EL OTRO
Autor: Fernando Luis Pérez Poza
La verdad es que estoy harto, completamente harto, hasta el
cogote de aguantarte. Tus envidias, tus miserias, tu falta de resistencia ante
la adversidad. ¿Qué absurda rueda del destino me obligó a tenerte por compañero?
¿Qué día aciago sacó mi número par y el tuyo impar al mismo tiempo en
la ruleta existencial? Sí, no me mires así. Ni un segundo más
pasaré contigo. Ahí te quedas para siempre, diluido en tu pena y esa colección
de neurosis obsesivas que te acompaña, que yo me voy a otros territorios más cálidos,
donde un abrazo sea algo más que un poema, donde un beso sea un verso sin
palabras y hacer el amor algo así como un cataclismo de estrellas.
Cuando te vi por primera vez, cerca de mí, imitando todo lo que yo hacía como
si fueras una mona de repetición, no me lo pude creer. -¿Quién será este
capullo?- me pregunté. ¿Me seguirá durante mucho tiempo o será sólo un ave
de paso? Luego, a medida se iban consumiendo los días, supe que tenías la
intención de quedarte para siempre, que eras un aprovechado e intentabas
utilizar mi energía, mi estela vital para quién sabe qué oscuros propósitos.
Pero no había manera de despegarse de ti. Si abría el armario, allí estabas tú,
repitiendo incesantemente mis gestos, pronunciando mis palabras pero sin voz,
metiéndote el dedo en la nariz al mismo tiempo que yo. Si entraba en el cuarto
de baño, ¡zas!, increíble pero cierto, allí estabas otra vez. Cuando me
detenía en la calle ante un escaparate, ¡requetezas!, tus ojos me miraban atónito,
como si yo fuera un aparecido o un fantasma del pasado retornando a la vida.
¿Cuándo comenzaste a formar parte de mi vida? No lo sé. Apenas lo recuerdo.
Debía de contar yo uno o dos años la primera vez que tuve consciencia de tu
existencia. Al igual que yo llevabas pañales y aún te cagabas encima.
Caminabas a gatas, levantando el culo y soltabas baba a diestro y siniestro sin
preocuparte de nada. Eras sumamente introvertido: nunca decías nada. Te
limitabas a gesticular y sólo me hacías burla, poniendo el dedo gordo de la
mano en la punta de la nariz y agitando el resto de los dedos en abanico cuando
yo también te hacía burla. Nunca tuve dudas a cerca de tu verdadera
personalidad: no podías ser otra cosa más que un cretino y un maleducado.
Pero luego, poco a poco, a medida fuimos creciendo, te fuiste
conviertiendo en alguien importante dentro de mi vida. ¿A quién se le ocurría
enterrarles la cabeza a los pollos en el jardín de la tía para ver si
respiraban bajo tierra? ¿A ver? ¿A quién?. Pues a ti. ¡A quién iba a ser!.
Y no es que me lo susurraras al oído. No. Me metías la idea en la cabeza y
martilleabas con ella mi cerebro hasta que yo actuaba al dictado de tus deseos.
Y claro, quien pagaba el pato, o en este caso la gallina, no era más que yo, un
servidor, que se quedaba luego castigado en casa, sin salir, todo el fin
de semana. O... ¿a ver? ¿quién me inducía a mear en el cacharro de la
lechera que repartía la leche por las casas y lo dejaba en el portal mientras
ella subía a servírsela a los vecinos? Pues tú, aunque nunca llegué a saber
si esa actividad era realmente una trastada, pues... ¡Lo espesito que les parecía
a todos el desayuno! ¡Quedaban encantados! ¡Leche como la de las vacas de la
señora Julia no había en el mundo otra igual!
Era imposible que a mí solo se me ocurrieran todas esas judiadas y trapacerías
de adolescente. Yo siempre he sido un ser bueno, frágil, inocente. Un santo sin
pedestal, pero santo a fin de cuentas, incapaz de
hacerle daño a nadie, ni siquiera a una mosca o a esos cínifes que en el
verano te ponen la piel de punta con su zumbido kamikaze y todo el mundo aplana
con la zapatilla sin ningún tipo de remordimiento. Fíjate que incluso quise
convertirme en misionero e ir a Nueza Zelanda a comerles el coco a los papúes.
Pero a ti no te gustaba ni la idea ni la carne de serpiente que era obligatorio
comer durante las principales celebraciones tribales, como nos contó aquel
misionero que vino al seminario a tratar de hacer proselitismo. Así que una vez
más torciste mi destino hasta lograr que yo no fuera más que ser un
insatisfecho y una vocación truncada.
Pero... ¿sabes lo que te digo? ¡Ni una más, como Santo Tomás!
Te abandono para siempre y me da igual lo que me pase. Lo que sea antes de
seguir conviviendo con un cretino y un desgraciado en este cuerpo en el que
hemos tenido la mala pata de coincidir. Ya pueden estallar mil tormentas, caer
veinte mil rayos, inundarse el mundo entero antes que sucumbir una vez más a
tus deseos y someterme a esa operación de cambio de sexo en la que estás empeñado
últimamente. Me da igual que luego se pueda uno pegar una "hartá" de
follar. No me imagino cargado de tetas y además de esquizofrénico tener que
padecer el síndrome premenstrual doce o trece veces al año. ¡Lo que me
faltaba! ¡Ni hablar! Ahora mismo te dejo y ahí te pudras, que ya te conozco y
cuando empiezas a darle vueltas a las cosas, mal asunto, siempre terminas
saliéndote con la tuya.
Agosto 2002©Fernando Luis Pérez Poza
Pontevedra. España
LA MUY PUTA
La muy puta era capaz de dejarme tirado. Desde hacía algun
tiempo que lo veía venir. Esa lentitud para moverse, como si siempre fuera
cuesta arriba, esa negativa constante a obedecer mis órdenes, esa actitud
silenciosa como de pared con quien no va la cosa. Y eso que la había tratado
mejor que a una princesa, vamos, como a una reina con séquito de lujo.
Cuando salíamos iba de punta en blanco, recién pintada y reluciente como una
novia. No porque la maldita se acicalase sino porque yo me ocupaba de todo que
si por ella fuera la grasa y el polvo, mezclados, hasta formarían pelotillas
sobre su piel. Sí, la muy puta era capaz de dejarme tirado allí, en la
carretera, a las dos de la madrugada, como si se estuviera deshaciendo de un
cubo de la basura ya revisado por un centenar de pobres. Sí, era capaz de
cometer ese crimen después de todo lo que yo había hecho por ella.
El día que la conocí me enamoré inmediatamente de sus redondeces, de sus
curvadas formas, de la geometría de su cuerpo casi perfecto. Fue lo que se dice
un flechazo a primera vista. Pero creo que a ella no le pasó otro tanto. Me
pareció ver que me miraba, de arriba abajo, con ojos de mayordomo que está
atendiendo al pescadero por la puerta principal de la mansión. Sí, a contraojo
vi cómo calculaba mi peso, la longitud de mis brazos y mis piernas, la estatura
ovalada de mi cuerpo casi tan ancha como larga. Por
aquel entonces ella ya se debía haber percatado de que yo iba a ser su único
dueño y que al final la terminaría montando y la haría correr de gozo y
recorrer como una loca todos los caminos y rincones del más puro éxtasis
existencial, así que no dijo ni mu. Se lo calló. Pero sé que los kilos de más
que yo transportaba en mi abdomen no le hicieron ninguna gracia.
Perdonen que la llame puta, pero es que no se puede utilizar
otro nombre para denominar a un ser así. No existe otra forma para calificar el
osado desenfreno del que siempre hacía gala en cuanto se le soltaba un poco el
hilo y se la dejaba caer por la pendiente. Era tan puta que permitía que la
montara el primero que llegara y la acariciara un poco. A veces ni siquiera
necesitaba una caricia para templarse y ponerse tan a punto como una gaita en
plena romería. No lo podía remediar. Le daba igual que fueran hombres o
mujeres. A los hombres les apretaba bien el paquete y a las mujeres les sobaba
las carencias sin ningún pudor, sin ni siquiera molestarse en quitarles las
bragas.
Tengo que decir en su descargo que al principio de la relación fue un volcán
de impaciencia, todo le parecía poco y al final del día acababas completamente
agotado de montarla una y otra vez. Las piernas se te quedaban arqueadas y sin
fuerzas, los brazos incapaces de levantar una mosca del suelo, el cerebro tan en
blanco como los ojos de un púgil noqueado. Sí. Ella era incansable, una fuente
de lascivia inagotable. Luego, con el paso de los años, se le fue oxidando toda
la trapura bravía que había lucido en las épocas mozas. Y se volvió
una insatisfecha. Cada vez que la tocabas murmuraba por lo bajo hasta tal punto
que parecía una vieja rezando el rosario y si se te ocurría montarla se
desinflaba como un balón pinchado y no había bombín capaz de devolverla a la
vida.
Por eso no me extrañó cuando me dejó tirado en mitad de
aquella sinuosa carretera a las dos de la mañana. Yo me cogí un cabreo de
padre señor mío. ¿Quién se creía que era aquella puta para deshacerse de mí?
No. Ella me las iba a pagar todas juntas, que por algo la había cuidado yo
durante tanto tiempo. Eso no se le hacía a nadie. Aprovecharse de uno de
aquella manera para luego dejarle en mitad de una curva, cuesta arriba. Así que
en un momento de locura agarré la llave inglesa que llevaba conmigo, en la
bolsa
de las herramientas, y comencé golpearla sin piedad, mientras le decía: ¡Puta,
más que puta! ¡Putón, que eres un putón!. No. No había derecho a que la
puta bicicleta se partiera por la mitad a esas horas tan intempestivas y me
dejara tirado en la cuneta sin ir aquel viernes a la discoteca.
Mayo 2002©Fernando Luis Pérez Poza
Pontevedra. España
CARTA DE DESAMOR
Buenas noches, compañera. Sé que estás ahí, al otro lado del
hilo telefónico, en esta soledad errante y absurda que nos ataca el alma como
el peor de los vinagres, en este triste muelle sin olas en el que se convierte
la vida cuando ya nadie ni nada te importa salvo seguir tirando de la noria para
adelante. Yo también estoy aquí, solo en medio de la soledad, envuelto en la
negra ceniza de silencio que tiñe mis pensamientos. Aquí, anclado en la bahía
del recuerdo como un viejo galeón sin fuerza para adentrarse de
nuevo en alta mar o en esa aventura o laberinto de amor que a veces te aprieta
el corazón y te arrastra en su tempestad hacia horizontes insospechados. Sí,
yo también estoy aquí, en esa amargura honda de túnel sin fondo a la que nos
ha traído, sin que pudiéramos evitarlo, el destino.
Hace tiempo que deseaba escribirte, contarte lo que me sucede dentro y nunca
logro sacar afuera, ese huracán de sentimientos que me recorre el tuétano de
los huesos cuando pienso en ti e imagino que existes. Hace tiempo, mucho tiempo,
que quería explayarme contigo, como si fueras un personaje real de
la historia que me ha tocado vivir, a pesar de este rencor oscuro de esparto que
me crece en la venas cuando te encuentro asomada a algún recuerdo y no soy
capaz de cerrar la ventana. Tú eres así, imprevisible. Siempre lo fuiste.
Desde que nos conocimos. Desde que te vi una tarde, paseando por el
parque y eras alta como un chopo adolescente culminado por una larga melena
rubia. Parecías una luna llena en una noche de tormenta.
Hay amores que sólo existen en la palma de la mano y tú eres uno de ellos, una
semilla que el viento nunca quiso traerme aunque me la restregara por los ojos
hasta dejarme ciego, esos ojos que cuando se cierran ven tu cuerpo de sirena
azul saliendo de los sueños, cayendo como un golpe seco, puntual, cortante, en
las redes de mi ensueño. La luz se desvanece tras los párpados, se diluye en
el fondo del cerebro, tras el telón del subconsciente. Y luego tus pasos se
pierden en la distancia, se alejan lentamente en la cometa sin hilo que se
oculta bajo la almohada, en los desagües oxidados del tiempo, en la fría
cloaca del infinito, con la idea de volver a torturarme en otro momento.
Aquí estoy, encerrado en este cofre del mundo sin ser ningún tesoro,
como un alma en pena condenada a los caminos más remotos e inhóspitos, al frío
mármol de la abstinencia sin ser viudo, sin ni siquiera haberte catado por
fuera o haber asistido a uno de tus locos y febriles devaneos. Ya lo ves, la
vida es así. Para unos tanto y para otros tan poco. Y uno sólo puede decir
para consolarse: ¡Si lo sé no vengo!. Yo soy el calvo ese, gordo como un
tonel, al que desprecias intensamente cuando pasa a tu lado y te mira de reojo,
para que no te des cuenta de todo el deseo concentrado de semental salvaje y en
celo que late en sus pupilas. Pero ya sé, no te gusta la grasa. A ti sólo te
van los tíos altos, cuadrados, con más músculo que cerebro.
Recuerdo cuando eras fea y peluda como un mono y te faltaban
algunos dientes y nos tomamos aquel trippy a medias, bueno yo tres cuartos y tú
lo que restaba. Despues nos fuimos a la cama y nos pilló la subida en plena
faena. Las paredes se volvieron niebla, una niebla espesa y yo no sentía mis
pies
cuando caminaba por el pasillo en dirección al cuarto de baño. No lo
pudimos hacer. La historia se vino abajo, nunca mejor dicho eso de abajo, cuando
ya casi estaba alcanzando el punto culminante. ¡Y yo que había comprado el
asunto para camelarte! Luego me dijiste que no eras drogadicta y que los picos
que ofrecías en la discoteca la tarde que te conocí eran sólo unas ampollas
de vitaminas que le habías birlado a tu padre en la farmacia. Era tu manera de
hacerte la interesante. Cada uno tiene la suya. He conocido a
otros que vendían mierda de vaca reseca como si fuera haschís y alguna gente
todavía les decía: ¡Qué colocón he pillado! Y ellos se quedaba encantados
al comprobar el poder de su capacidad persuasiva.
¿Te quejas de que me huele demasiado la mierda? Son gajes del oficio de vivir.
Yo también aguanté aquella semana, cuando te empeñaste en venir al
cuarto de baño a hacer de vientre mientras me duchaba todas las mañanas. ¿Sería
para que yo profundizara en la veta romántica que desprendías en aquellos
momentos? ¿Para que me inspirara en tu imagen de princesa sentada en el trono,
de aquella guisa y de aquel olor? Luego me preguntabas qué deseaba
desayunar. Y yo te decía, nada, ya tomaré un café en la oficina. Y las tripas
parecían leones desconsolados a punto echar el alma después de haber ingerido
una monumental dosis de aceite de ricino. ¿Qué a mí me huele demasiado la
mierda? Claro, la tuya no importa, por eso, porque es la tuya, caca de princesa.
Sí. Recuerdo cuando eras rubia y escasa de estatura y necesitabas ponerte de
puntillas para que el barman se diera cuenta de que estabas al otro lado de la
barra. El miedo que daba verte caminar por zonas batidas por el viento. Por eso
sentí la necesidad de regalarte aquellos plomos redondos el día de
tu cumpleaños, como los que se ponen junto al anzuelo en el sedal de las cañas
de pescar. Sí, para que los llevaras siempre en los bolsillos y una ráfaga no
fuera capaz de apartarte de mi lado de un solo envite. Pero no picaste, no
entendiste la ternura del detalle y pusiste el grito en el cielo. Esperabas unos
pendiendes, en aquella cajita de joyería forrada de terciopelo y envuelta en
papel de regalo en la que te los entregué. Pero eran sólo plomos, de color
gris y áspera textura, plomos como todos los segundos, minutos, horas y días
que me quedan por vivir sin ti.
Cuando fui alto, fornido, buen mozo pude comprobar que me
perseguías. Unas veces eras pelirroja, con la melena larga y una zarzuela de
pecas de frasco columpiándose en tu cara. En pocas ocasiones te
encontraba despampanante, de echar por fuera, como esas mujeres que parecen un
imán para cláxones de
camionero. Las más de las veces, esmirriada, canija, con la cara llena de
verrugas y siempre quejándote de que ni siquiera te miraba el guardia de la
esquina cuando aparcabas mal. Pero yo no estaba para muchas monsergas o
remilgos. Era un cachas que te utilizaba como a un pañuelo de usar y tirar o te
despreciaba olímpicamente. Sólo me interesaba pasar el rato contigo, hacerte
algunas cosillas lindas y enseguida me ponía a tratar de conquistar otros
puertos. Me encantaba eso de la seducción hasta que decías que sí,
luego sabía que tendría que esconderme detrás de la columna de un soportal,
cuando te viera en la calle, para que no me dieras la vara o me empañaras el
corazón con tus lágrimas de mujer desquiciada por un amor no correspondido.
Luego, un día, apareciste en mi cama al despertar y eras negra, negra como el
betún o como una tiniebla espesa. Y por un momento pensé que aquella noche había
estado de aquelarre en el infierno. Pero me agradó el contraste que hacía tu
cuerpo en mitad de las sábanas. Así que te regalé un polvo de propina y mil
pesetas para el taxi que te llevara a casa. Amanecía y el portal todavía
estaba lleno de sombras. Pensé que el color de tu piel te serviría de
camuflaje y así los vecinos no añadirían una nueva muesca en mi
currículum de soltero de vida disipada. Pero no cayó esa breva. En las
comunidades de propietarios nunca faltan esos ojos avizor, al acecho detrás de
una mirilla, esperando para pillarte en un renuncio. En la mía era La Gaceta,
apodo con el que se conocía a la vecina del primero y a cerca de cuyo
significado o motivación sobra o está de más toda explicación. Luego, cuando
fui a la tienda a comprar café, la tendera hasta me regaló una tableta de
chocolate, y yo sé que lo hizo con segundas, pues nunca se había dignado
regalarme nada.
Sí, ahora que lo pienso fuiste todas y una sola al mismo
tiempo, pero en casi todas las ocasiones coincidiste en una cosa, la mala
leche, ese carácter tan tuyo parecido al de una mecha de polvorín a punto de
culminar su objetivo. Contigo no hacía falta ni encender la cerilla, ardías
sola. Cualquier situación la ponías del revés, le dabas la vuelta hasta
convertirla en una hoguera espantosa que todo lo consumía. Y yo era leña, leña
concentrada en un montón esperando a que organizaras tu particular
noche de San Juan, como al final hiciste, incluyéndome en tu aquelarre suicida
como si yo no fuera más que un absurdo monigote de una falla valenciana.
Sí. Ahora sólo somos ceniza, ceniza en el viento que decía el poeta, el humo
frágil que deja un cohete en el aire después de estallar. Se nos pasó el
tiempo, la vida. Se nos quemaron también los sueños y sólo nos queda
esperar el sonido de la traca final mientras cada uno aguanta su vela y
todo el cirio que ha dejado atrás.
Julio 2002©Fernando Luis Pérez Poza
Pontevedra. España
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