El
emblema de Bélgica
Autor:
Santiago Mármol
En
Bélgica, existen muchas ciudades en las que el primer idioma es el francés, y
otras tantas, cuya lengua es flamenca (muy parecido al holandés). La capital
del país, Bruselas, es prácticamente bilingüe. Se puede hablar con los
pobladores en cualquiera de los dos idiomas (incomprensibles para mí, que sólo
domino el español y un poco de inglés).
En
esta increíble ciudad medieval, que posee, a mi gusto, la plaza más hermosa de
Europa, nos sucedieron dos acontecimientos que vale la pena contar. (Digo nos
pues me acompañaba mi novia).
El
primero fue casi inmediato y sucedió el mismo día que llegamos. Del aeropuerto
de Zaventem tomamos un tren que nos
dejó en veinte minutos, en la gare du nord o estación del norte. Encontramos albergue fácilmente
y con la ansiedad que nos desbordaba al tener, por primera vez, al viejo
continente bajo nuestros pies, salimos a caminar la ciudad, cámara de fotos en
mano.
Al
llegar a St. Michel, la catedral
de Bruselas que se comenzó a construir en el siglo IX y cuyas torres
gemelas demandaron trescientos años en ser finalizadas, decidimos sacar la
primera foto. La cámara se negó rotundamente a funcionar.
-¿Tiene
rollo? Me peguntó, suspicaz, mi novia.
Bastó
sólo una mirada mía como respuesta.
-¿Tiene
pilas? Volvió a preguntar mi femenina compañera, ahora con más coherencia.
Abrí
la pequeña puertita del compartimiento dedicado exclusivamente para dichos
cilindros y corroboré que, efectivamente, ahí se encontraban, y en la posición
adecuada.
Tomé
la cámara con ambas manos y le hablé dulcemente. Le recordé todos los viajes
que habíamos realizados juntos y cómo nos habíamos divertido. Pero nada. Opté
por amenazarla, entonces, pero la violencia verbal tampoco surgió ningún
efecto. Monte en cólera y sin pensarlo dos veces la empecé a agredir físicamente.
Le había propinado un par de golpes ya, cuando mi novia, en un acto de piedad,
la rescató de mis manos al grito de ANIMAL, y sugirió llevarla a un
especialista para ver cuál era el problema que la asediaba.
La
divina providencia nos puso una casa de fotografía casi en nuestras narices y
hacia allí nos dirigimos. Mediante señas le expliqué al encargado del local,
que la cámara no quería funcionar. Él me miró, observó la cámara y sacó
dos pilas de un cajoncito que andaba por ahí.
El
mencionado problema de comunicación me impidió advertirle que yo, ya había
contemplado esa posibilidad. Lo dejé hacer y que se diera cuenta por sí sólo,
que el defecto era otro. Colocó las nuevas pilas, me apuntó con el lente y el
flash me develó que mi cara de perplejidad ya estaba estampada, para la
eternidad, en una foto. Me cobró cien francos belgas por las pilas. El arreglo
fue gratis.
Superado
este inconveniente, seguimos caminando por el centro de la ciudad
hasta entrada la noche, donde el agotamiento nos condujo, de nuevo, al
albergue en busca de merecido descanso.
Cenamos
y después, como es costumbre, nos pusimos a socializar con otros viajeros y con
el conserje. En esa charla fue cuando llegó a mis oídos el nombre de Manneken
Pis, por primera vez.
-
¿Y eso qué es? Pregunté.
Algunos
turistas se rieron, pero el conserje, muy seriamente, fue el que me respondió.
-
Así como Londres tiene el Big Ben, Paris la Torre Eiffel, Berlín el
Muro y Roma el Coliseo, nosotros tenemos el Manneken
Pis, el emblema de Bruselas.
Las
risas fueron creciendo, lo mismo que mi credulidad. Pregunté si estaba lejos y
cómo podía ir hasta ese lugar. Para mi sorpresa, me respondieron que estaba
muy cerquita de la Plaza Mayor y que sólo había que caminar por la Rue
du Chene unos minutos.
El
conserje insistió que, además, debíamos ir al museo municipal puesto que en
el tercer piso se exhibía una colección de vestidos y condecoraciones que
fueron concedidas al Manneken Pis.
Todos
estallaron en risas y se negaron a hablar más del asunto. Cambiamos información
sobre otras ciudades y nos fuimos a dormir.
Al
otro día, con las fuerzas renovadas, marchamos a paso raudo hasta la Plaza
Mayor. Sacamos una decena de fotos y, como era el único rollo que teníamos,
decidimos guardar las cinco últimas para el famoso emblema de la ciudad.
Siguiendo los consejos de los demás viajeros, tomamos la Rue
du Chene y caminamos por ella. No habíamos hecho ni diez minutos cuando, en
una esquina, un grupo de japoneses disparaba, a mansalva, fotografías a una
pequeña estatua.
-
Estos japoneses le sacan fotos a cualquier cosa- pensé. Y aproveché el
tumulto de gente para preguntar sobre la ubicación del Manneken
Pis.
Otra
vez, un coro de risas me rodeó, y fue cuando caí en la cuenta que esa pequeña
estatua negra, de escasos ochenta centímetros, donde un chico se encontraba
haciendo pis, era el símbolo de Bruselas que con tantas ansias habíamos estado
buscando.