“esto
es aquí, esto es ahora”
Autora:
Cecilia Bettoni
“Esto es aquí”, dijo Jinny, “esto es ahora. Pero pronto nos iremos. Echaremos a andar y nos separaremos. Esto es solamente aquí, esto es solamente ahora. Ahora yacemos bajo los groselleros, y cuando la brisa sopla quedamos con todo el cuerpo moteado. Mi mano es como una piel de serpiente. Mis rodillas son rosadas islas flotantes. Tu rostro es como una manzana bajo una red.”
Virginia Woolf, “Las Olas”
Le
gustaba salir por las tardes, cuando volvía del colegio y se sacaba el incómodo
disfraz de pingüino y volvía a ponerse los aros y vaciaba el refrigerador. Aunque el refrigerador muchas veces ya estaba vacío.
Salir de la casa, cerrar esa puerta con sus responsabilidades y
cuadernos, las páginas que no escribió y el lápiz que utilizó para cualquier
cosa excepto seguir el hilo de la clase. Sentir
que ahora el aire era diferente, y que ya no habría sol y que podría vagar a
su antojo, dejando que la ruleta girara fuera de su control, pensar en Colombina
o en Manuel, en el café de don Tito o en la plaza tres cuadras más abajo.
Las mismas opciones nunca eran las mismas.
Todo
eso le gustaba, porque entonces el ronroneo que jugaba las veces de banda sonora
no era el estrafalario acento de una profesora de francés, sino el rutilante
orgasmo musical de Robert Plant compitiendo contra Jimmy Page en Whole Lotta
Love. El terrible vértigo de
saberse vivo. De estar retratado en
una canción que nadie escribió para él, pero aun así narra su vida paso a
paso, como cuando leía a Hemingway y sabía que esos eran sus mismos sueños y
decepciones.
Bajaba
por la calle ensombrecida vagamente de esqueléticos árboles, y durante unos
segundos hizo callar la música para regodearse en esa otra música de otoñales
músculos resecos que sus pies iban triturando, a veces con mucha sutileza,
otras con irrevocable ira. Con
Colombina les encantaba hacerlo, por esos tiempos en que todavía eran tan
iguales, casi asexuados, cuando otras jugaban a las muñecas y otros a los
soldaditos, y ellos se revolcaban en las hojas embarradas por lluvias
anteriores, y se contaban secretos estelares mientras sobrevenía la noche.
Se
volvía difícil no pensar en Colombina cuando venía de pasar frente a la que
fue su casa por 14 años, ver un automóvil diferente del mazda 323 y las
ventanas cerradas por las cuales nunca más volverían a escaparse las etéreas
melodías de Lennon y compañía, y no más gente sentada en un cornflake.
Bajó
la vista y volvió a su walkman, porque ya otras veces le había ocurrido que le
punzara el recuerdo de Colombina, no una sombra porque ella no era sino la más
fulgurante luz, pero sí ese recuerdo empalagoso de niños que no se dan cuenta
y van creciendo y cuando lo visualizan, les hieren las ropas que se han quedado
chicas y cuando se compran prendas nuevas se compran también sueños nuevos, y
eso no puede ser de otro modo por más que se vaya a la ropa usada o se adquiera
la colección completa de los Beatles.
Siempre
me pregunté por qué en un momento se hace tan natural dejar de querer a los
amigos. O al menos, dejar de
decirlo.
Al
menos así le ocurrió a ella, cierto cumpleaños en que llegué a verla y la
abracé largamente mientras le deseaba tantas cosas al oído.
Claro que el abrazo finalizó apenas yo quise cerrar con mi clásico
“te quiero, Colo” y ella me apartó de sí y se planchó la chomba con las
manos. No dijo nada, ya esa mirada
fulminante, mirarla yo también y darme cuenta que ella no era la misma y, por
la manera en que me observaba, saber que yo también había cambiado.
Al menos para ella. ¡Todo
era tan suficiente! Y yo que quería
quedarme ese día, o salir con ella, las hojas mojadas o el emporio donde el
Tito no nos iba a cobrar por las coca colas, y después cualquier cosa...
Tanto me costó reemplazar todo eso por lo mismo, pero yo sólo, que
entonces no era lo mismo, porque iban a venir las amigas de la Colombina (¿desde
cuándo?) Y tal vez lo mismo pero sin mí.
Estaba
agotado de tanto caminar, sin saber donde le llevaría el absurdo rodeo, cuando
ya había caído la noche y no había secretos estelares que contarse porque se
habían extraviado en algún banco de la plaza, y el cambio de estación se llevó
todo y al repintarlo hasta la esperanza de hallar un resabio se dio por
imposible. Y lo comprobó cuando
por fin llegó al lugar donde empezaba a vislumbrarse un pedazo de mar, y el
castaño deshojado que se iba repitiendo en simetrías derruidas.
¿Acababa ahí el camino?
Ciertamente
no, cuando en el fondo sabía que de uno u otro modo habría de saldar cuentas
ese día, aun si no se lo hubiese propuesto al salir de la casa, al salir de la
diaria rutina para embarcarse con o sin querer en esa ilación de recuerdos tan
lejanos pero sangrantes. Había de
encontrarla en algún lugar, y no le diría que la amaba, qué va si nunca lo
hizo, no se trataba de aquello sino de lo otro que venía recordando hace tantas
canciones ya, cuando asomaba a las ventanas de Kashmir y de una u otra forma el
disco llegaría a su fin. Sería un
reto poco deleznable hacerlo al mismo tiempo.
El
banco no le apeteció esta vez, pero sí le atrajo el pasto cuyo aroma de recién
cortado ascendía hasta sus narices. Se
recostó de espaldas, la tez aun más blanca de luz de luna, las manos sirviéndole
de almohada y el tarareo sigiloso de cierta melodía que no alcanzaba a oír,
pero cuyas notas en viento resoplado alcanzaba a llenarle el paladar con un
gusto resabido. Se sentía pleno,
como en apacible reposo, tal vez la meta de ese día había sido un detallado y
doloroso exorcismo de su trozo de vida junto a ella, y ahora rebosaba del vacío
que antes se hallara taponeado de pequeños rencores, pequeñas églogas.
Por un momento el viento cobró cierta tibieza al resbalar por sus pómulos
y hacia sus orejas cubiertas, se perdía en la negra maraña musical tallando
otros acordes y melodías, donde ya nada volvería a ser lo mismo.
Repentinamente
algo empezó a saltarle en el pecho y la melodía se le trababa entre los labios
resecos, marchitos o partidos y súbitamente lubricados.
El
calor le daba con fuerza en la frente y los ojos, a veces el viento lograba
agitar lo suficiente las hojas para conseguirle un poco de sombra. Y el pasto húmedo
hacía lo suyo en la espalda desnuda que ella llevaba largo rato contemplando.
Todo cayó en un silencio redondo y bello y tan perfecto.
Hecho para ser roto. Abrió
los ojos y por fin la contempló, la sonrisa plagada de dientes y una que otra
peca rondándole el rostro.
-
¡Tanto te demoraste en tomar la leche!
-
Ya conoces a mi mamá, le dijo a la marta que no me
dejara salir.
-
¿Y a l final te dejó?
-
No sé. Estoy
aquí.
Erguido
junto al castaño ella todavía lo rebasaba unos centímetros.
Empezó a caminar por la senda polvorienta y él la siguió en su
bicicleta. A lo lejos, la
nostalgia.
Sábado 7 de Abril de 2001