Las
sirenas despertaron de su sueño indiferente, a los vecinos del edificio donde
vivía Gabriel. Despeinados y amodorrados aún, la gente se agolpaba en la
acera, mirando hacia arriba. En lo alto una figura se destacaba contra el gris
de la madrugada. Sus ropas se azotaban con la brisa fría que precede al ascenso
del astro rey.
La
policía había hecho un cordón y cercado la calle en un vano intento de no
atraer más curiosos. Alguien comenzó a hablarle a la figura solitaria en la
azotea, intentando convencerlo de no arrojarse.
Gabriel
los escuchaba con una sonrisa extraña, más bien era una mueca de desprecio. A
ellos no les importaba si saltaba o no. Su trabajo era evitarlo. A nadie le
importaría que se convirtiese en una mancha roja en el paisaje.
Tenía
un poco de miedo, era verdad. Ese cosquilleo que sube por las piernas cuando se
contemplan los alrededores desde una considerable altura. Era una sensación que
le producía poder.
Al
fin de cuentas el mundo seguiría girando aunque ya no participara. Sólo somos
incidentales viajeros transitando su superficie, intentando vivir la vida lo
mejor posible. Deseando jugar las cartas correctamente; pero a veces, como le
pasó a Gabriel, nos damos cuenta que nuestra mano es tan mala que de nada
servirá mentir y es mejor irse al mazo.
Respirando
profundo pasó sus largas y delgadas piernas sobre el barandal y asiéndose
firmemente se sentó, con los pies colgando.
Abajo
cada vez había más gente. Los primeros rayos de sol asomaban a lo lejos tiñendo
de rosa el ambiente. El aire, aún a esa hora olía a humo. Extrañaba la época
en que despierto a esa hora, en su barrio natal, oía los pájaros y percibía
el fresco aroma de la madrugada. Ahora sólo sentía el hedor de la contaminación
y escuchaba el monótono y devastador sonido de la civilización que corría
alocadamente, sin saber muy bien a dónde iba.
De
pronto un ruido detrás de él lo sacó de su letargo de ensoñación. Un policía,
que parecía cansado, tal vez por haber pasado una mala noche; se le acercaba
desde la salida de la terraza.
Le
hablaba pero él no lo escuchaba. No podría mentirle. Los hombres no le harían
más daño.
Saboreando
esa sensación de omnipotencia, cerró los ojos, extendió los brazos y se
inclinó hacia delante. El policía intentó atraparlo; sintió el roce de sus
dedos en la ropa. De todas formas era libre.
Abrió
los ojos, disfrutando la salvaje brisa que arremolinaba su cabello. La aceleración
era cada vez más grande. El suelo se acercaba con vertiginosa velocidad.
Ya
nada importaba. Este sería su último salto; sólo que en su espalda no llevaba
el peso del paracaídas, sino el de sus frustraciones y sueños truncados.
Al
llegar al décimo piso ejecutó algunos giros sobre sí mismo, en beneficio de
sus ocasionales espectadores, y luego volvió a la posición básica.
Un
instante después su cuerpo se estrellaba contra la vereda salpicando con su
sangre, las sucias baldosas que algún día conocieran tiempos mejores.
Después
de que se llevaron el cadáver, los curiosos se dispersaron como una murmurante
marejada humana; ávida de hechos monstruosos.
En
unos pocos meses todos olvidaron a Gabriel. Sólo algunas almas sensibles lo
recuerdan y se preguntan que encrucijada equivocó para tener esa única opción.
¿Qué extraña e intrincada conjunción de acontecimientos lo llevaron a ese
melodramático final?
Tal
vez nunca lo sabremos, pero mientras su ataúd baja a la sepultura, rememoro sus
actos pretendiendo encontrar un final alterno.
Volver a Página de Cuentos Envia tu comentario a correo_elastillero@ciudad.com.ar