CUENTOS INFARTILES
Autor: Mauricio Alonso
"Ante la vista de aquel aparador sobrecargado de elementos fútiles, no tenía mas ambición que efectuar un devastador desalojo que permitiera ordenar sobre su superficie una serie de muñecos, cuya disposición diera como resultado una historia
". Valeria Alonso, mi hermana (en una de sus cartas, contándome uno de sus sueños).LA DIFERENCIA
Nunca voy a olvidar aquel juego que me reveló mi madre, la loca, en el día de su cumpleaños. Me lo murmuró al oído y me rogó que jamás lo divulgara. Le prometí no hacerlo, pero hoy me ciento tentado a traicionar aquella promesa. La traición quizás sea una de las formas de la memoria, una presuntuosa pretensión de engañosa inmortalidad.
Sea como sea, reproduzco aquel juego, según el cual:
"Todas las noches a las tres de la mañana, el gato de madera que está sobre la mesa de luz gira la cabeza y mira a los ojos a la niña que acaba de despertarse de un sueño intranquilo. En el sueño, ella era una niña de madera, parada sobre la mesa de luz, que giraba la cabeza y miraba a los ojos al gato, que acababa de despertarse de un sueño intranquilo y la miraba con indiferencia. "
EL HIJO
La mujer era muda. Había quedado muda una tarde de lluvia y miedo, pero esa es otra historia. Esta es la historia del hijo. La historia de los ojos y de la falsa calma del hijo de la mujer.
El hijo cortaba las tardes con un cortaplumas diminuto. Lo clavaba en los ojos de las gallinas, cuando la siesta deshabitaba su mundo mínimo. La madre sabia, pero fingía no darse cuenta. Era su único hijo y no quería enterarse de ninguna verdad molesta. El hijo dejó a todas las gallinas sin ojos, día tras día, ojo tras ojo. Al día siguiente de quedarse sin ojos de gallina, intentó con el gato. Quería más ojos. Logró clavarle la primera punzada en el ojo derecho, pero el animal se zafó de sus manos y desapareció para siempre. El se quedó escarbando con el cortaplumas los arañazos que le había hecho el animal en un brazo. La mujer no estaba. Escarbaba pacientemente, cada vez más profundo, mirando el rojo turbio de su sangre. Quería sangre. Fue al gallinero y le clavó el cortaplumas a una gallina en el vientre. Se desnudó y se restregó el animal muerto por todo el cuerpo. Se pintó con la sangre.
La madre llegó al atardecer y encontró a la gallina muerta frente a la puerta. Siguió el reguero de sangre y encontró a su hijo desnudo, acostado en su cama, todo manchado. No hizo nada. Como todos los días, al otro día se fue al amanecer. Pero no regresó. No regresó jamás.
El se crió solo, como pudo. Cuando creció comenzó a usar las ropas de su madre, las que había dejado. Comenzó a actuar como una mujer. Una tarde se cortó el pene con el cortaplumas y apareció en el pueblo, tirado sobre un caballo, sangrando, casi muerto. En el pueblo lo curaron.
Lo conocí en el prostíbulo de Margarita, que estaba pegado a la casona vieja, donde vivíamos con mi hermana: teníamos apenas diez años. El trabajaba ahí, cantando y haciendo puntos. Cantaba todas las noches, vestido de mujer. Se hacia llamar con el nombre de Valeria, como mi hermana. La tarde que cerraron el prostíbulo lo encontré llorando, sentado bajo la sombra del paraíso que estaba frente al local.
-La vida es puta, nene, una puta paradójica -me dijo, y luego me contó toda esta historia. Recién cuando terminó me reveló que su madre era muda. -Era muda -me dijo- muda como yo. Y sacó el cortaplumas y se cortó la lengua.
EL ESPEJO
El sereno de la fábrica de aceite que estaba frente a nuestra casa era una paradoja. Era un hombre gordo y manso, negro como la tierra. Le decían, precisamente, el negro. Lo paradójico era que su apellido era Blanco. Yo solía cruzarme hasta su caseta y le hacia compañía. El inventaba historias que siempre me hacían reír; en verdad no sé por qué, ya que eran ciertamente sórdidas. Quizás se debiera a que el negro Blanco me contaba sus mentiras con una sonrisa irónica que relativizaba cualquier catástrofe. Me había hecho creer que al lado de su casa había un zoológico y que todas las tardes visitaba la jaula del tigre. Con voz ceremoniosa de recitador dramático, esbozando su sonrisa casi diabólica, me declamaba su historia llena de palabras misteriosas. Mucho después supe que pretendía ser poeta.
Hoy somos buenos amigos. El no sabe que yo, Mauricio Alonso, soy aquel pibe, Martín, al que él le contaba historias. No sabe que alguna vez cambié de identidad y que aquella infancia, que quizás ya no me pertenece, no es mas que la memoria de aquellos cuentos. Tal vez este texto no sea mas que un pretexto para revelarle al negro el tonto enigma de mi identidad, para que sepa que sus pretensiones literarias alguna vez tuvieron un destino cierto en aquel ocasional vecino de ocho años.
Voy a intentar reproducir su tono poético y grandilocuente, seguramente tergiversándolo, para contar una de sus tristes fábulas un tanto patéticas. Supongamos que habla el negro blanco:
Crucificado a una constelación de engaños, el tigre transpira la rabia de su encierro. Todas las tardes, a la hora de los miedos, voy a observarlo.
Pasa las horas dibujando el frío de su jaula, yendo y viniendo, trazando líneas tan azarosas e inútiles como las líneas de una mano muerta. Sé que sufre el infierno de una vigilia sin cuerpo, tan inconsistente como un sueño sin palabras-, lo veo en sus ojos infinitamente ciegos, abiertos a la mala luz del círculo.
Cuando cae la tarde, se abraza a la desesperación de su fiebre y se duerme, harto de revolcarse en el barro reseco de la jaula (en su barro reseco y accidental).
A esa hora, me acerco a la jaula y me despido de él con una ínfima caricia. Ese es el único momento del día en el que me siento acariciado.
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