EL ÁRBOL DE LOS CEREZOS

Autora: Camila Méndez Burgos  

En medio de la oscuridad de la noche sale Cristia. Sus primeros pasos se empiezan a sentir entre la naturaleza pequeña del colegio de las hermanas de la Providencia. Camina despacio y su respiración es tensa mientras recorre cada rincón de su pasado corto.

Primero atraviesa los largos puentes de cemento viejo que conducen hacia el pabellón de la primaria caliente y luego se dirige al edificio gris de la secundaria donde falleció; pasa la plazoleta de cuadros rojos y amarillos pisando las cerezas venenosas que han caído en el día y después se aproxima al árbol en el que nacen esas frutas dulces y prohibidas, cerca al cual ella siempre se sentaba en la hora de descanso y comía las que estaban en perfecto estado, diferenciando las más rojas como las mortíferas y las más oscuras como las sanas, ese era su lugar favorito y ahora de muerta lo seguía visitando en las noches de su mismo recorrido.

Sus ojos encendidos y sin pestañear perciben el encanto de estar vivo con nostalgia y rencor. Viste el uniforme de rayas blancas y grises con el que muchas veces izó la bandera y con el que también fue enterrada. Entra al grado décimo, abre la puerta que cruje al cerrarse y sus suspiros acumulados hacen que la tranquilidad del aula sea alterada. Encuentra la silla que ocupó cuando era estudiante, luce intacta y reluciente, aunque el tiempo haya dejado sus marcas. Al sentarse, los pasos que perturbaron el silencio perfecto de la sala, dejan de escucharse. Luego se prepara. Respira profundo como un viento viejo que quiere desquitarse de sus tropezones y un grito fuerte y algo macabro sale de su espíritu perdido en las sombras y ella desaparece a la nada.

Las hermanas de la Providencia ya están acostumbradas a escuchar ese alarido lúgubre que desde hace cinco años se reproduce intensamente con la ayuda del eco de las paredes vacías. No se sorprenden, ni mucho menos intentan ir a ver quien lo emite, porque saben, a pesar de sus creencias, que se trata de un fantasma.

Cristia murió a plena luz del día y en plena clase de religión, cuando Sor Leticia que dictaba la cátedra, discutía con una de las alumnas sobre la vida de Jesús a partir de los 12 y hasta los 33 años; la joven explicaba que no se sabía nada sobre ese tiempo misterioso del Señor y que la gente decía, especulando, que había tenido una vida normal en la que se incluían todos los placeres terrenales de los hombres, la religiosa enfurecida, omitía esa versión con preceptos morales de fe y cristianismo.

Fue en la mitad de ese debate tedioso y sin conclusión, cuando Cristia sintió esa presencia oscura y maligna que entraba al salón de clases. Vio como se acercaba despacio caminando hacia ella- que ahora tenía el rostro bañado de una palidez magistral- pasó por entre las estudiantes, mientras su cuerpo se iba paralizando por los nervios y la impresión, estaba junto a la monja y ella no podía separar los ojos de esa mirada poderosa que nadie más percibía, hasta que... tocó su rostro y el miedo la invadió por completo haciéndola perderse en un grito descomunal.

Sucumbió instantáneamente. Con la boca abierta, los ojos horrorizados y las manos a la defensiva Cristia parecía un espectro sacado de una película de suspenso.

El plantel entró en pánico total, todas las colegialas corrían desesperadas para saber que había pasado. Las compañeras de curso reaccionaron de forma enloquecida, algunas lloraban, otras enmudecieron y las más valientes acompañaron a Sor Leticia en la penosa labor de acercarse a ver sí quien fue la alumna más callada del salón, aún tenía signos vitales después de haberse rebelado con un nefasto grito, pero su rostro morado y frío demostraba lo contrario.

Ese día las clases terminaron más temprano. La directora del instituto programó una salida inesperada a las afueras de la ciudad, para que el estudiantado olvidara lo sucedido y así poder restablecer el orden.

Ya con calma, las religiosas trabajaron por horas para sacar a Cristia de su pupitre, porque parecía atada a él, como si una fuerza extraña no dejara rescatarla. Luego de varios intentos y con la ayuda del vigilante y algunos profesores lograron levantarla. La enterraron en el patio más lejano de la escuela para así evitarse líos judiciales, porque al descubrir las causas de su fallecimiento, temieron ser involucradas.

Cuando Cristia estaba muriendo vio al mismo diablo. Era un animal en forma de ángel, pues llevaba alas, aunque con figura y ojos de humano, era negro en su totalidad y con labios peludos y salivosos. Él la llevó al otro lado de la muerte, después de haber expulsado hasta el último temor escondido en su cuerpo. Ahora su espíritu estaba trasladado a otra dimensión que se encontraba encima del mundo, pero dentro él: en las nubes.

En esa primera fase todo era confuso y solitario; ella era una criatura etérea y tridimensional que pasaba recogiendo las flores blancas y espumosas que nacían cada minuto, también se distraía alcanzando especies de pájaros que algunas veces le hablaban sobre lo que era su estado describiéndolo como una prueba para poder ascender al paraíso del más allá.

Una niebla permanente, cubría el espacio que le correspondía en su nuevo rango de difunta. Desde esa distancia observaba la institución como un ente que escruta incesante el movimiento más ínfimo que pueda provocar algún cambio. Los vigilaba a todos, a las monjas envejeciendo y desapareciendo, a sus compañeras de curso marchándose para no volver y a su árbol de cerezas pudriéndose junto a la vegetación gris. El único que la percataba era el diablo, que todavía vagaba por los salones y patios para encontrar otra victima que le hiciera compañía. Su mirada, mustia y suplicante, lo hacía ver desde arriba, como un ser tierno y desolado. Ya no le temía.

De un momento a otro Cristia ascendió sin sorpresa. Pasó a un segundo estado. Poco a poco se fue elevando con el viento y como una burbuja despaciosa llegó a las estrellas, que alumbraban en línea recta hacia la misma dirección del colegio.

A su alrededor el espectáculo del universo lucía lejano y la Tierra se distinguía como un diminuto punto azul que podía tocarse con el dedo. Su única compañía eran las rocas migratorias, que cuando le hablaban, formaban labios duros y resecos, recordándole que pronto finalizaría ese largo trance de soledad y angustia que sólo sienten quienes caen en el limbo. El tiempo era corto y sin pensamientos. Cristia permanecía sentada, tapando su cara contra las rodillas, para descansar un poco de la pesadez del cuerpo y distraerse observando como en una alucinación el paisaje que generaban sus sombras. En esa posición se quedó, divagando, desvaneciéndose, esperando ese día en que finalmente llegaría a donde llegan todos los seres humanos que mueren. Sin embargo en un instante, una vibración tan fuerte como un terremoto hizo que la estrella se sacudiera y la joven terminó cayendo al vacío y gritando con la misma agonía que cuando se despidió de su existencia.

Al abrir sus ojos todo estaba oscuro y estrecho. Aunque pronto sintió la madera húmeda del ataúd y entendió entonces sin asustarse, que estaba soñando morir y que su alma aturdida por fin tendría un camino. Sabía que aún estaba muerta y enterrada en el patio trasero de la escuela y que su espíritu se prepararía otra noche para salir a deambular por los rincones de ese lugar inacabable, pasaría por la plazoleta desmanchada, por los puentes transformados, por el árbol de cerezos que pronto sería derrumbado y lidiaría nuevamente con el susurro constante de las almas recientes que tienen un mejor futuro.

Y mientras se levantaba de la tumba y daba sus primeros pasos se arrepentía otra vez de haber acabado con su vida, de haberse suicidado durante la clase de religión al comerse las cerezas mortales, pensando que así terminarían sus pequeños conflictos existenciales, pero ahora con una amarga resignación sabía que este sí era un problema del que no podía escapar. Recordó como se ahogaba por el veneno dulce que llenaba su cuerpo y como vio esa figura diabólica que la convirtió en un ánima sin solución, cuyo único destino sería pasearse por el colegio de las hermanas de la Providencia todo el resto de su muerte. 

 

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