Sobre como
alojarse en la
India Autor:
Santiago
Mármol
Para
cualquier pusilánime, alojarse en la India puede resultar la tarea más
sencilla y rápida del mundo, pero para las personas de ímpetu, las que por sus
venas, arterias y capilares circulan la cantidad de litros
de sangre que tienen que circular ( me incluyo en este conjunto), esta
odiosa pero necesaria búsqueda del hogar transitorio llega a alterarnos la
paciencia, cambiarnos el humor por horas, hacernos gritar y a veces hasta
amenazar, insultar o golpear a más de uno. Los
que hayan recorrido la India durante meses y pertenezcan a mi mismo conjunto de
sanguinidad y carácter, saben de lo que hablo. Aquellos, en cambio, que jamás
pisaron estas tierras, seguramente pensarán que con el afán de escribir un
relato divertido, miento o exagero, características que no niego propias de mi
persona. Pero esta vez, nada está más lejos de la realidad que ese
pensamiento, prueba de ello es mi inocultable calvicie prematura, último eslabón
de la infrenable caída de cabello provocada por la acumulación indeseada de
situaciones angustiosas, abundancia de stress y desavenencias varias que debí
soportar en este mísero país. Sino, miren de lo que hablo. Al
cubrir el trayecto entre dos ciudades o pueblos, el medio de transporte que
hayamos utilizado nos dejará, indefectiblemente, en una horrible estación
atiborrada de gente donde, ni bien uno pone pie en tierra firme, una horda
salvaje de indios a comisión se abalanzarán, como micos, encima de uno al
grito de « hotel, my friend »
e intentarán tomar nuestras mochilas y caminar con ellas a paso raudo asegurándose,
de esa manera, que el propietario de la mochila lo siga hasta su hotel. Luego de
probar con cortesía Suiza, de reintentarlo con la amabilidad española y de
utilizar, como último recurso civilizado, las buenas formas inglesas, puedo
asegurar que la mejor solución para evitar que nos rompan la mochila, o que nos
la roben o, peor aun, que nos obliguen a hospedarnos donde no queremos, es la
utilización de la amenaza verbal directa « tocá
mi mochila y te corto la mano » o, en algunos casos, la violencia física
sutil pero no por eso menos intimidatoria: un golpe de puño certero sobre la
mano del cargoso acosador. Superar
este primer bache de escasos diez minutos nos consume el 20 % de la totalidad de
nuestra paciencia y reduce nuestro nivel de tolerancia un porcentaje similar. Ahí
nomás, al salir de la estación, uno tiene que sacar su manto rojo, quebrar
cadera, agudizar los sentidos y al grito de
« ole » torear
a la fastidiosa avalancha de rickshaws que con su imperioso deseo de
ganar un cliente al que le cobrará el triple del precio real (por ser
extranjero), se lanzan sobre uno como águilas voraces a velocidades
vertiginosas y frenan, con una exactitud milimétrica digna de elogios, prácticamente
sobre nuestros pies bajo el cortés
pero insistente ofrecimiento de « rickshaw,
my friend ». No
caigan en la tentación. Esta especie de mototaxi parece el medio más apropiado
para dirigirse hasta el hotel de nuestra elección, pero la realidad es que son
todos una manga de facinerosos de oscura reputación
que conforman una mafia comparable a la de las películas de Hollywood y
que jamás nos conducirán al destino deseado sino al hotel que ellos decidan y
con el que, casualmente, tienen arreglos de índole económica. Otro
20% de nuestra paciencia se consume en este agitado gambeteo de toros a motor.
Nuestra tolerancia hacia el pueblo indio se empieza a ver afectada
considerablemente. Seguramente hemos dejado caer por ahí algún insulto- en
español, para no herir susceptibilidades-. Pero
vamos, hace veinte minutos que arribamos a la ciudad y todavía no conseguimos
avanzar ni cien metros. Hagamos caso omiso al calor asfixiante; que no nos
importe estar rodeados de decenas de indios que nos miran a la mínima distancia
posible y que nos tocan para averiguar si somos reales o una ilusión provocada
por el calor; saquemos el mapa de la ciudad; esperemos
que todos los indios retiren sus curiosas cabezas y dedos de nuestro
mapa; identifiquemos el camino más corto hasta nuestro hotel; insultemos a los
que le tocan el culito a nuestra novia y emprendamos la agotadora marcha. Hoy
parece que estamos de suerte, ahí vemos un
cartel enorme que anuncia Hotel, tal
vez nos ahorremos la caminata…No, es un restaurante. Allá adelante divisamos
otro letrero de Hotel, vamos…No,
también es un restaurante. Qué extraño país, obremos por propiedad inversa,
si los hoteles son restaurantes entonces busquemos los restaurantes y seguro serán
hoteles. A cincuenta metros, pintado de rojo e iluminado con pequeñas luces
navideñas aparece el nuevo anuncio
buscado « restaurante Vishnu ».
Pero no, otra vez nos equivocamos, los carteles de restaurante también anuncian
restaurantes. El
camarero nos mira arrogante y con una falsa sonrisa, como preguntándose: ¿no
saben leer?. Nuestra sangre corre caliente por nuestro cuerpo, la sentimos latir
sobre las sienes. Mascullamos todo nuestro repertorio de insultos en voz baja
mientras que la alarma interna que controla los niveles de nuestra paciencia y
tolerancia empieza a sonar. Ya estamos en la zona roja. Los 45° C
de sensación térmica no ayudan. Completamente
iracundos llegamos al reputo hotel, tiramos las mochilas con furia sobre un rincón
mugriento y tratando de no ser rudos con el inocente hotelero que no sabe por
las que hemos pasado, respiramos profundo y con una sonrisa cínica le
preguntamos cuanto cuesta una « habitación
con cama doble, baño y ventilador, por favor ». El precio nos parece
bien. « Podemos verla », pido
con suma cortesía. El hotelero toma una llave y nos conduce dos pisos arriba
por escalera. La habitación es una sorpresa, cama gigante, Tv., teléfono, aire
acondicionado y templo propio para ponerle florcitas e inciensos a Ganesh.
Chochos de la vida aceptamos el cuarto, bajamos a recepción y al momento de
pagar resulta que esa habitación vale cinco veces más caro. Nuestro
rostro, enrojecido por el exceso de circulación, sufre pequeñas
transmutaciones; los ojos se nos inyectan en sangre; con menos del 30% de
nuestra paciencia estamos a punto de la enajenación. Insistimos. « Habitación
con cama doble, baño y ventilador, por favor » y le recordamos el
primer precio convenido. Una
nueva llave. Tres pisos por escalera. La habitación es un asco, el colchón,
podrido y húmedo, tiene dos centímetros de grosor. El baño está a diez
metros de distancia. Entonces
sucede, sin un mínimo de tolerancia un fenómeno poltergeist abarca nuestra
anatomía, la mandíbula se nos desencaja, las manos tiemblan, nuestros ojos
parecen querer salirse de sus órbitas. Con voz de ultratumba hacemos el último
intento de conseguir el cuarto deseado. « Habitación
con cama doble, baño y ventilador, por favorrrr ». La tercera llave.
Cuatro pisos por escalera. Otro asco de lugar pero con baño adentro. El
hotelero, con su estúpida inocencia, nos muestra orgulloso ese nido de ratas y
arañas, empuja la puerta de la letrina y nos señala con su dedo una pequeña
canilla oxidada perdida en una de las carcomidas paredes y un balde amarillo y
rajado destinado al reemplazo de la ducha. Finalmente, pone en contacto el
ventilador que con el chirriante ruido de sus aspas lo obliga a levantar la voz
para invitarnos a bajar a la recepción y registrarnos. Hemos
perdido la voz y las formas. Somos una masa de nervios temblorosa que no para de
sudar y no podemos coordinar ni dos pasos. Nuestra novia empuja al hotelero
fuera del cuarto y cierra la puerta. Lentamente y sin hablar nos desnuda y nos
acompaña hasta el baño. Mientras nosotros escupimos un líquido verde y espeso
que brota de nuestra boca y chorrea con toda su viscosidad por nuestro cuerpo,
ella llena con toda ternura un balde con agua fría, nos acomoda en uno de los
rincones del baño donde no haya cucarachas y, casi con un gesto de amor
maternal, nos arroja el contenido completo del balde sobre nuestra cabeza. El
impacto es duro pero funciona, lanzo un alarido de proporciones inhumanas y
extrañamente vuelvo a recuperar un poco de humanidad. Nos queda completar los
cuatro formularios del registro turístico y suplicar (aunque sabemos que es inútil,
porque lo sabemos) para que no nos derriben la puerta a las 7 de la mañana
ofreciéndonos un insulso té. La
tormenta pasó momentáneamente y hemos salido bastante ilesos. Sólo hay que
rogar para que ese tic que nos quedó y que provoca que nuestro ojo y mejilla
izquierdos no paren de vibrar, desaparezcan, con suerte, antes de abandonar el
país. Manalí,
India. Mayo del 2002
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