EL ANILLO
Autor:
Daniel Prieto
Mientras
se lavaba la cara,sucia por la rutina del trabajo matutino, el anillo cayó.
Martin se había casado en la catedral de Kosice un 21 de Mayo de 1951 (ahora
hacía dos años), y desde entonces todo parecía tan distinto... El anillo,que
tantas veces se le había caído al suelo, rebotó esta vez con un atroz sonido
de trueno al resbalar y golpear en la fregadera metálica de forma arriñonada
en la que se refrescaba.
Mientras
se peinaba el cabello rubio, no paraba de pensar, hasta el punto de perder la
capacidad de hacer más cábalas, pues más bien parecía que sus cábalas,
profundas y recónditas, le hacían a él hoy tal como era. Mientras se vestía,
un pensamiento más trivial le vino a la mente, como en forma de salvador de su
desdichada demencia: "qué frías son las mañanas en los Tatras!".
Rodeando cada segundo de sus palabras, mil recuerdos le sobrevenían: la sábana inhumanamente pesada, imposible de apartar del cuerpo cuando, en pleno Enero y a quince grados bajo cero, un hombre intenta despertarse a las seis de la mañana. "Quizá sea por el esfuerzo de alzar ese gran peso que me siento tan cansado al despertar"-balbuceó-, y dibujó una sonrisa congelada, muy propia de las latitudes a las que se sitúa su país: Eslovaquia.
En
la estación de trenes de Strbske Pleso, todo fue hecho para el turista ruso y
alemán que, en otras épocas, amamantaban la economía de la comarca con su
derroche en los refugios nevados y bucólicos, colgados a 2600 metros de altura,
entre el cielo conocido (en esta época el hombre aún no ha pisado la Luna) y
el suelo por conocer. Hoy, los quioscos de información turística o de venta de
souvenirs tradicionales no tienen demasiado sentido.
En
esta suerte, Martin se introduce en su tren, después de una puntual espera. El
chu-chú del tren le habla despacio, le habla de distancias y de caminos, de
destinos separados, y de destinos acabados. Ese mismo tren (o alguno muy
parecido) llevaba a los prisioneros a los campos de concentración en Hungría y
Austria durante la primera guerra mundial, y a Polonia en la segunda.
Seguramente me equivoco, esos trenes son un lujo comparado con aquéllos otros;
pero mi cabeza no recuerda nada peor, no puede componer la imagen de la auténtica
historia que debió pisotear aquellas existencias...dejémoslo así.
Los
contrastes de luz y oscuridad que provocan los múltiples túneles desvelan al
soñoliento pasajero, y los ojos más vivos son aún ávidos de vida, y
especulan con sus horas de sueño, que son las horas en las que pierden cada
segundo de visiones, bellas u horripilantes.
Cuando
el silbato generoso del tren tamborilea suficientemente el tímpano de Martin,
éste descubre que ha de contraer una serie de músculos rápidamente, izar su
cabeza y salir corriendo para no pasarse de estación, pues ya está en Kosice!
En
el andén, respira profundamente y mira hacia la puerta de salida de la estación,
que no es sino la puerta de entrada a la ciudad. Ésta ya lo mira ambiciosa,
atractiva y fulgurante, ociosa para los ricos y laborable, demasiado laborable,
para él. Cruza el puente a través del riachuelo -que siempre sigue ahí-, y
penetra absorto en la calle principal, casi topando con aquélla inmensidad: la
catedral. Parece sorprendido, excesivamente afectado para hallarse delante de un
paisaje que debería ser habitual para él..."quizá he dormido demasiado
profundo", pensó. Algún psiquiatra o psicólogo diría que estaba
sufriendo un claro episodio de amnesia. A él le preocupa infinitamente más el
frío que ya empieza a calar sus huesos, mientras rota sobre sí mismo buscando
la dirección en la que se halla -hoy se esconde- su oficina.
La
calle empedrada distrae al joven, y lo mantiene incapaz de alzar la mirada para
orientarse. De cualquier manera, en un instante concreto, su instinto le indica
que ya está allí, en el sitio que buscaba. Entonces sí, aniquila la
pesadumbre que lo agarrotaba, y mira hacia el rótulo que brilla justo sobre su
cabeza: Instrumentos Kormani.
Tal
y como le indicaba algo dentro suyo, se decidió a traspasar la puerta. Mientras
lo hacía, se regocijó pensando que siempre había sido un tipo instintivo,
irracional; y si no, qué más da?! lo sería a partir de ahora. La ventaja de
la amnesia es que nada del pasado importa en exceso si no incide en el presente
o en el futuro. Así, el amnésico puede moldear su memoria, inventándola como
más le guste.
Dentro,
un pasillo largo, adornado con mil caras, le saludaba con una mezcla de sorpresa
y de pavor. Al fondo, como un imán, un letrero blanco con grandes símbolos en
rojo, lo atraía. Al llegar, dedujo fácilmente que se trataba del despacho de
alguien importante, y oyó una voz tildada que parecía invitarlo a entrar. El
gesto desacompasado pero legible de un extranjero lo invitaba a pasar.
Cuando
se acercó, la mirada impactante del turbador personaje lo invitó -ya no tan
cordialmente- a tomar asiento.
Su
vaga memoria le decía que ésa no era la primera vez que oía aquella lengua,
ni aquella voz. Aún así, sólo era capaz de entender alguna palabra suelta muy
similar a alguna de su idioma. Puede que simplemente se tratara de alguna otra
lengua eslava... En un cierto instante, sonó la palabra "spasiva", y
Martin notó un vuelco en el estómago: hablaba
ruso!.
Como
para engordar aún más su perplejidad, el hombre colgó el auricular, y empezó
a balbucear rápidos fonemas ininteligibles, mientras recorría pulcramente con
los ojos cada lunar y cada pliegue del gesto facial de Martin. Sólo pudo
mantener una mueca inespecífica para esconder su sorpresa, que emanaba de cada
milímetro de la línea recta que formaba su sonrisa sardónica. Era una de
aquellas expresiones típicas de quien miente sin soltura.
Entonces,
después de un par de motes más, el gordo extranjero le entregó un sobre, y le
dijo algo más, ahora en un tono casi compasivo.
Martin
salió de la oficina casi mareado, y enfiló el pasillo de nuevo hacia la calle.
Una vez en la puerta, giró la cabeza y vió el rótulo blanco que decía
"DIRECTOR". Salió del edificio, y a unos pocos metros se topó con la
catedral (aquélla donde él se había casado). Se dirigió hacia ella, y en la
puerta cerrada, halló un gran cartel que decía "SEDE DEL ATEÍSMO".
Soltó una carcajada nerviosa, y siguió caminando.
Entonces,
al notar el contacto de sus manos sudadas con el sobre, ahora deshilachado,
decidió sentarse en el primer café y abrirlo. Así lo hizo, y dentro de él
halló una cuartilla doblada. Al desplegarla, leyó algo como "Sr.Martin
Kutrova, preséntese en el muro de fusilamiento a las 12:45 h.".
Un
sudor frío le encogía cada centímetro cuadrado de su piel, e incluso sintió
la llegada de una náusea franca, que le hizo reclinarse sobre la mesa en la que
reposaba su café turco.
Evidentemente,
no sabía en qué lado del fusil le tocaría estar, pero evidentemente, Martin
sabía leer el ruso del despacho del director, de la iglesia y de la carta
-misteriosamente lo había recordado-, y los fusilados no son llamados al paredón
de manera tan sutil y cordial.
Acabó
su café de un trago sin pestañear, y después de pagar con dos monedas extrañas
que halló en su pantalón, ahora verde y caqui, recogió su gorra y su fusil y
se encaró calle abajo. Mientras caminaba a pasos rítmicos y sonoros, aún con
restos de café entre los dientes, lloró para sus adentros (o quién sabe, quizá
logró sonreír), y se dispuso a consumar su auto-traición: "al fin y al
cabo, siempre me gustó cumplir órdenes", dijo.
Quizá
ni la memoria ni la amnesia sirvan para evitar el siguiente fusilamiento.
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