Cigarrillos
Autora:
Cecilia Bettoni
Es
difícil empezar a contar todo esto, difícil sobre todo porque inevitablemente
tengo que nombrarla (recordarla), y eso es precisamente lo que me prometí hace
un año y medio, cuando se metió en esa fría valija y desapareció.
Y entonces, al ocurrirme esto, suelo preguntar al cielo si por ahora
quedará algo más que sus huesos absurdamente roídos por tanto tiempo y por
tanta coraza de fantasmas que se llevó consigo.
Claro
que para entonces Lucía aun estaba conmigo, hace ya media hora que caminamos
por Recreo, y compartimos una cajetilla de cigarrillos.
Es increíble cómo un cigarrillo puede crear lazos entre dos personas.
Aunque lo mejor de todo es ese sonido que emite mientras las chupadas lo
desarman en cenizas, un cuchicheo como de hojas secas que alguien pisa a lo
lejos, muy a lo lejos, o como la interferencia natural de un disco de Bessie
Smith.
A
Lucía la he conocido en el Journal; David la ha traído a la clásica noche de
jueves y se ha sentado al otro extremo de la mesa.
Pero aun así, entre tanto humo y tanta noche negra, he podido vislumbrar
sus ojos pequeños y rutilantes como de lágrimas secándose al sol .
No hablamos en todo ese rato, al menos no directamente, pero cuando ya
era hora de irse David me ha pedido que la acompañe, total vive a dos cuadras
de mi casa. Y
ahora estamos los dos vagando por San José.
Lucía
no habla mucho, le gusta más escuchar.
Pero yo tampoco hablo mucho, así que el silencio de noche de jueves se
rompe más, porque en verdad está hecho para que las voces se posen sobre él.
Después
de tres cigarrillos sólo he podido saber que tiene 18 años, que quería ser un
fiasco en la PAA y que lo consiguió, que por ahora se dedica a vagar y que en
suma es lo que más le gusta.
Ah, y que se llama Lucía (aunque eso me lo ha dicho David).
Aunque estaba aburrido y me hallaba profundamente fascinado al punto de
querer llorar para que me inundara de sus ojos, he pensado que lo mejor sería
dejarla entrar en su casa y luego irme.
Porque hace frío, porque hasta su
fragancia de rosas blancas huele mal.
Pero ella no me ha dado ninguna oportunidad y he tenido que entrar yo
también para servirme ese vaso de vino que me ha prometido.
Trato de no hacer ruido, son como las tres de la mañana y no me agradaría
verle la cara a los viejos, pero ella me dice que no hay problemas, que su
familia anda en Algarrobo.
Que está sola.
Yo
sonrío, no sé por qué, pero sonrío.
Enciendo otro cigarrillo mientras espero que baje del segundo piso, en un
par de bocanadas ya está sentada a mis pies (yo me “puse cómodo” en un
sillón) y se está quitando los zapatos.
Y me quita los míos.
Y es sólo un vaso de vino.
Mirándola
así, desde arriba, me digo que Lucía es capciosamente normal, que la noche o
el vino me han hecho otorgarle cierto ángel de niñita tierna pero atrevida que
la hace en extremo deseable.
Pero en el fondo nada tiene, sino el cuerpo tibio y un montón de
soledad. No
sé.
Lucía
tiene gestos muy bonitos, como cuando se pasa la mano por las mechas que le
llueven el rostro o como cuando se rasca la barriguita, redonda y levemente
sobresaliente.
“Dos meses.
A veces es como tener un grito feroz dentro de mí, no de
arrepentimiento, pero sí como un velo huérfano que se va rasgando.
Aunque claro, algún día se lo voy a decir.”
Mientras tanto, se sigue rascando la barriguita.
Lucía
me pide que le alcance la pila de discos que hay a mis espaldas y los va
revisando para escoger alguno que la motive un poco, no la veo triste pero me
parece que sí, que la melancolía se empeña en torturarla; sin que yo le pida
nada, ella ya se ha sumergido en la historia y bucea de recuerdo en recuerdo.
Me cuenta que se conocieron en un café, que nadie los presentó pero que
los cigarrillos se encargaron de conciliarlos.
A ella le gustaba su actitud cuando escuchaba, a pesar que ella habla muy
poco, era como si no siguiera nada de lo que estaba diciendo y de repente, paf,
la había estado oyendo todo el tiempo.
Se daba cuenta por la avidez con que no la miraba, porque caminaba
calcado a su ritmo y siempre le ofrecía el cigarrillo un segundo antes que ella
se lo pidiera.
Le pareció un tipo muy agradable, y Lucía no quería terminar la noche
tan temprano, así que lo invitó a pasar con la excusa de un vaso de vino.
Pero eso no le bastaba, ella ya había empezado a desearlo y sabía que
él sentía lo mismo, las vísceras ardiendo.
Y eso que no sabía nada de él, nada más que tenía 21 años, que era
estudiante de historia y que vivía a dos cuadras de su casa.
Ah, y que se llamaba Simón (aunque eso se lo había dicho un amigo en el
café). Pero
lo deseaba y no había vuelta que darle, así, sin querer darse cuenta, ella pasó
sobre él para insertar en el equipo un disco que buscaba hace rato, y mientras
Stéphane Grappelli hacía su aparición en escena, él la tenía asida por la
cintura y ya la comenzaba a besar.
Donde antes residía la conversación ingenua, las aperturas inesperadas,
estaban ahora los dos, amándose con el fervor de una monja que descorre las
cuentas de su rosario, descubriéndose lentamente con la boca y la lengua tímida,
los ojos y la nariz y la respiración creciendo, tropezando a ratos con la mesa
de centro y los zapatos desparramados, como si de repente la habitación hubiese
cambiado, fuera otra, más pequeña, otro sillón y otra luz, pero siempre el
mismo violín ascendiendo, los mismos acordes templados de un jazz que se estaba
repitiendo a sí mismo, que se sabía de otro momento y otro lugar.
Lucía seguía repasando la pila de discos y cuando vi que cogía el de Stéphane Grappelli, dejé mi vaso sobre la mesa de centro y me excusé alegando que mi madre y que mañana, se me hacía tarde para llegar a ningún lado, cualquier cosa. Ella me miró asombrada, ahora yo la veía nuevamente desde arriba, pero esta vez su ángel no me convenció y las fuerzas me sobraron para cruzar la puerta y llegar entero hasta mi casa, con la hebilla del cinturón bien asegurada y las vísceras ya más frías.