Autor: Juan Ignacio Manchiola

DESTIERRO

 -¡Ahí va Violín! ¡Ahí va Violín!

-Hijo de puta.

El chico miró a su hermano menor, escupió en la calle de tierra e hizo una mueca     -Ojalá se muera como un perro.

-Sí, como un perro, como un perro- trató de imitar el más pequeño.

A lo lejos, ya convertido en un punto rojizo, Violín el payaso abandonaba el pueblo. Una lágrima tan grande como su arrepentimiento se escurría entre sus ojos. Arrastrando los pies se perdió en la lejanía.

 

UN DIA 

Sombras. Oscuras, movedizas. Todo se limitaba a eso. El poblado en penumbras, esperando. El cielo no ofrecía variantes. Sus colores iban del negro más simple hasta otros tan profundos que con sólo mirarlos la certeza del pecado se afirmaba en los corazones.

Las pesadas puertas de madera cerradas con doble traba. Detrás, hombres, mujeres y niños, se tiraban sin encontrar la respuesta. Asustados seres rodeados de oscuridad, una negrura que deglutía hasta las llamas de los hogares y las velas, que parecía acariciar los cuerpos en silencio, estremeciéndolos.

Y nadie, absolutamente nadie, estaba dispuesto a averiguar el origen de los cambios. No había ánimos siquiera para hablar del asunto. Un silencio de camposanto se extendía por todo el pueblo.

Diez minutos antes, el sol había estado brillando con intensidad en su trono del cielo. En plena primavera, los rayos estaban en su natural proceso vital. Pero, de pronto, como si los dioses se hubieran ensañado con él, la oscuridad se adueñó de todo. Los hombres, presas de un miedo ancestral, abandonaron todas sus actividades para encerrarse junto a sus familias. Ni una sola palabra se pronunció a partir de ese momento.

Los latidos acelerados,  cada vez más desbocados, unían sus voces para, junto al ruido del viento que se había desatado, conformar una extraña melodía netamente percusiva. Los ojos brillaban en la negritud, las manos se abrían y cerraban, se tomaban unas con otras en busca de un sostén para su incertidumbre.

El miedo comenzó a tomar un carácter tangible, espeso. El olor de la muerte en todos los rincones. Muchos ancianos abandonaron el pueblo para siempre llevándose parte de ese olor. Los niños comprendieron que allí se encontraba el origen de sus futuras pesadillas.

Mientras tanto, en lo alto del cielo, algo cambió. Un rayo se abría paso entre la compacta oscuridad, un haz de luz tenue, pero luz al fin. A este le siguieron otros más, que, de apoco, fueron tiñendo al poblado de nueva e inesperada vida. Así, muy despaciosamente, los pobladores fueron abandonando sus casas, con algo de temor al principio, inmensamente felices luego. Parecía que el sol hubiera redoblado su color y fuerza, calentando los cuerpos y almas, devolviendo las ansias por vivir.

En su preocupación por absorber todo, por disfrutar lo que se les ofrecía, ninguno de los habitantes del pueblo reparó en la sombra que se alejaba, en el cometa que, imponente, terminaba de pasar por delante del astro rey.

Así, nunca se habló del hecho, como si son solo nombrarla la oscuridad fuera a retornar para ya no abandonarlos jamás.

 

UN CAMBIO

A mi lado están los cuervos. Avanzo y me siguen. No soporto la visión de esos pájaros negros. Corro. Los dejo atrás.

A medida que me alejo voy absorbiendo la nada con mis ojos. Alrededor sólo veo colores enloquecedores. A mi izquierda, todo es amarillo; hacia el otro costado, el marrón ejerce su dominio.

No sé adónde voy. Tampoco tengo muy en claro de dónde vengo. Esto no me preocupa, pero sí me altera la sensación que surge, casi clamorosa, desde el interior de mi desvalido cuerpo. Tengo sed, mucha sed. Hace horas que no me refresco. O por lo menos, eso creo.

Busco sombra, no la encuentro. Pretendo encontrar rastros de humedad, pero el sol brilla con furia en lo alto de un cielo sin nubes. Me caigo. Intento seguir pero vuelvo a desplomarme. Me niego a cerrar los ojos, sé que si lo hago moriré y los pájaros negros volverán a acabar con lo poco de humano que me queda. Con gran dificultad, me pongo de pie y continúo con la marcha. Tiene que haber agua en algún lugar.

Me duelen las piernas. Me pesa el cuerpo. Mi piel aparece cubierta de llagas que parecen reproducirse unas con otras.

El paisaje a mi alrededor sigue con su rutina. Veo algo de vegetación,  pero hasta ésta permanece dentro de la casi nula escala de colores que se resisten a abandonarme.

La sed. Parece haber estado en mí desde siempre. Y quizá lo estuvo. Quién sabe desde cuándo estoy vagando por esta nada absoluta. Quién, si el único rastro de vida son las amarronadas plantas que ya parecen haber desaparecido, y los cuervos, seguramente muertos a falta de carne inerte. Levanto la vista. Adelante se alza un gigantesco acantilado. Me acerco.

Desde allí, la vista es hermosa. Parece que la vida que se negaba a desnudarse ante mis ojos, se desplegase allí abajo. Veo un río. Sus aguas transparentes brillan, refractando la luz solar. ¡Qué hermosas son! Y cómo las necesito. La sed se apodera nuevamente de mí, pero esta vez la recibo extasiado. Me acerco aún más al vacío. Avanzo y contemplo de nuevo a mi alrededor. El marrón. El amarillo. Apoyo mis pies en la superficie del aire y me dejo llevar hacia abajo. Hacia el agua y el verdor. Hacia la vida.

 

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