Autor: Alejandro Mármol
INCONTINENCIA
·
El
cuerpo no
me contiene - Me había dicho
esa tarde
y comenzó
a empujar con los dedos una especie de
gelatina
rosada que le salía por la boca.
·
Ya casi no puedo hablar,
ni fijar la vista. - Dijo
quejumbroso y cerró los ojos, justo cuando una espuma celeste le
salía detrás de los párpados.
Yo
no supe que decirle. Me entretenía verlo luchar constantemente
con su
cuerpo y meterse con los dedos
gelatinas
que le
brotaban de la boca, de los ojos y de las orejas.
·
No se como ayudarte -
contesté finalmente, cuando el silencio se hacia insoportable.
·
No podes hacer nada. -
Dijo tapándose la boca. - A veces me da ganas de dejarme salir, pero tengo
miedo.
En
el camino a su casa fue callado y pensativo.
Cuando me
saludo, la
gelatina
le colgó casi hasta el pecho
y tuve
que ayudarlo a meterla en su boca. Con esa masa movediza en mis manos me
sentí muy cerca suyo, casi comunicado.
Cuando al día siguiente lo fui a buscar su cuerpo estaba muerto. Un sendero de baba comenzaba al borde de su cama y se perdía tras la puerta. Lo seguí. El camino continuaba por la vereda y doblaba en la esquina. En la entrada de un garaje desapareció y unas huellas de perro comenzaron, pero no sé.
EN MANOS DE DIOS
·
Esta en
manos de Dios - me dijo el doctor cuando salimos de la habitación - Nunca vi un
caso parecido. Para no aturdirlo con
términos médicos: el
problema es que se le han
disuelto los huesos. Haga de
cuenta que es una bolsa de piel. - Concluyo dando el caso por terminado. Antes
de marcharse me pregunto si de todos modos podía pasar, dos o tres veces por
semana, para estudiar el caso.
·
Sos una
bolsa de piel - Le dije.- No sé que voy a hacer con vos.
Él
me miró con un ojo, era como una inmensa ameba
desparramada sobre
la cama. El otro ojo debería estar en
la parte
de abajo, en su espalda. Trate de acomodarlo pero fue imposible,
lo arreglaba de un lado y se me corría del otro. Cuando me canse, me di
cuenta que una uña le había quedado junto a los
agujeros de la nariz.
A la mañana siguiente lo cargue en mis brazos y lo arroje al tarro de la basura. Uno de los ojos quedo mirándome y creo que me perdonaba.
A
LA ALTURA DE LAS CIRCUNSTANCIAS
No
era sencillo estar a la altura de las circunstancias. Ni siquiera era sensato
pretenderlo. El cuento había nacido ajeno, había fluido como tantas otras
veces, y luego había partido, con los ojos vendados, a una región intangible
que por inhóspita se tornaba inexistente. En ese mundo de lectores anónimos el
cuento tomaría una dimensión impredecible, y sin un claro porqué que lo
justifique, él sentía que se vería obligado a estar a la altura de las
circunstancias.
El
cuento era perfecto. Una historia
simple que dejaba entrever con
parquedad y acidez la soledad del hombre y la infinita
estupidez del mundo. No más de una carilla donde, a pesar de todo, se
podía llegar a creer en el amor. Tenía dedicatoria y alguien,
no viene al caso el nombre, en quien había sido inspirado.
El
cuento perfecto, el que
encierra el instante que
justifica toda una vida. Lo
precedía un título sugerente pero que no
distraía; y al pie, como al descuido, un lugar y una fecha que sólo a
él podían interesarle.
Sin
proponérselo, en una calurosa tarde
de campamento, había nacido ese cuento que incluso era mucho mas de lo que
suponía pretendía decir. Sin embargo,
ahora, la hoja flota diluyendo las letras
en las frías aguas del
pequeño arroyo que apenas si corre, y él la
mira sin intentar
rescatarla. Ni siquiera se propondrá reescribirlo.
Fuma
en su silla de playa y siente cierta pesadez. Pero no
tiene a quien
mentir, e intencionalmente abandonó la
hoja a su suerte cuando todo alrededor se agitaba furioso entre las
ráfagas del viento.
Villa La Angostura. Febrero 1996.
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