La
Literatura nos remite a varias sensaciones, una de ellas es el asombro. Me
asombra leer un libro y convertirme en amigo y cómplice del autor, y puedo ser
tan amigo que hasta me parece permitido el traicionarlo, hacerle decir cosas que
a lo mejor él ni siquiera imaginó. El asombro me atrapa también cuando, al
escribir, miro la página antes en blanco y veo en ella que la historia comienza
a contarse y siento que algún amigo aguarda agazapado en alguna parte.
M.C.
En la playa
Autor:
Mario Capasso
Usted
no se imagina, claro, es su primer día acá, pero le voy a explicar. Acá, en
la playa, todo es distinto, el tiempo por ejemplo, el tiempo transcurre de otra
manera que afuera, más lento, pesado, monótono. Cada minuto se suma al
anterior, pero el resultado no da dos minutos, da más, mucho más. Ya se va a
dar cuenta, sabe. Y el aire también es diferente, si conoce otras playas lo
habrá notado, al principio hasta cuesta respirar bien.
Yo
llego cada mañana y ocupo mi lugar, siempre el mismo y siempre a la misma hora.
Ni me doy cuenta ni me importa demasiado si se trata de un lunes, un martes o un
domingo, porque en la playa es así, sabe. Está abierta todo el tiempo, sin
interrupciones, y aunque llueva o haga frío, la playa sigue firme en su lugar,
disponible para el que quiera venir, y viene mucha gente a veces, otras no
tanto, según los días, pero a mí me da lo mismo, es como una obligación,
sabe, o una obligación era hasta que apareció ella, ahí cambió todo. Déjeme
que mientras le explico cómo es esto, le cuente un poco, necesito hablar de
ella con alguien, espero que no le moleste, total, usted puede verlo, ahora está
tranquilo, la playa es así, sabe, por momentos no pasa nada, todo está quieto,
como adormecido,
y de repente el movimiento comienza, porque llegan unas familias y otras
se van, o vienen unos tipos apurados por conseguir su lugar, o una mina sola,
como cuando vino ella esa mañana, aunque ella no es una mina, una mujer hecha y
derecha, eso es, o eso era para mí hasta que se fue y no volvió más. Sí, una
hermosa mujer de lunes a viernes, sin faltar una sola vez, sabe.
Usted
me pregunta si yo estudié, sí señor, terminé el secundario y no pude seguir
en la facultad porque tuve que salir a trabajar cuando mi viejo se rajó, pero
lo que aprendí no me lo olvidé, aunque ahora no me sirva de mucho. Lo que sí
me sirve es haber trabajado unos meses, casi un año en un taller mecánico, con
eso me las rebusco, ligo alguna changa, siempre algo fácil que lo saca de apuro
al cliente y me hace ganar algún billete, que nunca viene mal.
Le
sigo contando. Viene todo tipo de gente acá, sabe, están los metódicos y
rutinarios que llegan siempre a la misma hora, como yo pero más tarde; otros
vienen por un rato y luego se van, pero en todos los casos me da la impresión
de que al irse se ponen en marcha, como si algo los atrajera fuera de la playa.
Pero ella era distinta al resto. Cuando se iba, a veces ya bien entrada la
noche, dejaba en mí una inquietud que no me abandonaba hasta que la veía
volver al día siguiente. Pero ya todo terminó y por eso decidí dejar de venir
a la playa, es como que hubiera perdido sentido el venir y estar aquí todo el día,
sin esperanza de verla, no sé si me entiende.
Muchas
veces pensé en hablarle, sabe, saltar la barrera del saludo habitual, buenos días
buenas tardes hasta mañana, pero siempre me frenaba el pensar que lo tomaría a
mal, qué podría pensar si un tipo como yo intentara un acercamiento. Son
pavadas tal vez, prejuicios que uno arrastra por la vida, pero la cuestión es
que no me decidía. Hasta que una vez sí, pero era el último encuentro y yo,
claro, aún no lo sabía.
Esa
mañana, hoy hace justo un mes, cuando llegó yo estaba leyendo la tapa de la Crónica,
usted se debe acordar, el tema del impuestazo. Vio qué lío con este asunto, le
dije. Ella lo había escuchado en la radio, la mano viene mal, muy mal, eso me
contestó. Hablamos un poco más, se le notaba la preocupación, aunque sonrió
cuando le hice algún chiste y pareció animarse con la charla que duró
bastante, no tanto como yo hubiera querido pero ella tenía cosas que hacer,
sabe. Me ilusioné, para qué se lo voy a negar, ni comer el sanguche del mediodía
pude. Pero cuando volvió me agarró de sorpresa, era temprano todavía.
Lloraba, ella lloraba.
Le
pregunté qué le pasaba, que la habían echado del trabajo me dijo. Me quedé
sin saber cómo seguir, busqué palabras para consolarla pero no las encontré,
si yo también me sentía desconsolado, enseguida comprendí que la perdía para
siempre. Cuando se serenó un poco le di, junto con las llaves, un chocolate que
le había comprado.
–Gracias
por todo –dijo y enseguida me dio un beso en la mejilla.
–Gracias
a usted –contesté.
Cuando
el auto desapareció comencé a llorar, el humo de los escapes, sabe.
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