En el Once
Autor: Diego
García Canto
Se llama El Paraíso y nadie podría adivinarlo. Al entrar nada insinúa ni levemente su pretenciosa gracia. Ni siquiera el cartel que dá a la calle. El mismo que desde hace años se presenta ilegible por el polvo y el hollín denunciando una dejadez absoluta.
Algunos pintorescamente a estos recintos los llaman fondas, otros bodegones. Sin embargo este macilento local no alcanza tan dignos calificativos. El Paraíso no tiene nada de pintoresco.
Todo allí es triste, y no digo melancólico ni nostálgico, sino triste…triste y sucio.
El mostrador ha perdido su estaño y muestra en carne cruda la madera sangrando grasa.
Las mesas y las sillas sudan, es que el trapo encargado de la limpieza es siempre el mismo y no hace mas que distribuir la roña de manera uniforme en todo el moblaje y utensillos.
Lo que es de metal está oxidado, lo de madera astillado, lo de loza resquebrajado; y todo sucio, víctima de la herrumbre perniciosa.
Nada es tal cosa allí, todo es peor. Todo está corroído, abandonado y corrompido; fiel reflejo del alma de sus habitantes.
Como todas las mañanas, esta noche, como hace siempre, entra Emiliano al Paraíso. Un parroquiano bebe en la mesa que dá a la ventana, otro en la mesa próxima al retrete. Una sola mesa queda vacía pero Emiliano la ignora, igual que a esos bebedores, igual que a la dependienta…igual que a sí mismo.
Como es costumbre se acomoda en la barra, algo especial siente descansado en el taburete. Es que si bien el mostrador hace las veces de atróz barrera que separa su Ser del fabuloso ejército de ampollas etílicas, sentado ahí puede verlas, puede olerlas y casi casi hasta las puede tocar.
Así como el presidiario tomado de los barrotes mira afanosamente el sol, Emiliano apoyado en la barra, contempla los innumerables frascos de la mejor medicina. Se distrae en sus seductoras formas, en las hieráticas etiquetas y en los destellos errantes que despiden.
Apenas se sienta se le acerca la gallega gorda, fea y sucia que atiende el boliche. Coloca frente a él una ginebra, luego toma un vaso, lo friega en su interior con aquel trapo y lo posa al pie de la botella. En ningun momento se cruzaron las vistas, tampoco hubo palabras, ni siquiera gestos de saludo.
Nadie va allí a hacer sociales, sino todo lo contrario, se trata del curioso placer que encuentra el alma huraña al regodearse en la cruel soledad.
Más de una vez al verlo llegar la gallega sacaba algún billete de la caja, le alcanzaba una medida de Legui y salía de la tienda. El sabía entonces que la ginebra se había agotado y que debía cuidar el local durante los tres minutos que demoraba esta señora en comprar una nueva botella en el kiosco de al lado.
Cuesta entender como con tan pocos años lleva tantos bebiendo, tiene venticinco.
A veces casi pensaba la situación y no podía creer como sin haberle vendido el alma al diablo se la había regalado a la ginebra.
Desde hace un tiempo un nuevo y desagradable sentimiento lo persigue, siente una profunda lástima de sí mismo, y cuando ello sucede trata forzosamente de evitarlo.
A media botella aflora este miserable sentir y justo al advertirlo una voz interior sentencia:
- Tenés que largar la ginebra.
Sorprendido de sí mismo y sabiendo que lo mejor para dejar de pensar es hablar, balbucea una pregunta imbécil:
- ¿Cómo puede ser doña, nunca le pido nada y usted siempre sabe lo que quiero?
La gorda se le acerca, lo mira a los ojos y le dice:
- Tengo treinta años de oficio pibe, el que toma ginebra no bebe otra cosa, es la más despota de todas…
Su mirar duro e indiferente acostumbrado a la miseria se afloja, y por un breve lapso exhibe un cariz de materna compasión.
- …¡Sabés cuántos ví acabados por la ginebra!…¡es una lástima pibe!… te lo digo como madre…¡Es una verdadera lástima!
Y secamente se aleja.
Emiliano se siente aturdido.
Acaba rápidamente la botella, deja un billete en el mostrador y se marcha.
Esa noche bebió sin parar, hasta quedar tendido inconsciente en el hall de la terminal de trenes.
Jamás volvió al Paraíso.
Su estéril existencia no hubo de perdurar demasiado.
La Bifurcación
Autor: Diego
García Canto
Por vez primera en tantos años que lleva deambulando no sabe hacia donde dirigirse. Sorpresivamente el sendero se divide en dos.
La ribera del camino siempre fue consecuente con él y apaciblemente acotó su existencia en una dirección…en una misma y estúpida dirección.
Sin embargo ahora displicente se bifurca.
Es por eso que el desconcierto se apodera de él, no entiende por qué a esta edad se le presenta semejante situación.
Y mientras su mente virgen sufre dolorosas contracciones en el novel intento de parir una decisión, lo sorprende un hallazgo inesperado.
Nota con estupor que nunca en su vida supo hacia donde iba.
Allí murió al cabo de unos años, buscando desesperado una respuesta en los secos yuyos que hacen de margen al camino.
Llegó incluso a arrancarlos y observar sus raíces…pero no encontró ninguna pista el desdichado.