Autor: Alejandro Mármol
El sueño fue después, pero podría haber sido antes.
Siempre existe un sueño
“antes”, y este fue el mío.
En el sueño el cuento era curvo, como una pala
de madera, como un boomerang. No
circular sino curvo. Se deslizaba veloz sobre la madera tersa y suave mientras
gozaba, el cuento gozaba, como yo, que tenía el inmenso placer de vivirlo y
confundir la realidad sin voluntad.
No es exacto decir que era curvo: se desplazaba
curvo, como dejándose caer de un tobogán, como si resbalara pendular en el
interior de un barril bien encerado.
Y el barril, y el tobogán, y el cuento, era yo.
El cuento soñado se mecía, se bamboleaba, y
sinceramente, no se si hubiera podido escribirlo.
Buenos
Aires, 27 de Mayo de 1997.
Llevaba amarrado a su muñeca un reloj detenido a las
10,30. Consultaba todo el tiempo la hora y aseguraba, después: “Este reloj
miente todo el santo día menos un minuto; pero como jamás pregunto la hora
nunca se cual es el instante en que me dice la verdad. Lo llevo conmigo porque
de alguna manera nos parecemos bastante.”
Inglaterra, Londres. 7 de Agosto de 1996.
Las
tumbas
“No es bueno caminar sobre los muertos”, me dijo
casi temblando y se perdió dentro de la ausencia de su cuerpo.
No podía evitar observarlo.
Sus pelos canos se escondían
arremolinados bajo un sombrero roído. Tenía mucho de indio. Mucho de
soledad.
Sacó una botella de whisky escocés
y empinó la botella. Eran sólo las once de la mañana. Hacía frío en
Luxemburgo y tanto él como nosotros parecíamos no tener deseos de movernos de
ese banco, bajo un viejo acueducto en ruinas.
“No es bueno caminar sobre los muertos”, me había
dicho y sin dejar de observarlo yo había regresado al cementerio judío de
Praga. Hay muchas formas de no estar sin haberse movido. Recordé el cementerio
de lápidas caídas donde mas de diez mil muertos se superponían por falta de
espacio. Hasta doce cadáveres encimados se sabía que descansaban en ese campo
santo.
Recordé y volví a sentir el extraño escozor en mis pies cuando los apoyaba sobre esa tierra apelmazada. En aquel momento creí que algo en mi había cambiado en forma definitiva, pero los espejos mentirosos que consulté nada decían que lo probara.
Luego olvidé en el saco infinito de la memoria
aquella extraña sensación.
Cuando regresé al banco del que nunca me había ido,
el viejo indio me observaba tras lo blanco de mis ojos. Empinó nuevamente la
botella de whisky y acarició la pluma de su sombrero.
“No es bueno caminar sobre los muertos”, repitió
y se alejo para siempre sin siquiera mover un pie.
Luxemburgo. 30 de Julio de 1996.