EL HOMBRE QUE SE EVAPORÓ
Autor: Fernando Luis Pérez Poza
A pesar del intenso calor, Venancio Cienfuegos se sentía tan
ligero como una pluma. Notaba como su cuerpo, poco a poco, se iba despojando de
todo el peso material mientras un vapor espeso dibujaba su silueta con tenues líneas
de humo, casi transparentes, sobre el azul del firmamento. Era como si un
profundo letargo de intensidad valium treinta hubiera tomado posesión de su espíritu
y devorado el cóctel de moléculas que componían su mortal existencia.
Flotaba libre en el espacio, completamente ajeno al influjo de las fuerzas de la
gravedad. El viento inflaba sus venas de libertad. Podía volar con mayor
precisión que una gaviota, hacer vuelos rasantes sobre el mar para luego
ascender y diluirse en el aire con tan solo formular un breve deseo en su
pensamiento. En una fracción de segundo era capaz de adoptar mil formas
diferentes o, por el contrario, permanecer inmóvil durante horas en la quietud
del tiempo detenido.
Venancio Cienfuegos ignoraba lo que estaba aconteciendo, lo que estaba
transformando su vida, la causa del milagro que se derramaba por sus venas. Una
húmeda y grandiosa sensación de inmensidad inundaba todos los poros de su ser,
como si una mano invisible le estuviera abriendo de par en par las puertas de la
eternidad. Por un momento, pensó que había muerto y, por arte de magia, se había
convertido en ángel, aunque le faltara el vestido azul de raso y el carnaval de
alas con que las monjas solían iluminar las representaciones navideñas en el
parvulario. O, tal vez, era el fantasma de un niño que, al atardecer, tendido
sobre la hierba, dejaba vagar sus ojos tras una vaporosa nube e imaginaba que
podía viajar a la velocidad del pensamiento por todos los confines siderales.
En su fuero más interno tenía la certeza de que aquellas vastas praderas de
aire, que ahora se extendían ante su vista, habían sido diseñadas
especialmente para sus juegos. Largas, continuas, tridimensionales, sin un
obstáculo que entorpeciese el deambular de los seres que por ellas se atrevían
a discurrir, se le antojaban inmensas. Y aprovechando esa inmensidad ora se
convertía en espiral jugando a dejarse engullir por los remolinos de viento,
ora en la estela mágica de un cometa en plena evasión de otra galaxia, ora en
un trapecista sin red de la alquimia celestial.
De todos los cambios operados en su fisonomía lo que más
sorprendía era que se había vuelto claro, diáfano, traslúcido. Todas las
aves y objetos materiales podían atravesarlo con la misma nitidez que una
espada a un faquir, sin causarle el más mínimo daño corporal. Otra característica
sobresaliente de su nuevo estado consistía en que no necesitaba comer, ni
trabajar, ni respirar. Y mucho menos estudiar. La vida le resultaba
sumamente fácil y grata por obra y gracia del milagro operado en su
metabolismo.
En la extraña dimensión en que la que había penetrado, el tiempo carecía de
importancia. Allí, a nadie se le ocurría utilizar el reloj porque en función
de la velocidad y dirección del vuelo podía cambiar a su antojo el devenir
secuencial y lógico de los minutos. Si alguien navegaba en sentido contrario al
movimiento de rotación de la tierra todo se volvía del revés, primero la
tarde y después la mañana, sin el intervalo de la noche, que ocurría tras el
amanecer. Si lo hacía en sentido vertical y ascendente los días y las noches
se volvían tan largos que no se acababan nunca.
El blanco rumor del mar en verano actuaba como un imán sobre las corrientes de
aire que le impulsaban, y Venancio Cienfuegos tomó la decisión de acercarse a
la tierra. Y sólo entonces, al ver su sombra reflejándose en el agua como en
un espejo, pudo comprender el origen de aquel cúmulo de mágicas sensaciones,
de aquella bacanal de locura en que se había transformado su vida: ¡Lo que había
sucedido era algo tan extraordinario, que resultaba imposible de creer! ¡Por
algún capricho del destino se había convertido en
una nube de perfiles blancos, casi de algodón, que navegaba libre surcando el
cielo!
Allá abajo, tendidos sobre la cálida arena de la playa, rodeados de frascos de
bronceador, lucían sus lomos adobados miles de seres humanos. Sus alegres
toallas extendidas realzaban el espectáculo multicolor de la tarde. Algunos
corrían de un extremo a otro por el extenso arenal aspirando profundamente el
aroma de la brisa oceánica. Otros, sobre todo los niños, se entretenían
jugando con las olas al corre que te pillo. Los más intrépidos se aventuraban
a nado mar adentro con la velada esperanza de encontrar una bella sirena con la
que adornar sus sueños.
Venancio Cienfuegos sintió la necesidad de investigarlo todo, de trepar hasta
los últimos confines del cielo, de revolcarse en cada uno de los átomos del
universo y elevó su vuelo. Pero pronto comprobó que a medida ascendía, la
temperatura atmosférica descendía y la gravedad le liberaba más y más de su
atracción fatal. El frío transformaba su volumen en una masa informe de hielo
picado como el que se usa para los cócteles. Volvía a sentirse materia pero
seguía volando libremente. Y las puntiagudas aristas de aquellos cristales le
producían más picores que una manifestación de pulgas pululando por sus
venas.
Durante el día vagaba solitario y silencioso bajo el intenso
sol que brotaba del cielo, tratando de encaramarse a los vientos más favorables
y divertidos. Al caer la noche bajaba en forma de espesa niebla hasta el río y
allí se pasaba las horas muertas, reposando su humedad y escuchando el dulce
croar de las ranas. Cuando podía, aprovechaba las brisas más ligeras para
peinar suavemente las puntas que sobresalían de sus etéreas formas y se
adornaba con alguna de las esquizofrenias de luna que desprendían los
estanques. Pero de entre todas las cosas, lo que prefería, lo que más amaba,
lo que realmente le chiflaba era jugar a convertirse en rocío para derramar
sus vespertinas gotas sobre los sedientos pétalos de las flores marchitas y
devolverlas así a la vida.
Le gustaban también los vientos tranquilos, que le permitían recrearse, de
esos que a veces ni siquiera soplan porque han pasado una gran parte de su vida
encerrados en las montañas del Tíbet y han adquirido una pequeña y apasionada
vena mística por la quietud. Con ellos daba graciosas volteretas en el aire. En
sus brisas era capaz de fabricar arco iris sin apenas humedad, aunque nunca
acertara a emplear los colores adecuados. También podía navegar al estilo
mariposa o simplemente dejarse llevar por un soplo mientras se hacía el muerto.
En algunas ocasiones, un avión atravesaba su silueta, a una velocidad de vértigo,
dejando tras sí una preciosa pero contaminante estela de humo. A través de los
cristales de las ventanillas se podía contemplar un largo centenar de cabezas
diminutas como cerillas, algunas de ellas calvas y redondas como naranjas. Y en
su pensamiento se establecía un paralelismo con la vida y los diferentes
niveles existenciales. En el mundo, en la sociedad,
en cualquier grupo humano también se estilaban los asientos de primera, de
segunda o de tercera. Los de primera siempre ocupados por políticos con cara de
atareados y pensamientos vips o gente que ha conseguido su fortuna a costa de
explotar a los demás; los de segunda, con los motores zumbando en sus oídos y
el ala a su costado, limitándoles la visión a algunos retazos del paisaje; y
los menos afortunados, los de tercera, aferrados al asiento de cola, siempre
sometidos a los vaivenes de las turbulencias, sin más horizonte que la nuca del
pasajero que va sentado en el asiento de delante.
Venancio Cienfuegos, por un momento, pensó que quizá el mundo no fuera más
que eso, una inmensa lata de conservas con arco iris y el sol el autoclave que
lo esteriliza y su alma se llenó de tristeza. Pero luego descartó la idea.
Aunque llevaba poco tiempo de nube, presentía que la vida tenía que ser algo más.
No podía reducirse todo a la ociosidad de pasear por los cielos, de cabalgar
encaramado a todos los vientos sin un propósito definido, sin un objetivo
concreto, sin un motivo específico con el que justificar semejante derroche de
realidad vital. En su fuero interno sabía que tenía que haber algo que le
diera sentido a las cosas: Un ser superior, una fórmula total de la matemática
vital, un principio para la alquimia existencial.
En algunas tertulias de nubes había oído hablar de un ser al que llamaban La
Gran Nube. Nadie la conocía personalmente, pero comentaban que era maravillosa,
tan grande que su presencia podía llegar a ocultar todos los horizontes simultáneamente.
Se decía que con tan solo proponérselo podía cambiar de color o de aspecto, o
volverse agua o hielo a voluntad del pensamiento. Algunas creían que era de un
blanco sobrenatural, tan elegante
como un vestido de novia; otras, por el contrario, de un gris intenso, casi
negro, de nubarrón con tintes de tormenta. Se comentaba que cuando llovía solía
hacerlo equilibradamente, derramando su agua únicamente en los sitios donde se
necesitaba y en la proporción adecuada. Las que habían escuchado su voz alguna
vez, explicaban que se expresaba de una manera muy rara, como en clave, y cada
una de sus palabras simbolizaba un jeroglífico dificilísimo de resolver. Pero
al cabo del tiempo se volvían locas y empezaban a hablar como ella.
Decían que cada nube es como un planeta alejado del otro, que todos tenemos
derecho a unir nuestra humedad pero no a invadir o apropiarse de la del hermano.
Que la verdadera libertad es el ejercicio de la solidaridad con el universo. Que
todas unidas podríamos ser esa Gran Nube que necesita la Tierra. Que la misión
de las nubes es la de llover, devolverle a la tierra la humedad que le roba el
sol en los días calurosos y generar alegría, felicidad y verdes esperanzas a
nuestro alrededor.
La verdad era que Venancio Cienfuegos apenas entendía una palabra. Todo aquello
le parecía un galimatías propio de las nubes que han osado penetrar las
regiones más altas de la atmósfera y han permanecido mucho tiempo congeladas
sin otra cosa que hacer que darle vueltas y más vueltas al coco, retorciéndose
en la más espesa de las angustias como en una noria. Así que no les prestaba
atención. En el mundo existían tantos jeroglíficos por resolver que si se
echaba uno más a cuestas terminaría volviéndose tarumba.
¿Acaso puede el agua mantenerse limpia y clara en una ciénaga? Y el alma de la
Gran Nube, ¿existe? ¿Por quién está formada? La vida es un eterno
proceso de transformación. Hoy se es nube, mañana humano y pasado planta. Un día
se está en el cielo y al día siguiente atormentado, en la tierra, formando
parte de un cuerpo material y sólido. No eran las nubes quienes podían cambiar
el mundo. Era el mundo el que cambiaba a las nubes, sin preguntarles lo que querían
ser. Cómo hacer caso de aquellas locas que pronunciaban esa sarta de locuras si
con sólo acercarse a ellas y escuchar
sus palabras se podía volver uno majara, se decía para sus adentros Venancio.
Inmerso en la profundidad de sus meditaciones, no se percató de que se dejaba
arrastrar por una corriente descendente. Era una suave ráfaga de viento que
concentraba su escasa potencia y caudal de aire tres mil metros más abajo, una
de esas brisas cuyo deambular por el mundo las ha dejado tan extenuadas que tan
solo guardan fuerzas para llegar a África y exhalar su último suspiro en las
estériles llanuras del desierto, donde nada más llegar se cargan de arena y
les resulta imposible soplar.
Aquellos parajes en los que inadvertidamente se había ido adentrando no se
parecían en nada a la sociedad opulenta que había sobrevolado con
anterioridad. No había rascacielos, ni siquiera grandes ciudades como en Europa
o en América. En cientos de kilómetros a la redonda apenas se observaba algo
de vegetación. Los árboles sin hojas se erguían como espectros de muerte
sobre las desiertas planicies en un cántico al más puro
estilo Polstergeit. Sobre la tierra reseca y resquebrajada de aquellas vastas
llanuras donde no crecía ni el perejil, la pobreza y la necesidad habían
provocado un estado de perpetua humillación. En aquellas latitudes, cientos de
miles de personas trataban de extraer de su médula ósea las últimas
constantes vitales con el fin de sobrevivir.
El dolor y el hambre habían convertido a aquellos seres en esqueletos, en sacos
de huesos vivientes, en auténticas radiografías humanas. Carcomidos por las
moscas, incapaces de dar más de dos pasos seguidos sin marearse, parecían cadáveres
amortajados antes de la triste y fatal hora de la muerte. Su epidermis era un
vademécum que contenía todas las enfermedades de la superficie terrestre.
Dentro de su piel apenas quedaba la fuerza necesaria para cavar su sepulcro. Si
aquellas gentes no se comían unas a otras era
solo por pudor. Cualquier perro o animal doméstico de una zona desarrollada del
planeta tenía una renta per cápita más elevada que ellos.
Venancio Cienfuegos no comprendía nada. Su mente era un inmenso galimatías que
no encontraba sentido a las cosas. Hasta que sus ojos sufrieron aquella terrible
visión, aquella descarnada revelación de la crueldad divina y humana, había
pensado que todos los seres del planeta, incluso los más insignificantes, tenían
una misión que cumplir: Las abejas, por ejemplo, se dedicaban a elaborar la
miel con el néctar de las flores. Las vacas daban leche a través de las ubres
para fortalecer los huesos de toda la población.
Los árboles sujetaban a la tierra para que ésta no se precipitase en el vacío
del espacio absoluto, en el profundo tobogán del universo, en la espesa
amargura de la soledad cósmica. Era una misión que formaba parte de las
características esenciales e intrínsecas del ser. Pero ahora dudaba a cerca de
cuál era el papel del hombre, su misión, su razón de ser y de existir.
Entonces, una luz comenzó a encenderse en su cerebro, y sintió unas ganas
tremendas de llover, de derramar toda su agua sobre la tierra reseca, de
infundir un poco de esperanza en aquel abismo de la nada. Pero era la única
nube que había osado adentrarse en aquellas latitudes y de su piel sólo
brotaron algunas lágrimas, estériles gotas de agua de color plateado que
solamente servían para llorar la inmensa pena de su impotencia.
En su larga gira por tierras africanas pudo observar que todos aquellos seres
miraban sus blancos y húmedos lomos con una ansiedad inusitada. Para ellos
constituía una gran novedad, algo nuca visto, el mayor espectáculo que podía
deparar la existencia. La gran mayoría sólo había oído hablar de las nubes a
los más viejos de la tribu, a través de las leyendas que sus antepasados les
habían transmitido verbalmente. Por lo general se trataba de historias del paraíso,
un paraíso verde y húmedo por dónde corría el agua a
raudales y la hierba era la alfombra de La Gran Nube. Ahora comprendía todas
las palabras que antes había despreciado. Solamente una gran masa nubosa que
recorriese los puntos del planeta más necesitados de agua podría solucionar el
problema. Todas sabían que bastaría con que cada una cediese una parte de sus
excedentes, el cinco por ciento de su humedad, o simplemente dejase resbalar
algunas lágrimas por sus mejillas, y
la hierba comenzaría a brotar y se llenarían de trigo todos los rincones.
Pero las nubes, como los seres humanos, también eran ciegas e ignorantes,
sordas e insensibles en medio de este océano de sufrimientos, incapaces de oír
la verdadera llamada de la vida.
Entonces, Venancio Cienfuegos descubrió que una corriente de
aire en sentido inverso lo había llevado de nuevo al punto de partida. Allí,
sobre la arena de la playa, tendido al sol, entre los bañistas, ajeno a los
problemas de este mundo, divisó su cuerpo de humano tendido sobre la toalla,
reseco, y decidió llover sobre sí mismo. En el cielo al igual que en la tierra
también faltaba solidaridad. Y en ese momento despertó. Recobrada su latitud
material, con la mente todavía embotada por el sueño, miró la esfera del
reloj. Ya era la hora del baño y no sabía por qué aquella corta siesta al sol
le había dejado una cierta sensación de tristeza, quizá la tristeza de quien
comprende el enorme egoísmo que habita dentro de cada ser, incluido él mismo.
Diciembre 1997©
Pontevedra. España
Volver a Página e Cuentos