Sobre “Gracias por el chocolate”, de
Claude Chabrol
Autor: Sebastián Russo.
¿Cuál es el punto
en que una recurrente imprevisibilidad no se vuelve, en sí, previsible? ¿Es
posible vislumbrar con claridad ese límite sin trasvasarlo, y palpándolo,
transitarlo compulsivamente y construir sobre dicho límite un propio estilo?
Bueno, viéndolo a Chabrol, uno diría, al menos alguien sí puede hacerlo.
Repitiendo fórmulas, y manteniéndose como buen discípulo/émulo de la escuela
inaugurada por Hitchcock, Claude Chabrol transita ese filoso límite que separa
el cliché de la búsqueda, lo trillado de lo novedoso. Y lo curioso es que en
este caso el trillado se produce por autoreferencia, y no por andar caminos
gastados (gastadísimos) dentro del género. Viene dado, por trillar su recurso
más particular: un manejo singular de la dicotomía obviedad/sorpresa. En un género
como es el del suspenso, al que contadas veces (parecen) adherir las películas
de Chabrol, este maniqueísmo se debería inclinar (dicen las incólumes reglas
holywoodenses) hacia lo inesperado, hacia las acciones menos previstas, hacia
los movimientos más insospechados. Bueno, Chabrol, subvierte dichas normas:
hace obvio, explicito lo que debía ser intrigante. Pero en este proceder
genera, soberbialmente, una nueva intriga, que recala en la imprevisibilidad, en
lo sorpresivo e inquietante que se esconde detrás de lo cotidiano. Naturaliza
lo perverso, lo mórbido, en pos de encontrar en lo `normal´, lo familiar,
recintos de sospechas y elucubraciones.
Así el suspenso no
se genera a partir de acciones, sino justamente de esa acción que nunca se
lleva a cabo, de esa tensión superficial que crea entre los mundos de la
realidad y la apariencia, entre un afuera (previsible, palpable, simple,
anodino) y un adentro (complejo, intangible, imprevisible, intenso) No se
espera, ansioso, tenso, el golpe final del asesino, sino que se espera que pase
algo más, y que no se sabe qué puede ser (porque algo más debería pasar,
decimos, pensamos, viejos butaqueros de thrillers yanquis), y es ahí donde se
engendra y concentra el mayor coto de intriga. Todo previsible (para generar
suspenso) fue mostrado, y ésto en “Gracias por el chocolate” toma un carácter
ontológico. La película, su propia constitución se engendran desde lo no
dicho, lo no visto, desde fuera de todos los clichés imaginados para una película
del género. Y desde fuera digo, porque Chabrol los muestra a todos, en fila,
formaditos, peinaditos, ahí están, la loca (asesina), la victima del pasado
(con la respectiva secuencia de como y por quién fue asesinada), las víctimas
futuras (envueltos en la misma secuencia que remite casi absurdamente a la
anterior muerte, los mismos elementos, la misma forma), el nexo (el alter ego de
Brian Ferry) que le da (algo) de coherencia a estas muertes. Todo es tan
previsible, tan dicho, tan visto, que no se sabe qué esperar: entonces,
Chabrol, construye la intriga. Se sabe (se ve) que Isabelle Hupert está
loca, se sobreentiende, hasta diría que sobre actúa su insanidad, pero es en
ese juego de obviedades, de significancias que por explicitas se vuelven
obtusas, en el que se involucra (y nos involucra) Chabrol. Y así, el director,
se ríe del género. Muestra lo que ningún trhiller debe mostrar, al menos no
de esa manera, al paso, pasivamente, sin congestión, sin adrenalina. Lo
muestra, sin más, y sobreviene lo intrigante. Agarra al genero y lo dá
vuelta, lo desfunda, lo desnuda. Cuenta todo, desde un comienzo, y la intriga
entonces no pasa a ser la historia, sino un algo inasible, una tensión nunca
resuelta, una indeterminación y una pasividad, ahora sí, escalofriantes. El
suspenso se genera así desde lo inesperado de no encontrar inesperados: lo
esperable irremediablemente sucede
`Un escalofriante thriller psicológico´ rezan los afiches publicitarios
en una aparente búsqueda de captar a aquellos que huyen del cine francés. Y sí,
existe un elemento psicológico, generador de un ambiente inquietante
(thrilleroso), pero que Chabrol utiliza de forma indiferente, desprovista de
sentido, casi de manera cotidiana. Como si el desvarío, el desquicio, fuesen el
estado natural de los seres que circundan la historia. Y de Isabelle Hupert
(exhibida como el prototipo del extravío) se sabe de su condición, de cómo
actúa, pero no el por qué de sus mórbidos actos. Chabrol se entromete así en
las elucubraciones de la psiquis, mostrando al 'mal' con un carácter de
indeterminación (qué otro), de no explicación. No se sabe (ni se sabrá )
con exactitud (al menos, mediana) el por qué‚ de su maldad, más allá
de una endeble explicación que la misma Hupert intenta dar, diciendo que a ella
su madre no la apoyaba, ni alentaba en sus ocupaciones, y una reveladora
autodenominación como persona que disfruta de la maldad. Pero es poco, no
alcanza, no explica, es solo referenciado casi tácitamente, casi como una
grotesca necesidad de explicarlo. El mal, queda entonces indefinido, no
enraizado, no tangible. Y así, la influencia de este actuar se dispersa,
sobrevuela por la cabeza de los espectadores, de Brian Ferry, de todos. La no
explicación, la no delimitación del mal, destiñe la frontera que lo separa
del bien. No existe descripción, forma alguna del mal, entonces las pautas, las
normas, que distinguen entre el bien y el mal se vuelven difusas, relativas,
indeterminadas, en definitiva, humanas.
Y sobreviene el final, y aquí sí la inconcordancia generada en el espectador medio implosiona. Escena de mayor tensión. Se develan algunas cuestiones que se intuían desde un rato antes, pero el increscendo de suspenso hace esperar un final a borobotones de adrenalina. Está todo preparado, el encuentro cúlmine se aproxima. Y qué pasa? ... Chabrol decide que es hora de los títulos. Cara de sorpresa en uno. De desilusión en otro. De `devolvéme la guita´ en el que vino por el afiche. Y Chabrol sonríe. El nouvellevogueiano vuelve a salirse con la suya. La indeterminación, lo imprevisto, lo nunca resuelto, aparece nuevamente en escena, pero como broche maestro. Lo mejor estaba por venir, y Chabrol da por terminada su obra. Al igual que el émulo de Brian Ferry, que al enterarse de que la persona con la que duerme todas las noches y con la que acaba de casarse, es la culpable de atrocidades importantes, y se va al piano impávido a tocarse algo (quizás 'Slave to love'), el final que propone Chabrol genera ese mismo sentimiento de irremediabilidad de lo soso e inestable de la condición humana. Las cosas son, sin saber bien por qué‚ sin mucho por hacer al respecto, y mejor, irse manso a tomar un trago. No existen motivos demasiado determinantes, ni causas del todo condicionantes. El vacío, lo relativo, la angustia, en todo su esplendor. ¿No es acaso el suspenso en su estado de pureza? Lo suspendido, lo que queda flotando, sin posición determinada, sin definición, no sedimentado, no estanco, móvil, errático.
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