El Arroyo
Autor: Joaquin Gardel El camino estaba empinado. Cada día más
empinado. Parecía imposible de inclinarse más, pero cada vez que decía esto,
me demostraba que estaba equivocado y se inclinaba cada vez más. Incluso más
bruscamente. Era casi asfixiante. Los árboles me veían pasar. Algunos dejaban
caer de sus hojas agua que fortalecía mi cuerpo y mi andar. Primero fueron
abundantes, luego fueron esporádicos. En ese momento eran cada vez más
escasos. Pero si había algo que me incitaba a seguir era ese claro. Esa luz al
final del camino que yo creía que era un faro. Podría ser. Porque a veces veía
la luz y a veces era tan confusa la visibilidad que no lo veía. Algo o alguien
me decía que debía seguir. Ese
día te vi. Alce la vista hacia el horizonte. Creo que allí estabas. Eso me
pareció. Me pareció verte en el fondo de mis ojos. Siempre que miraba hacia
mis lados veía muchos iguales a mí. Ciegos, sordos, mudos y locos. Todos caminábamos
hacia allí. Pero yo te vi. Creo que vos también me viste. Porque caminábamos
tan igual. Pero caminábamos tan diferente. Si bien lo hacías ligero, lo hacías
con tranquilidad. Yo, en cambio, quería dar el quinto paso antes que el primero
y trastabillaba. Creo que perdí
la paciencia. No aguante no poderte hablar. Esa noche mi instinto me consumió:
“Mujer no me dejes así.” Todos
siguieron caminando. Todos excepto tu, mi amor. Mi gran compañera de ruta”.
Viniste a mi lado, y los días pasaron más rápido. Creo que me
perdí en tus ojos. Pero en ese momento veía todo más claro. El faro ya no era
un faro. Era un sol eterno. El camino había dejado su inclinación constante.
Cuando decía que nada podía ser mejor, todo lo era. No tenía ganas
de seguir preso. Fue allí que te pregunté. “¿Para qué seguimos
caminando?” Tu no me respondiste. ¿habrá sido porque no lo sabías?. Las
hojas de los árboles dejaban caer sus aguas como arroyos. Yo juntaba el agua y
te la ofrecía. Cada día estabas más fuerte. Cada día estaba más orgulloso
de ti. Cada día estaba más cansado aunque no lo notaba. Cada tanto me detenía
y miraba el horizonte. Me decía a mi mismo que estaba muy cansado, cansado en
mi alma de tanto andar. Una noche, no
hace mucho tiempo, había soñado con ese día. Los flores estaban tan
radiantes. Tu estabas conmigo. Feliz. Yo también. Los pájaros no abandonaban
su canto. Esa mañana
desperté. Tu ya no estabas, te habías ido. Me sentí vacío. El sol de repente
volvió a ser faro. Las hojas repentinamente no dejaron caer nada más que su
polvo. Me sentí desilusionado. Mi corazón perdió latidos. Me sentí más
viejo. Me siento más
viejo. Camino sin saber a dónde. Me doy cuenta que conozco todas mis sombras.
Aunque ya no puedo moldearlas. Tampoco puedo moldear el paisaje. Un poeta, el
preferido por mí, me dijo una vez que debe haber una salida, que hay mucha
confusión y no hay respiro. Pero siempre hay una salida. Si no la encontramos
es porque no la queremos ver. Últimamente veo todo más claro; y no es porque
no me guste el camino. Si una vez me enamoré de él, me puedo enamorar de
nuevo. Vos me enseñaste a aceptarlo, quiero enamorarme de nuevo. Cada vez que
miro a mis costados veo gente pobre, que mira para abajo. Cabezas gachas,
corazones deshilachados, miradas ciegas, oídos sordos, labios mudos, corazones
duros. Insensibles mentes. Atemorizados por la posibilidad de salir lastimados.
¡Que ironía!. Igual nadie va a salir vivo de aquí.. Insensibles ante el
sufrimiento y la caída. Si no es nuestro corazón que es lo que nos hace
humanos. No es la baldosa en la que estamos parados. En algún momento se va a
romper. Tampoco es nuestro caballo plateado con su montura de cristal. El no
puede subir hasta allí arriba. No estamos hechos de papel. Ni estamos hechos de
tinta y no tenemos número de serie. No tenemos un número. No somos un número.
Somos. Simplemente somos. Esa noche cayó
una fuerte tormenta, de las peores. No estabas conmigo para cuidarme. La
tormenta comenzaba a empeorar cuando nos alejábamos unos de otros. En cambio
cuando nos acercábamos comenzaba a concluir. En un momento nos encontramos
juntos y reunidos. Éramos muchos más de los que alguna vez supuse podíamos
ser. Nuestras manos se sujetaron. Las palabras sobraron. Teníamos miedo de ser
lastimados. De repente el sol salió. No tuvimos miedo. El sol nos descubrió
juntos. Entendimos que si estábamos juntos nada podría pasarnos. Seguimos
caminando. Pero esta vez nos mirábamos a cada ratito. Muchas
veces desconfié de mis compañeros de viaje. Pensé que era importante que
llegara al final; mejor era si llegaba sólo. Creí que estaba solo. Creemos que
estamos solos. Pero mi peor pecado fue desesperanzarme, no creer en mí. No
mirar hacia delante cada día no confiar en mí. Discriminar mis esfuerzos.
Dejar de lado mi corazón; y si los hombres somos nada más corazón, temo decir
que me dejé de lado a mí. ¡Que poco amor propio!. Me discrimino solo. Me tiro
abajo yo solo. Me talo mi propio tronco. Yo miraba al
horizonte siempre que podía. Casi siempre me ahogaba en tus ojos. Jamás me
pude sentir tan fuerte. Tus ojos me miraban y me cuidaban. Una noche dormí
pero no pude levantarme. Por la mañana todos estuvieron rodeándome. Mis
fuerzas menguaban. Mi corazón perdía latidos. Tus ojos me miraron. Los míos
se cerraron. El mundo siguió girando. Cuando los volví a abrir estaba en la
cima. Al final del camino. Tu me rodeabas con tus brazos. Las flores eran
resplandecientes. Los pájaros cantaban. El sol brillaba, como a lo largo del
camino, como todo a lo largo de mi corta vida. Ahora miro al horizonte y veo el
camino tan largo y tan corto al mismo tiempo. Ahora descubro algo. Descubro que
no era tan empinado.
Señor Jambone |
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