmedo
inundaba la casa.
Un ahogo, entonces. El aire se sentía más fresco en la galería. Te
apoyaste en la baranda que daba al jardín, inspiraste con fuerza. Te sentiste
mejor, tranquilo y despojado. (pero el gato). El gato salía de debajo de esas
plantas tan verdes, mientras te miraba fijo.
(
el miedo había empezado antes, pero no quisiste reconocerlo hasta ese momento,
el del gato gris entre el verde del jardín, y al entrar, esos ruidos).
Escuchaste ruidos y te esforzaste inútilmente en reconocerlos, pero bueno, la
casa era tan grande, era natural que algunas puertas se golpearan, los goznes
muy viejos y oxidados, el clima tan húmedo, los murmullos moviéndose (voces,
voces, voces, por qué no decirlo de una vez), imposibles de identificar, era
posible que (no) vinieran de otra casa cercana, de la calle.
Cuando le propusiste a Estela que se fueran, que ya es tarde, vos sabés
cómo refresca por acá después que cae el sol, aceptó inmediatamente.
Casi corriste (casi, porque correr era aceptar un absurdo temor),
cruzando la mancha verde y confusa que había sido jardín, hasta el auto.
Estaba con la puerta abierta y el gato sentado en el asiento de Estela. No te
miraba. Te sentaste y no se movió, pero cuando quisiste sacarlo estiró una
garra furiosa. Viendo la insistencia con la que fijaba su mirada verde en la
casa, entendiste que antes, en la galería, no había estado mirándote a vos.
Quién sabe qué horrores lo habían paralizado, antes de que entraras y lo
creyeras muerto.
Pusiste en marcha el auto y subiste por la maleza hasta situarte justo
frente a la puerta, por donde debía salir tu esposa.
Durante un momento, la casa se volvió más inocente y acogedora, ahora
que iban a dejarla. Esperabas a Estela en el pequeño refugio de lo cotidiano
que formaba tu auto.
En cambio, salió tu madre, horriblemente joven, que te ofrecía algo en
sus manos. Y sonreía, porque su hijo había vuelto a casa. También salió tu
amigo, que era un chico y no había muerto, que era un chico. Arrancaste y
quisiste alejarte. (¡Estela!). Estela, adentro, seguramente jugaba otra vez con
las mariposas amarillas y negras. Quizás saliera también y te saludara con sus
manitos manchadas. Te diste vuelta un momento para ver a tu futura, pero no, ya
no, esposa por última vez. La que alguna vez, hace poco, había sido tu esposa.
Salías, despacio. El sol daba de lleno en tu cara y el flequillo un poco
desparejo que mamá te había cortado. Viste, medio cegado por la violenta luz,
al hombre, en el auto, y empezaste a correr. Ya se había ido, pero corrías,
alejándote, cubriéndote del polvo de la calle, sin saber por qué, con tanto
miedo.