Nota: Sugiero leer previamente Los cuentos Proyecto Shakespeare y El bar de la holandesa. De todos modos el cuento, supongo, tiene identidad en si mismo.
EL CUADERNO
Autor:
Alejandro Mármol
Pinche griego que se la rajaría porque desmadrado hay que ser para tan pinche robo, gritó enardecido Candelario mientras sacudía con sus manos un cuaderno de tapas negras que segundos antes había descubierto en la biblioteca del bar.
Ay
Cande!, exclamó la mamita guatemalteca que trabajaba de ayudante de cocina de
la holandesa desde hacía una semana, asustada quizás tanto por el grito como
por los malabares de Candelario manteniendo temerariamente el equilibrio sobre
la escalera sin aferrarse a nada.
Que
como vuelva a pisar... Que como vuelva a pisar... que se la quito y no miento,
continuó vociferando y le alcanzó el cuaderno al Doctor Tomas Bernardo Cohen
que sonreía entretenido. Mira
Doctor, que
en algún lado, por ahí dice la dirección.
El
Doctor tomó el cuaderno y presintió que algo especial tenía entre sus manos. Presintió o con el tiempo comenzó a convencerse que lo había
presentido. Limpió con una servilleta de papel las aureolas que su vaso de
whisky dibujaba en la mesa de madera y comenzó a hojearlo.
No
coincido para nada con esa opinión, se escuchó responder a Noni que sentada en
un taburete junto a la barra
amamantaba a Gabrielita, porque si fuera cierto que habla de drogas, en el video
habría otra cosa y no una tremenda mulata contoneándose con furia.
Y
a que crees entonces que hace referencia con el “dale alegría a tu cuerpo
Macarena, tu cuerpo es pa darle alegría y cosas buenas” preguntó Manu con
gesto suficiente, un tanto arrepentido de que la charla hubiera perdido fuerza
hasta naufragar lentamente en un
austero diálogo con Noni.
Por
el video se me ocurre que la respuesta es sexo, no otra cosa, respondió Noni
algo intimidada, incómoda con la respuesta que se veía obligada a dar.
Sexo,
sexo, todo es sexo, ahí prendida de la teta
tenes el resultado de tus obsesiones,
contestó Manu logrando que la mamita se ruborizara y caminara con pasos
cortos rumbo a la cocina.
Me
parece que te desubicaste, intervino Berto que había presenciado la conversación
en silencio.
No
sé para que gasto saliva... murmuró Noni bajando la voz hasta que el silencio
impuesto le permitiera girar en su asiento y perder la mirada en las fotos de
la India que colgaban amarillentas y envejecidas detrás de la holandesa.
En una se erguía como aflorando del río el Taj
Mahal, arrogante y fantástico, en el sentido irreal de la palabra. En
otra la holandesa sonreía junto al armenio, en una calle atestada de gente en
Delhi, frente a una carreta tirada por bueyes que con ojos cansados vigilaban la
parsimonia de una vaca con los cuernos pintados.
¿Y
que dice el cuaderno? Preguntó Manu mientras se ponía de pie y caminaba
cansino hasta la mesa del Doctor.
Esta
escrito en griego, pero algo entiendo, respondió el Doctor Tomas Bernardo Cohen
sin levantar la vista de la página, ensimismado, decidido a encontrar entre
esos símbolos algo que aniquile en forma inmediata el presente, el bar, la
silla que lo sostenía y hasta el vaso que humedecía sus labios. Me lo voy a
llevar, en casa tengo un diccionario y presiento que algo interesante puedo
encontrar, agregó sin esperar respuesta.
Sólo
esto faltaba para que todo sea un desmadre, acotó Candelario que continuaba
trepado a la escalera mientras quitaba
el polvo a los libros del estante más alto de la biblioteca, que el Doctor se
enganche con el pinche cuaderno, que el griego si aparece se mocha como
corresponde y me vale verga que lo que este escrito sea poesía, receta de
cocina o la Biblia.
Parece
un diario, agregó el Doctor como si no hubiera escuchado a Candelario, acá
esta claro que dice veinte de marzo.
Tal
vez este explicado a que se refiere la macarena, intervino Berto convencido de
su humor, mientras caminaba hasta la barra
y tomaba una porción de la tortilla caliente que acababa de servir la
mamita guatemalteca.
El
bar se estremecía alborotado, como siempre que un barco nórdico atraca en el
puerto. Las muchachas merodeaban insinuantes entre las mesas, provocadoras,
exhibiendo desinhibidas las piernas bronceadas sin que nadie se atreviera a
preguntarles la edad, mientras Candelario se escurría entre los clientes con su
bandeja de tragos, y la mamita guatemalteca impregnaba el ambiente con aromas de
cocina que se imponían al humo encerrado de los cigarrillos.
Entre
todas las mesas llamaba la atención una
donde seis marineros rubios y de desproporcionado tamaño, habían invitado a un
tonto a beber con ellos. El muchacho había entrado al bar con timidez, quizás
aturdido por el aire enrarecido y las
carcajadas estridentes, y cuando se les acercó para mendigar alguna moneda los
rubios lo invitaron joviales a compartir la mesa,
solicitando de inmediato para él una
botella de cerveza y un plato de arroz frito con banana.
Tranquilo
Mikel, que no es para tanto, dijo Manu como para aliviar la situación.
Es
que perdí absolutamente todo, comprenden, todo, respondió Mikel acentuando un
gesto apesadumbrado con tanto énfasis que hasta el más incauto
de los presentes alcanzaba a comprender
que ese refugio de palabras no hacía más que protegerlo de la
imposibilidad de aceptar lo definitivo.
¿No
tenías copia en disquetes... o papel impreso? Preguntó Noni desde el taburete
junto a la biblioteca.
Algo
si pero... es difícil de comprender... contestó Mikel cabizbajo, es difícil
de entender el sentimiento... agregó y dio la impresión de que esta vez sus
balbuceos eran sinceros. Sé que es difícil porque ni siquiera yo puedo
definirlo en plenitud, es como si con todos los cuentos perdidos se hubiera ido
una parte mía por completo irrecuperable.
Claro,
mintió el gendarme que desde hacia más de un año tenía como objetivo el
colegio judío de la esquina, imagínense un día despertar y que el ordenador
se haya tragado todo lo que uno escribió.
Para
el que escribe, continuó Mikel sin escuchar, sus textos son su vida, son de
alguna manera su memoria... y otra vez el tono y las palabras parecieron adoptar
la imposible forma de un cerco protector. La perdida es igual a quedarse sin
historia, supongo que se parece al exilio... y no quiero dramatizar...
Creo
que el cuaderno del griego que tengo en casa te va a servir, intervino el Doctor
Tomas Bernardo Cohen notoriamente encariñado con la ingenuidad de la congoja,
mañana te lo traigo, te va a resultar interesante.
Hubo
un pequeño alboroto en la mesa de los seis rubios cuando uno de ellos intentó
escabullir su mano hurgona debajo de la pollera de una de las chicas y todo el
bar estalló en carcajadas. Los marineros pidieron la sexta ronda de cervezas y
la cara de las muchachas comenzó a desdibujarse, si continuaban bebiendo era
obvio que se quedaban sin clientes para la noche. El tonto, sentado en la
cabecera, sonreía sin comprender y movía su cabeza
feliz, de arriba hacia abajo,
un poco borracho, festejando cualquier gesto de sus anfitriones.
Algo
se traen entre manos estos cuates, que si los conozco yo, murmuró Candelario
mientras caminaba con las siete botellas de cerveza en la bandeja.
Cuando
la limosna es grande hasta el santo desconfía, acotó el gendarme mientras
instintivamente todos fijaban sus miradas en los rubios grandotes.
Mientras
Candelario destapaba las botellas, los marineros comenzaron a cantar una tonada,
que aun incompresible, seguramente hablaba de heroicas hazañas en altamar, de
barcos fantasmas a la deriva en la tormenta, de mujeres fornidas y blancas que
descendían silbando las heladas laderas de
montañas nevadas, de antepasados vikingos o de oscuras regiones
siempre de noche en el eterno invierno de
su lejano país, ya que terminaron de cantar de pie, dando hurras como a final
de himno. En medio de los aplausos de todos los del bar cuando la canción hubo
culminado, la holandesa caminó hasta la mesa y les mostró la cuenta. Los años
de experiencia en el negocio le indicaban que ese era el momento de hacerse del
dinero de la consumición, justo antes de que la alegría cediera su asiento a
la decadencia.
¿Que
le pasa a la holandesa que esta con esa cara? Preguntó Mikel en tono casi
inaudible.
Le
pasa que cuando esta el armenio se pone loca, respondió Noni en casi el mismo
tono de voz.
La
escena que siguió a continuación se desarrolló naturalmente, como si fuera
algo que todos en secreto esperaban y no se animaban a vaticinar. Los rubios
sacaron de sus bolsillos los dólares y comenzaron a apilarlos sobre la mesa,
apisonándolos con una de las botellas vacías. Cuando terminaron, señalaron
los billetes al tonto y en lenguaje universal le hicieron entender que esperaban
su aporte. El tonto sonrió, como lo había hecho hasta entonces y como lo
seguiría haciendo después, y sólo atinó a ponerse de pie y dar vuelta sus
bolsillos hacia fuera para indicar que no tenía ni una moneda. Los marineros
soltaron una estruendosa carcajadas que arrastró a las muchachas a reír con
ellos. Luego en perfecto ingles, lento y silabeado, como para que todos
comprendieran, le reclamaron formalmente el dinero. El tonto volvió a reír.
La
holandesa dibujó un gesto de cansancio, exagerado, intentando dar un fin a la
situación que comenzaba a ponerse tensa, y finalmente uno de los marineros sacó
unos billetes más y los tiró sobre la mesa.
Ahora
tienes que pagar... increpó otro
de los rubios mirando fijamente al tonto, clavándole la mirada hasta hacer que
sus inocentes ojos queden amarrados al piso.
En
tiempo de reloj, la escena no había durado más de dos minutos, sin embargo la
sensación general era de un interminable periodo de tiempo. Recién cuando los
rubios se pusieron de pie y formaron una ronda alrededor del tonto, cantando y
batiendo palmas, y obligándolo a bailar, el aire pareció ser de nuevo
respirable.
Como
si una mano todopoderosa abofeteara a los presentes, el bar de la holandesa se
hundió en clima de jolgorio. Los marineros cantaban, el tonto bailaba entre
ellos haciendo muecas de felicidad, y todos batían palmas y dejaban escuchar
alaridos. Pero sería faltar a la verdad asegurar que nadie entendía lo que
sucedía.
Después
de unas cuantas canciones el tonto quiso salir de la ronda que lo tenía
prisionero y no le fue posible. Con gestos elocuentes dejó entender que debía
ir al baño ya que las seis cervezas bebidas estaban haciendo efecto, pero sólo
obtuvo más carcajadas de respuesta. Los cánticos se sucedieron, uno tras otro,
sin interrupción ni tregua, mientras
el tonto ya sólo saltaba agarrándose los genitales y con gesto de súplica en
sus ojos. Entonces los únicos que aplaudían eran los marineros y las muchachas
que pretendían llevarlos a la cama.
El
final no se hizo rogar. En medio de una canción plagada de gritos que parecía
rusa, entre los corpulentos rubios que saltaban en cuclillas levantando
alternativamente sus piernas, el tonto quedó quieto, firme en medio de la
ronda, y su pantalón comenzó a mojarse, a empaparse, hasta que un charco de
orina terminó por rodearlo.
Nuevamente
las risas estruendosas, exageradas, tomaron
por asalto el bar, los marineros
abrazaron a sus muchachas, las alzaron con sus brazos curtidos como si fueran de
papel, y uno a uno fueron atravesando la puerta. El tonto quedó solo, dentro de
su charco, en medio del bar, sonriendo y buscando complicidad en alguno de los
que lentamente giraron sus cabezas y retornaron a sus conversaciones.
Pinche
idiota desmadrado, que como no quede bien seco me va a conocer, vociferó
Candelario mientras le arrojaba al tonto un trapo y le dejaba a su lado un balde
lleno de agua.
Hay
que ser hijo de mala madre, dijo Noni mientras se ponía de pie y alzaba a
Gabrielita que justo en ese instante comenzaba a llorar.
Si...
estoy seguro... comentó el Doctor Tomas Bernardo Cohen mientras señalaba con
su mano el vaso vació de whisky a la mamita, el cuaderno del griego te va a
resultar interesante.
¿Son
cuentos? Preguntó Mikel intrigado de que algo demandara tanta atención del
Doctor.
No.
No es lo que esta escrito... lo significativo es el gesto. En realidad sólo
traduje la última hoja, y sospecho que eso fue una inspiración divina, agregó
el Doctor sonriendo a su vaso que se acercaba en manos de Candelario.
Estas
desconocido Doctor, respondió Mikel, quizás distraído de la perdida que aun
no alcanzaba a comprender en plenitud, confundido aún con el espectáculo del
tonto e intrigado por el insólito interés del Doctor Tomas Bernardo Cohen en
algo que no fuera su eterno vaso de whisky.
Menos
mal que ya se fue la gringada, dijo el culo de Ana una hora después, mientras
atravesaba la puerta y caminaba decidida hacia la barra. ¿Este que hace ahí?
preguntó señalando al tonto que de rodillas todavía limpiaba el piso,
olvidado de todos, pero nadie pudo contestarle, absortos como estaban en la
bermuda color piel que la sujetaba.
Quizás
le interesaba sólo el último cuento, el que estaba escribiendo. Quizás no, cómo
saberlo en el momento que uno comprende que ha perdido todo.
Resultaba ridículo e incomprensible, pero Mikel se sentía desnudo, incómodo,
desconocido frente a un ordenador indiferente que le había escamoteado el
pasado. Rescribir no sólo es
imposible, pensó, sino que hasta lo sentiría un
plagio. Escribir el cuento que pensé hace tres o cuatro años es
escribir el cuento de otro, es usar la idea de otro para darle mi forma, es
deformar un concepto sin otro fin que llenar el espacio de palabras. Además, no
podía subestimar a la pereza.
Caminó
hasta la ventana del departamento y
observó la terraza de las casas vecinas. Dos perros, un bóxer y un pastor
ingles, ladraban desaforados y un
tercero estaba empecinado en destruir una sábana blanca con guardas bordadas.
En la vereda, cinco obreros sentados en el cordón de la vereda bebían un vino
barato y fumaban tranquilos, seguro esperando el tranvía que los devolvería a
sus hogares desconocidos, hogares con esposas que prepararían cenas e hijos que
correrían y harían ruido, o no, hogares
solitarios con una mesa de madera en la cocina y restos de la cena del día
anterior.
El
tranvía hizo crujir los rieles y
se detuvo en la esquina. Luego silbó y se movió perezoso. Varios minutos después
Mikel advirtió que los obreros ya no estaban sentados en la vereda y se lamentó
por no haberlos visto trepar al vagón. Entonces
pensó que no tenía nada para comer.
Al culo de Ana le gustaba refugiarse en el shopping y subir y bajar por las escaleras mecánicas bajo la protección del aire acondicionado. No le agradaba mirar vidrieras ni buscar algo en concreto. Simplemente entraba, deambulaba un rato criticando en silencio el mal gusto de los responsables de las flores artificiales, compraba un helado y lo bebía sentada junto a unos canteros, mientras se distraía con la gente que a su lado pasaba comentando cosas por completo incomprensibles, anécdotas brutalmente ajenas. Algunas veces se ubicaba intencionalmente cerca de alguna mesa y robaba una conversación, un pedazo de historia, algo, que la hiciera sentir que existía todo un mundo más lejos de donde llegaba su mano.
Lo
pase en la máquina de escribir porque mi letra es pésima, dijo el Doctor Tomas
Bernardo Cohen con una sonrisa indiferente, alejado y resignado, muy distante ya
del ímpetu sospechoso de unos días atrás. Ya sabes... desviación
profesional.
Es
corto, respondió Mikel mientras tomaba la hoja.
Leelo
y vas a entender, fue lo único que acotó el Doctor y se puso de pie.
Veinte
de Marzo. Como todos los años veinte de Marzo,
el mismo bar, el
cuaderno ajado, la mesa, el mar, el puerto y este
rito, este ritual, este
cansado ritual. Sólo se como empezar la hoja,
la hoja numero cuarenta y tres, y
escribo 20 de Marzo del
2000, cuarenta y tres hojas, cuarenta y tres años.
Leo la primer pagina, amarilla, borrosa, 20 de Marzo de 1958.
La letra parece firme, más pequeña que ahora, más segura, más ingenua, la
“o” más redondeada, la “t” tenuemente
cruzada. Algunas palabras
han comenzado a borrarse pero recuerdo de memoria lo que he escrito, lo que
tantas veces he leído. “Hoy empiezo este
cuaderno que escribiré una sola vez al año, una sola página, que me
acompañara por siempre y envejecerá conmigo, que será mi memoria, en el que
podré encontrarme, en el que podré reflejarme aboliendo el tiempo, el que será
mi testimonio...”
Releo
y no puedo adivinar quien
escribió esas palabras,
quien tuvo la pretenciosa
idea de suponer que año tras año tendría algo que escribir, algo de mi vida que contar, que recordar.
Podría
leer las cuarenta y tres páginas,
tan borrosas como mi memoria,
pero eso ya lo he hecho antes y no me sentí muy bien, no me sentí nada bien.
Me lastiman las hojas en blanco, las cada vez más frecuentes hojas en blanco,
que envejecieron más que las otras
bajo la soledad del título. Me lastiman
las páginas escritas
por una
persona que no recuerdo y que
soñaba con alguien que
definitivamente no soy yo. Me lastima este título que acabo de escribir y que
solo me grita hasta ensordecer que soy un viejo,
que sólo
soy la página cuarenta y tres de
este roído cuaderno.
En
un principio esperaba con ansiedad el día de escribir la página, el
día de tomar el cuaderno y caminar calle abajo desde mi
casa hasta este
bar, saludando con un gesto a aquellos
que también envejecieron,
los que algún día partieron, los que ya
murieron; dedicaba los días
previos a pensar en la manera de escribir,
incluso de
resumir, lo que después con
letra firme
asentaba velozmente, con ingenua seguridad, con cierto acento en la
esperanza. Con
el tiempo el día comenzó a tomarme por
sorpresa, y quizás,
solo quizás, este cuaderno era lo único que me
indicaba el paso el tiempo; me sentaba en esta mesa, en este bar y caía
en la cuenta de que un año había pasado, otro año había pasado, otra página
había que escribir.
Sin
embargo no le guardo rencor, no lo odio. Nunca deje de escribirlo, o de titular una
hoja en blanco, y jamás se me
ocurrió tirarlo, quemarlo, transformarlo
en cenizas y soplarlas para
acabar definitivamente con todo. Acarreo el cuaderno conmigo como a mi nombre y
es parte mía, mal que me pese, como mis arrugas,
o mis escasos pelos canos. Abandonarlo, sería como arrojar al vacío
toda mi vida, significaría
terminar con lo único que tengo, con
mi única auténtica pertenencia.
Cuarenta
y tres años en cuarenta y tres páginas, y lo que en
un momento fue una idea formidable ahora no es más que una
ocurrencia macabra,
no es más que una
cuchilla afilada
desgarrando dolorosamente mi memoria.
Mikel
leyó dos veces la hoja y observó al Doctor que lo estudiaba con algo de
intriga desde la barra. ¿Quién dejó el cuaderno? Preguntó confundido.
Y
dale con eso, y el cuaderno que
esto y que lo otro, que quien va a ser, el pinche griego que estuvo el otro día
dale que te dale con el rosario de plata ese que no se saca de la mano ni para
mear. Que como asome se la rajo, palabra, que se la rajo... fue la brutal
interrupción de Candelario que desde atrás de la barra parecía enfurecerse
con la incomprensible atención que primero el Doctor y después Mikel prestaban
al insignificante cuaderno.
Tengo
que encontrarlo, murmuró Mikel más
para sí mismo que para el Doctor que acaba de recuperar su lugar en la mesa.
Tengo que encontrarlo y hablar con él.
¿Será
buena idea? Deslizó el Doctor Tomas Bernardo Cohen mientras ocupaba su atención
en encender la pipa.
Doctor,
no te hagas el distraído, respondió Mikel trasformado, ese hombre dejó mucho
más que el cuaderno, ese hombre acabó con su pasado... ese hombre decidió
voluntariamente lo que a mi el
destino me jugó en una mala pasada, afirmó Mikel, se puso de pie y abandonó
el bar.
Noni
observó con detenimiento los barcos que aguardaban su turno para entrar al
puerto. Por lo menos diez y provenientes de los lugares más inhóspitos del
planeta. El sol comenzaba a caer con lentitud y teñía el
mar de colores, sobre los cuales revoloteaban en círculos gaviotas que,
poco a poco, estiraban su sombra hasta tocar la arena desierta, la arena
revuelta de pisadas, la arena arrugada como una cama en la mañana. Una madre,
alejándose en la costa, reclamaba a su hijo que abandone el agua, y su voz se
confundía con los gritos de un grupo de muchachos que disputaban un partido de
fútbol. Gabrielita lloró y Noni de inmediato buscó uno de los asientos del
malecón para acomodarse y darle la teta.
¿Tenés
hambre bebé? Preguntó sin esperar respuesta mientras la tomaba en sus brazos.
Un día en uno de esos barcos vamos a ver saludar a tu papá. Él tiene un
espejo sabes... y cuando esta en el barco hace reflejos con el sol para avisarme
que está por atracar, le contó a Gabrielita que no dejaba de llorar, aún ante
la inminencia del alimento.
...
y siempre trae regalos... y vaya a saber que cosas le traerá a su bebé...
continuó murmurando mientras se balanceaba levemente y no perdía de vista el
vuelo circular de las gaviotas que cada vez se le animaban más a la costa.
Ni
en el supuesto más optimista había imaginado que encontrar al griego resultaría
tan sencillo. Cuando Mikel abandonó su casa, con el explícito deseo de
buscarlo, lo hizo convencido de que la tarea podría demandarle días, semanas,
y que lo más probable era que jamás alcanzara su cometido.
Sin
embargo esa tarde, no deseoso sino obligado por un impulso intangible e
incomprensible, aferrado a un vínculo que ni siquiera pretendía explicarse a
si mismo, ganó la calle y con
decisión corrió el tranvía que lo llevara al puerto.
Al final de cuentas, recorrer el malecón hasta los muelles,
distraerse con la llegaba de los pesqueros que elevaban sus inmensas
redes sobre los chicos que agazapados esperaban
la caída de algún caracol, y luego pasear por los bares en medio del
ajetreo de los marineros, no resultaba un plan tedioso.
Sentado
en una mesa junto a la ventana, en un bar atestado de pescadores y camioneros
que esperaban el final de la descarga de los barcos, Mikel observaba al griego
que a escasos metros, en soledad, jugaba con su rosario de plata, indiferente a
los ruidos y conversaciones a su alrededor.
Si
le prestaba atención, sinceramente su imagen no dejaba entrever al hombre que
había escrito aquella última página del diario. Mucho menos aún dejaba
sospechar al hombre capaz de abandonar el diario en un estante de la biblioteca
del bar de la holandesa. Bien era sabido que eso no demostraba nada.
¿Merecería
la pena hablar con él o sería más significativo el símbolo?. Esa era la
disyuntiva, tan difícil de responder como si convenía o no traducir el diario
en su integridad. Que tal si sólo quedara flotando en el recuerdo la imagen de
un hombre solo, con una única hoja escrita que valía por más de miles,
inundadas de mundanas palabras.
Recordó
todas sus cosas perdidas, extraviadas definitivamente en ese inhóspito e
inaccesible cuadrado metálico, mal llamado disco rígido, que el técnico había
diagnosticado muerto, y sintió como la pesadumbre lo adormilaba. Siempre se
repetía la misma sensación, siempre terminaba por doblegarlo esa especie de
abatimiento.
Pero
sin lugar a dudas, el griego y su cuaderno habían echado por tierra la
infundada y atolondrada decisión de no escribir nunca más, además de
garantizar el tema del próximo cuento. ¿Entendería ese hombre viejo, acodado
y ausente sobre la mesa, que su íntima renuncia había sido el puntapié
inicial para alguien de quien ni siquiera imaginaba la existencia?
El
griego se puso de pie, pagó su cuenta y salió. Mikel lo siguió a unos
respetables metros pero no se atrevió a hablarle. ¿Qué le preguntaría? ¿Cómo
abordaría semejante tema? Tendría alrededor de sesenta y cinco años, no más,
y cojeaba un poco de la pierna derecha. Al final, cuando tomaron por el malecón,
Mikel se sentó en un banco frente al mar y observó como el hombre desaparecía
lentamente.
Que
el tonto esto, que el tonto lo
otro, que si lo hago yo es mi trabajo, que si lo hace el tonto pobrecito,
refunfuñaba Candelario mientras trapeaba el piso.
Algo
de razón tiene Cande, dijo el culo de Ana espléndido, apoyado apenas en la
banqueta frente a la barra. Mejor que regalarle la comida es que se la gane.
Entraríamos
a caminar por lo sinuosos caminos valorativos acerca de la dádiva, sobre la
repetida discusión que durante años pretendió separar ayuda de humillación,
comentó el Doctor Tomas Bernardo Cohen desde su mesa, sugestivamente locuaz,
intimidando a los presentes, quizás sin proponérselo.
Lo
cierto era que el tonto, después de su experiencia con los rubios y fornidos
marineros nórdicos, había tomado el hábito de pasar horas y horas en la
puerta del bar, junto a una vieja que cargaba consigo una virgen incrustada en
una rueda de madera, a la espera de que la holandesa o el armenio le obsequiaran
algo que comer. Esta situación
irritaba a Candelario, que cada tanto le ponía en sus manos una escoba para que limpiara la vereda, o le acercaba un
balde para que quitara las marcas de los vidrios.
Yo
prefiero volver a los sinuosos contornos de la Macarena, respondió Manu
notoriamente nervioso al estar sentado junto al culo de Ana, con el afán de
quebrar el silencio que el Doctor había instaurado.
O
a los de Sandra Bullok, acotó Berto.
Ya
habíamos definido que en este bar monárquico sólo se alaba una reina y es
Julia Roberts, atacó sorpresivamente Manu muy seguro de sus palabras.
Nadie
tiene su puesto asegurado, respondió Berto con coraje inusitado, la Bullok con
su cara pícara le puede hacer temblar el piso.
Pero
por favor... esa sirve para manejar buses y nada más... contestó Manu
sobresaltado, simulando una indignación que todos sospechaban artilugio de
seducción, juzgando la peligrosa cercanía entre su banqueta y la del culo de
Ana que se removía inquieto.
Que
la Julia Roberts, que la Bullok esa, haber correte un poco, pidió Candelario a
Manu para pasar el trapo debajo de sus pies, y la Pamela que... esa que te deja
con la boca abierta, si que te deja, que se me hace agua la boca, que hembra!,
exclamó tapándose la cara con las manos.
Cande...
esa es un cacho de carne mi amor, sugirió el culo de Ana y Candelario enmudeció,
sin poder evitar que sus mejillas tomaran un indisimulable color rojo, con los
ojos perdidos en la turbia agua del balde.
Si
de nuevo hay votación sigo con mi voto firme en Julia Roberts, interrumpió
Mikel que acababa de entrar y caminaba directo a la mesa del Doctor, lo encontré,
le dijo y se sentó.
¿Encontraste
al griego? Preguntó el Doctor Tomas Bernardo Cohen incrédulo, quizás no tanto
por el hecho de que lo haya encontrado sino como por la increíble obstinación
de salir a buscarlo.
Si,
respondió Mikel con cierto gesto de inexplicable felicidad, pero no me atreví
a hacerle preguntas.
¿Motivo?
Inquirió el Doctor sinceramente intrigado.
Difícil...
dudó Mikel al intentar explicar, miedo a una desilusión, deseos de aferrarme a
una leyenda, no sé... Un frío y egoísta temor a la traición, supongo que sería
la cobarde respuesta menos mentirosa.
Si...
titubeó El Doctor mientras hacía girar los hielos dentro de su vaso vacío de
whisky. Supongo que hiciste bien... o no... de todos modos ¿cual sería la
relevancia de saber que es correcto?
Chinga
chumai!! gritó Candelario súbitamente, que si encontraste al pinche griego lo
busco y que devuelva el libro, si no
si. Que sólo esto faltaba ahora, que lo busquen y lo defiendan, como si...
Candelario,
mejor termina de lavar el piso, se escuchó decir en forma sorpresiva a la
holandesa desde atrás de la barra. Por favor, dedicate a tus tareas.
Después
se instauró un silencio amargo y cruzaron
con tibieza las miradas. Algo le pasaba a la holandesa, era evidente, y lo peor
de todo era el triste reconocimiento íntimo de que nadie podía hacer nada por
acercarse a ella y prestarle ayuda.
Mikel
releyó el correo que había recibido de su amigo M.A.G. en Euskadi
“¿qué sería acaso de la literatura sin la soberbia sin razón de
algunos pocos optimistas? (porque hay que ser en extremo optimista para
permitirse pensarse compilador o escritor, y vertir en un papel, con convicción
animal, profusos textos que, paradójicamente, suelen ser pesimistas)”
Esa
era toda la respuesta a su lastimoso relato sobre la pérdida de su obra. Y
bastaba, era suficiente, al menos para obligarlo a salir de su casa y nuevamente
tomar la calle en busca de algo.
El
aire le hizo bien, lo puso de buen humor. El aire o la combinación del aire y
las palabras de su amigo. Ni siquiera consideraba necesario enfrascarse en la
escabrosa disquisición acerca del porqué de la escritura, que en varias
oportunidades lo había dejado sin aliento y por supuesto sin respuestas.
En definitiva, lo cierto y tangible, lo que regía el momento, era que la
pérdida definitiva de su pasado había quedado abolida por la exasperante
necesidad de contar la historia del griego. Con que fin negar neciamente que
desde el mismo instante en que el Doctor Tomas Bernardo Cohen depositó en sus
manos la traducción del cuaderno, él no había hecho más que pensar los
hechos en forma literaria.
Y
así le sucedía siempre, pensó, mientras comenzó a tararear, una vieja canción
de Joaquín Sabina que decía: “Algunas veces vivo y otras veces, la vida se
me va con lo que escribo”. Saltaba
de cuento en cuento como de día en día, carroñaba su existencia con
fragmentos de otras vidas que le servían de alimento, y quizás no era
optimismo lo que lo impulsaba sino apenas un instinto de supervivencia.
Así
plantearé mi respuesta para discutir con ese vasco testarudo, se dijo en voz
baja y sonrió.
El
tonto sentado en una mesa, rodeado por los clientes del bar, no lograba
comprender la situación ni porque todos le hablaban al mismo tiempo.
Frente a sus ojos desorbitados desfilaban los gestos irritados de
Candelario que no cesaba de gritar, los rostros entristecidos de Noni y del culo
de Ana, la sonrisa indulgente del
Doctor Tomas Bernardo Cohen, la
risa sarcástica de Manu y Berto y la boca húmeda y rosada de la holandesa que
se obstinaba en explicar algo inteligible.
Finalmente
fue la vieja que cargaba en sus brazos una virgen incrustada en una rueda de
madera, quien lo rescató de la
avalancha y le explicó, ante la atónita mirada de todos, el motivo del enfado.
Después lo alejó y lo sentó en una mesa solitaria, cerca de la ventana
del fondo, y casi sin emitir sonidos, sin siquiera advertir lo que pretendía
hacer, tomó los elementos de limpieza y comenzó a secar la orina del piso.
¿Y
ahora que paso? Preguntó Mikel apenas traspuso la puerta y observó la extraña
escena.
Te
perdiste el show... respondió eufórico
Manu desde su lugar en la barra, entró un grupo de turistas a tomar unas
cervezas y el tonto se les acercó a pedirles algo. Apenas tuvo las
monedas que le dieron en su mano, agradeció, y paso seguido se orinó
encima, como con los marineros de la otra vez.
Sinceramente
no entiendo que es lo que te da tanta risa, intervino Noni mientras amamantaba a
Gabrielita. A mi me parece todo bastante triste...
Coincido
plenamente con Noni, agregó el culo de Ana espléndido, deslizándose
suavemente sobre la banqueta frente a la barra.
Supongo
que si, respondió Mikel despreocupado de lo que su ambigua respuesta pudiera
significar, y se sentó en la mesa del Doctor Tomas Bernardo Cohen, que lo
estudiaba con cautela.
Abandoné
la idea Doctor, le dijo después que Candelario les sirviera una vuelta de
whisky a los dos. Del griego y su cuaderno me quedaré sólo con lo que tengo,
sinceramente no creo que sea buena idea ir a hurgar en ese alma desconocida. Ese
cuaderno, esa última hoja del cuaderno, me devolvió la literatura, si es que
alguna vez había jugado con la pretenciosa idea de abandonarme.
Anoche me senté frente al ordenador
y comprendí que era inútil extender ese duelo en el que sólo me había
encerrado. Además, fue ver la hoja en blanco y sentir que el griego se me venía
encima, que ese mito crecía y se agigantaba dentro mío,
obstinado en salir y dejarse ver cueste lo que cueste.
Me
alegra, respondió el Doctor Tomas Bernardo Cohen cauto, me alegra mucho, agregó
después de mojar sus labios en el vaso de whisky.
¿Te
parece que hubiera sido mejor ir a buscarlo? Preguntó Mikel dubitativo, ante el
gesto ambiguo del Doctor.
No
lo sé... quizás resultara algo interesante... comentó como al descuido...
pero igual sospecho que hiciste lo correcto.
Lo
conmovedor, lo que me resulta embriagador, es el momento que esa hoja llegó a
mi, agregó Mikel convencido de sus palabras.
Teorizar
sobre el azar, sobre el destino, o sobre los hilos que a nuestro alrededor se
entretejen, lo dejamos para otra oportunidad, pidió en tono de súplica el
Doctor y se puso de pie para marcharse.
Como
ordenes, sonrió Mikel sintiéndose cómplice. Y gracias.
En
la soledad de su escritorio, mientras encendía la pipa con el tabaco cubano que
le había obsequiado un paciente, el Doctor Tomas Bernardo Cohen tomó el
cuaderno entre sus manos y volvió a leer lo que decía:
20
de Marzo.
Turno
con el médico a las 16:30. Llevar los estudios.
Llevar
carnet (cobra 30)
Banco:
vencen luz y (algo borroneado que no se puede traducir)
Masilla
elástica para techos, no brea. (Por
la mañana)
¿Soldadora?
Av. de la Revolución 2324
$....
Paco
Andrade: Av. Revolución 3123.
Buenos
Aires. Febrero de 2001.